Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
Se miró en el espejo. Llevaba razón Alberto: habÃa vuelto a adelgazar. La campaña de Ligur habÃa supuesto mucho desgaste fÃsico, poca apetencia por las constantes fritangas, aunque apenas ninguna preocupación... a pesar de que Jorge casi llega a convertirse en una. Cerró los ojos y se pasó las manos por los párpados y las mejillas. Abrió los ojos de nuevo sólo para confirmar lo que ya sabÃa y lo que también sus manos habÃan percibido: el frÃo y el viento de las guardias nocturnas en cubierta le habÃan resecado la piel todavÃa más. PedirÃa consejo a Teresa o a Susana. O lo buscarÃa en algún número de
Mujer Diez
, donde generalmente habÃa varias páginas dedicadas a belleza, aunque, cuando ella echaba un rápido vistazo a la revista, ésas, siempre se las saltaba. ¡Qué pereza le daba untarse la cara con potingues! Se miró más de cerca: arruguitas en los ojos, en la comisura de los labios... pero, por lo menos, ni una cana. Agitó su cabello, peinado igual que a los veinte años, con un corte informal que cubrÃa apenas sus orejas. La verdad era que, sin tener la pinta estupendÃsima de Susana o de Teresa, tampoco estaba mal. Nadie le daba sus cuarenta y ocho años. SerÃa, quizás, por su elasticidad y su aspecto sano y nada artificioso. ¿HabrÃa sido eso lo que llamó la atención de Jorge?
Súbitamente lo decidió: Monegal, te lo has ganado. En lugar de ducharse iba a darse un lujo que, en virtud de la escasez de tiempo libre en su particular universo y de la escasez de agua en el planeta, tenÃa casi proscrito. Vació un buen chorro de gel de baño y abrió al máximo los grifos de la tina para prepararse un baño de espuma. Pronto la habitación estuvo saturada de vaho y perfume de lavanda.
Ya en la bañera, apenas le habÃa dado tiempo a pensar lo muchÃsimo que le apetecÃa ese descanso, cuando de sopetón se abrió la puerta.
â¡Mamá!
Olga se incorporó de golpe.
â¡Qué susto, hija! Anda, ven a darme un beso, cariño, que te he echado de menos.
MarÃa se acercó a besar a su madre, que le pasó las manos por las mejillas dejando un rastro de burbujitas irisadas.
âLa niña barbuda âse burló Olga.
â¿A ver? âMarÃa se miró en el espejo y se limpióâ. SÃ. Ahora que papá se quita la barba, yo me la pongo.
Olga torció el gesto. MarÃa se sentó en el retrete.
â¿Qué tal ha ido la campaña, mamá?
âEstupendamente. Hemos podido hacer todas las mediciones previstas. Y tú por aquÃ, ¿qué tal?
âBien. Ya sabes. En el cole todo chupado. Con Laura y Espe, guay. Laura dio una fiesta en su casa. Fue la bomba.
âBueno, ¿y aquÃ, en casa?
â¿En casa? âMarÃa se quedó unos instantes pensativa y, luego, se disparóâ: ¡Menudo rollo ha sido!
Olga la observó, asombrada. Esperaba cualquier comentario menos que la ausencia de su madre le hubiera resultado pesada. Pero MarÃa no le dio opción a meter baza. Siguió:
â... porque, claro, tú, mucha bandera lila por aquÃ, mucha bandera lila por allÃ, que si las mujeres no hemos alcanzado la igualdad real, sólo la legal, o sea, poco aún... Pero, a la hora de la verdad, te rajas, mamá.
MarÃa, la feminista, soltando el mitin de las seis. Lo que le faltaba a ella, que se caÃa de cansancio, que habÃa estado anhelando la paz de su casa. ¡¿Qué paz?!
La niña continuaba:
â... mucha teorÃa y, luego, eres la primera en claudicar. Te dejas avasallar por papá.
â¿Que yo me dejo avasallar por papá? ¿Pero de qué me hablas, MarÃa?
âTe hablo, por ejemplo, del zumo de naranja que le preparas cada mañana.
âPero ¿qué relación tiene el zumo de naranja con el feminismo? ¿Y todo ello con mi campaña en el Mediterráneo?
â¿Un zumito de naranja para el señor? Y vas tú y se lo preparas como si fueras su esclava y, entonces, pasa lo que pasa...
â¡Ay, MarÃa, qué mal entiendes los zumos de naranja! No tienen nada de servil, ¿sabes? Sà tienen mucho de afecto, de hacerle la vida más amable a tu pareja...
âPero lo mal acostumbras, lo conviertes en un inútil...
âPero ¡qué inútil ni qué niño muerto!, si él es quien nos prepara el desayuno por las mañanas.
âEntonces, ¿cómo te explicas que la abuela haya estado aquà metida casi todos los dÃas cuando tú no estabas? Desde luego, si es papá el que tiene que irse de viaje, tú te lo montas sola, sin la ayuda de nadie. ¿Sabes lo que es aguantar a la abuela durante tres semanas?
A Olga casi se le escapa una sonrisa que hubiese enfurecido más aún a su hija. Llevaba años sin convivir siquiera dos dÃas con su suegra. Desde que, para no tener que seguir yendo todos los veranos a su estupenda casa de campo, inventó, en aras de la paz familiar, la excusa de su trabajo. Una mentira tácitamente aceptada por Alberto.
â¡Un palo de mucho cuidado, la tÃa!
â¡MarÃa, ese lenguaje!
â¿Te figuras que respetó las listas de menús que colgaste en la nevera? ¡Qué va! Hizo lo que le dio la gana.
Olga levantó la ceja izquierda. ¡Menuda faena! Se preocupaba de dejarlo todo bien organizado para que, luego, la entrometida de su suegra fuese a desbaratarlo. Siempre inmiscuyéndose, tal como venÃa haciendo desde el principio. Olga no olvidaba la conversación mantenida con Patricia a pocos dÃas de su boda, durante la cual su suegra trató de impedir que se casase con su adorado Alberto.
âHay que hacerlo todo como ella quiere porque sólo hay una forma posible: la suya. ¿Quién hace los mejores macarrones del mundo, Albertito? La mamá, por supuesto. ¿Quién compra el jamón de Jabugo más rico del universo? Ella, claro. ¿Quién es la más guapa, la más elegante, la que tiene mejor gusto? Patricia, naturalmente... ¡Ay, MarÃa, nena!, tendrÃas que ser un poco más presumida, a ver si vas a salir a tu madre.
Al llegar a ese punto, Olga ya no habÃa podido contener la risa y habÃa estallado en carcajadas, causantes de auténticos tsunamis en la bañera.
âSÃ, rÃete, pero no sabes lo que ha sido tener que soportarla. Y no te cuento los fines de semana, cuando papá tenÃa que irse y nos quedábamos solos con ella.
Olga se puso seria de golpe.
â¿Papá tenÃa que irse?
âSÃ. Como anda de cabeza con el proyecto del ciclotrón, se marchaba el sábado por la mañana y no regresaba hasta el domingo por la noche.
â¡Vaya!
Olga estaba confusa. ¿Por qué no se lo habÃa dicho? Con tiempo, hubieran podido organizarlo de otro modo.
âBueno, basta ya, MarÃa. Me estás mareando âdijo Olga, poniéndose en pie para ducharse y lavarse la cabezaâ. No esperaba un recibimiento a base de cohetes y bengalas pero, francamente, tampoco este rapapolvo.
MarÃa se calló, subió los pies sobre el retrete y cruzó las piernas. Olga observó a su hija. Se parecÃan muchÃsimo las dos. A menudo, para hacerla rabiar, Olga le decÃa que era su clónica: los mismos ojos marrón oscuro, el mismo castaño dorado en el cabello âaunque la niña lo tuviera liso como su padreâ, la boca grande âcasi demasiadoâ, el cuerpo menudo y fibroso. Y sin embargo, con un carácter, en buena medida, distinto. Sentido práctico como Olga, por supuesto, pero la crÃa iba más allá del pragmatismo. Siempre sabÃa qué querÃa y cómo obtenerlo. Era capaz de arrollar lo que fuera con tal de alcanzar sus objetivos.
âDame el albornoz, ¿quieres?
Cuando ya estaban las dos en la habitación de Olga, y ésta se habÃa puesto el pijama y las zapatillas, entró Ãdgar.
âHola, mamá.
âHola, tesoro âdijo Olga, estrechando a su hijo entre sus brazos.
Ãdgar se tumbó en la cama al lado de su hermana.
âMarÃa, guapa...
â¿Qué te pica?
â¿Me cambias tu turno de poner la mesa por el mÃo?
âNi hablar, rico. Los sábados por la noche, como en general tú y ellos os largáis de casa, dais menos guerra. Asà que prefiero mi turno de sábado.
â¡Simpática!
âBueno, anda, vete a poner la mesa, Ãdgar. Y tú, MarÃa, ve a ayudar a papá a preparar la ensalada.
âEso. Un dÃa que llega pronto, que se ocupe él de la cena.
âMarÃa...
âBueno, vale, ya me callo.
âY calentad la tortilla de patatas que ha preparado Olivia.
Al sentarse a la mesa, les entregó los regalos. Alberto prestó algo de atención a su botella de orujo, menos a los comentarios de los niños y, desde luego, ninguna a la conversación que mantuvieron éstos con Olga. ¿Qué le estarÃa ocurriendo? A lo peor, el proyecto del ciclotrón habÃa resultado más complicado de lo que él habÃa creÃdo inicialmente. O tal vez la colaboración de Teresa no era tan impecable como cabÃa imaginar.
Después de cenar se instalaron los dos en el sofá. Olga sabÃa que no iba a tardar mucho en verse derrotada por el cansancio, pero querÃa darse el gusto de echarle un vistazo al periódico. ¡Ãsa era otra de las torturas de una campaña: el acceso a las noticias! Cada dÃa llegaba por télex un resumen de las tres más destacadas. Quién decidÃa qué era una noticia destacada y, sobre todo, qué la convertÃa en sobresaliente resultaba para Olga un misterio indescifrable. Aunque, por otro lado, el sistema se amoldaba al de los telediarios de las cadenas estatales. Alguien seleccionaba las informaciones para acabar convirtiendo ese espacio en un hÃbrido a caballo entre el
No-Do
,
El Caso
y
Marca
. Eso último era, quizás, lo más bochornoso. El tiempo dedicado al deporte, que, en definitiva, casi siempre se reducÃa al fútbol, resultaba desproporcionado no ya si se comparaba al invertido en cultura âinexistenteâ sino en relación a cualquier otra información importante, como las hambrunas en Ãfrica. Por no citar las inteligentes, instructivas y ponderadas respuestas de los entrevistados.
Efectivamente, no resistió ni un cuarto de hora.
âMe voy a la cama, Alberto.
âHaces bien. Buenas noches, que descanses âcontestó él mientras la besaba.
Olga pasó por las habitaciones de los niños.
â¡Ãdgar!
El chico no la oyó entrar. Olga no sabÃa si porque llevaba el walkman enchufado a los oÃdos o porque estaba durmiendo. Le sacudió suavemente un brazo. Ãdgar abrió los ojos con un ligero sobresalto.
â¡¿Qué haces tumbado en la cama?!
âPensar, mamá. Pienso el argumento de una novela.
âPero, bueno ¿no tienes trabajo del instituto?
âSÃ... Luego lo hago.
âLuego te habrás quedado frito.
âNo, mamá.
âAnda, por favor, ponte en marcha.
âAhora, mamá.
Cerró la puerta y Ãdgar seguÃa en la cama. Estaban en el mismo punto en que ella lo habÃa dejado al embarcar en el
Hespérides
.
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Â
¡Ojalá no hubiese aceptado su ofrecimiento!, se dijo Olga cuando, una vez más, fueron atrapados en esa maraña imposible que era el tráfico. Aunque, por otro lado, habÃa sido agradable que él lo propusiera. Ãse era su Alberto de siempre, quizás poco cariñoso, nada apasionado, pero amable y colaborador.
âEs más rápido en metro âno pudo dejar de advertirle, sin embargo, al darle un beso de despedida frente al instituto de Ciencias del Mar.
âBuenos dÃas, Mercedes âsaludó a la conserje-telefonista al atravesar el vestÃbulo por delante de su garita.
âBuenos dÃas. ¿Ya terminó la campaña?
Asintió con la cabeza mientras pasaba su tarjeta de identificación por la ranura junto a la puerta. Entró y se dirigió a su despacho. Lo habÃa echado de menos, como siempre que se ausentaba más de una semana. Sin embargo, cualquiera hubiera considerado una pérdida de tiempo sentir nostalgia por ese cubÃculo. Teresa la exquisita opinaba, incluso, que era arriesgado pasar tantas horas al dÃa en un sitio tan horroroso; forzosamente la fealdad embrutecÃa. Claro que tampoco su despacho en el hospital estaba decorado como un relais et châteaux... El despacho de Olga era una habitación relativamente pequeña, de paredes alicatadas como un baño, y una única y encumbrada ventana. Para ver el panorama, tenÃa que levantarse, y merecÃa la pena hacerlo varias veces al dÃa. El mar, con sus cambios de color, su agitación constante, sus brillos y sus sombras, tan pronto amable como furioso... ¡Qué suerte tienes, marrana!, la habÃa increpado Susana, la primera vez que fue a verla allÃ, recién instalada. Desde luego era una suerte. ¿Cuánta gente en una ciudad marÃtima como la suya podÃa trabajar en un despacho con vistas al mar? ¡No lo cambiaba por nada en el mundo!
Se sentó en su butaca funcional de oficina, fea pero cómoda. Encendió el ordenador. Mientras esperaba a que en la pantalla apareciesen los iconos del escritorio, contempló la pared de su derecha. Pegadas a los azulejos, como un reportaje de su vida profesional y de la de otras gentes del instituto, habÃa por lo menos medio centenar de fotografÃas y tarjetas postales. En la mayorÃa de esas fotos aparecÃa ella: en la cubierta del
GarcÃa del Cid
, en un camarote del
Hespérides
, en una zódiac por el mar de los Sargazos, subiendo a un helicóptero, caminando por un iceberg tabular en el mar de Weddell... Las postales se las habÃan mandado sus compañeros desde otros puntos del planeta.