Read Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX Online
Authors: Paco Ignacio Taibo II
Esta primera campaña es terrible, y al mismo tiempo, a los ojos de Larisa, tiene la belleza de lo imposible. La caída de Kazán destruye la amenaza de la Legión Checa y permite a la república bolchevique concentrar su poder en otros frentes.
Un serio historiador francés, J. J. Marie, no puede escaparse de la imagen al mirar con los ojos de la historia a Raskólnikov-Larisa: «Formaban una pareja de cine». Un contemporáneo deja la siguiente descripción de Raskólnikov: «Hermoso, de ojos azules, muy afeitado, tenía aspecto de ser un estudiante inglés, no un bolchevique ruso». Las fotografías muestran que en ese año Larisa tiene mucho pelo y tiende a tratar de esconderlo recogiéndolo en la cabeza, como si la larga melena le estorbara para ser mujer-cronista, testigo que tiene que pasar desapercibido para no ser personaje en la historia que otros hacen y ella cuenta. Enmascara pues la melena con rodetes. Bajo el pelo, una mirada maravillosa de ojos cercanos y una nariz afilada sobre labios ligeramente echados para adelante. Poco a poco se ha cambiado la blusa campesina rusa por la blusa blanca proletaria, los pantalones holgados de pernera ancha y el capote de marino. Trotski, que tiene una pluma hiriente, no ahorrará elogios en sus memorias para la joven Larisa: «maravillosa mujer», «figura de diosa olímpica», «fina inteligencia aguzada de ironía y la bravura de un guerrero». Y así debe de haber sido vista por los dos mil marineros de la flota que la adoraban.
El invierno hace que la flota se repliegue a su base en Nizhni Nóvgorod. Larisa continúa trabajando con Raskólnikov, con los comisarios políticos de la flota, hasta que el 18 de diciembre de 1918, en una incursión desde la base de Kronstadt a bordo del
Spartak
, Fiódor Raskólnikov topa con una escuadra de cinco cruceros ingleses ligeros; al huir se destruye la hélice del torpedero cuando choca con unos arrecifes y los británicos lo capturan frente a Revel.
Larisa, desesperada, trata junto con Sklovski de montar un golpe de mano para liberarlo utilizando carros blindados, porque piensa que los ingleses lo van a fusilar. Está en ello cuando los británicos hacen desaparecer a Raskólnikov, luego se enterará de que ha sido llevado a Inglaterra. Larisa tiene veintiséis años, ha vivido el inicio de una guerra que parece interminable, y se ha quedado sin su compañero. ¿Cómo son esos meses en estas nuevas angustias y desvelos? ¿Cómo se vive pensando que van a fusilar al hombre del que estás enamorada? ¿Lloran los comisarios políticos en la soledad de la noche?
Encerrado en la prisión de Brickstone, en Londres, Raskólnikov pasará allí cinco meses, hasta que es canjeado por prisioneros ingleses en mayo de 1919.
Larisa trabaja en el comisariado de la marina de guerra; tiene la delicada tarea de actuar con los ex almirantes zaristas que han aceptado colaborar con el ejército rojo.
A su salida de la cárcel, Raskólnikov se hace cargo de la flota del Volga y emprende de inmediato la segunda campaña contra Denikin. Larisa sube de nuevo a la cubierta de las cañoneras. Viajan combatiendo con la flota desde Astraján hasta lograr la liberación de Enzeli.
Al final de la guerra civil, la pareja «de cine» es enviada a cumplir una delicada misión diplomática en Afganistán, donde una guerra subterránea se libra entre los soviets y el imperio británico, que ya ha enfrentado tres guerras en territorio afgano para controlar a las tribus y que ahora vigila con desconfianza a un emir con veleidades antiimperialistas que coquetea con los rusos.
¿Qué guardan los archivos del Foreign Office inglés sobre el paso de Larisa y Raskólnikov por Kabul? ¿Qué mezcla de chismes palaciegos, informes de sirvientes, diplomáticos que vendieron el alma, rumores, recogen los informes confidenciales?
Larisa dirá, con un tono en el que por abajo asoma la burla, que una de sus tareas era influir en las varias esposas del emir.
Comienza a escribir. Primero una serie de crónicas de color que se reunirán en un pequeño volumen que habrá de llamarse
Afganistán
: viñetas, reportajes, parodias, algunas crónicas pintorescas, de costumbres, de usos. Habrá en el libro una doble voz, la de la narradora y la de la narradora que se revela a través de lo narrado. En una nota de color sobre una fábrica llamada «la casa de las máquinas», no sólo describe las penurias y miserias de la industrialización del atraso, el capitalismo mezclado con la barbarie, «por mitades feudal y europeo»; también incluye una sorprendente visión sobre «el Oriente, que es todo él, una tierra muda […] huidizo y mutable, pero inmóvil en el movimiento, sí, quieto como la muerte». ¿De qué habla Larisa? ¿Del país, del paisaje, de su estado de ánimo?
En otra de sus crónicas dice: «Ya estaba una harta de tanto funcionario afgano y de tanto extranjero cortés y amable, de tanto correcto inglés con la sonrisa siempre a mano», y se ríe de las «nubes de espías que pasan zumbando en todas direcciones», y se ríe de nuevo del emir, que es un vicioso de las apuestas y que llevará el vicio a apostar cuándo se caerá una copa, cuántos ciclistas vendrán en esa comitiva…
Larisa estaba hastiada; no se pasa fácilmente de las situaciones límite de la guerra civil al lento mundo del espionaje y la diplomacia en un país clavado en el pasado. La historia se estaba haciendo en otra parte, con otros hombres, pero las danzas guerreras le fascinaban; quizá el único tema que arranca el calor en sus artículos es cuando reseña los bailes guerreros de afridis y vasirios, que danzan incendiando, combatiendo sombras, peleando contra los fantasmas de los ingleses muertos en las tres guerras afganas; entonces Larisa vibra con ellos.
En esos días de aparente calma es cuando Larisa encuentra el tiempo necesario para revisar sus vivencias de la guerra y escribe no sólo las notas de
Afganistán
, también las memorias de la guerra en la flota del Volga que habrán de reunirse en un libro:
En el frente
.
Y su vida con Raskólnikov es un desastre. Un anónimo bolchevique habría de registrar en su diario: «Sus amoríos con un príncipe afgano se habían hecho públicos en todo el mundo y habían colocado al embajador soviético en Afganistán en una posición embarazosa». Incluso su amiga Elizabeth K. Poretski se hacía eco de la historia: «Corría el rumor de que durante su permanencia en Bujara [era en Kabul] había tenido numerosas aventuras con oficiales británicos, a los que iba a visitar a su acuartelamiento, desnuda bajo un abrigo de pieles».
Hasta una sociedad tan liberal como la nueva sociedad soviética, donde la búsqueda de los caminos para romper los viejos modelos de la vida se ampliaban liberalmente al mundo del sexo y desde luego del matrimonio, no estaba exenta de puritanismo y desde luego de amor por el chisme. Las historias más fantásticas han de perseguir a Larisa en la URSS. La calumnia vuelve a encontrarse en el centro de su vida como cuando su padre había sido acusado de colaborador de la policía.
Larisa aclarara luego a sus compañeros que «el autor de esos rumores era Raskólnikov, cuyos celos eran de una violencia sin límites. Me mostró una cicatriz en la espalda, que le habvenca quedado de un latigazo que él le había dado».
Haya elementos de verdad en una u otra versión (y lo siento, Larisa, la distancia y la desinformación no son buenos compañeros para la precisión narrativa, y además no me molesta que te hayas llevado a la cama a todos los príncipes afganos y a todos los caballeros británicos que se hayan cruzado en tu vida), la realidad es que estas historias han de perseguirla como una sombra. Y me hubiera gustado que estas historias las hubiera puesto en el papel, y hubiera contado cómo el calor y el polvo desgastan a una pareja «de cine», y el aburrimiento destruye los amores. Pero habrá que quedarse con rumores, desmentidos y calumnias y que puritanos y licenciosos adopten sus versiones. El caso es que rompe con Raskólnikov y regresa a la URSS rodeada de rumores de que lo ha hecho bajo una amenaza de expulsión diplomática.
Se publican los libros. Larisa muestra una visión propia y nada hagiográfica de la revolución y sus líderes; el mismo Lenin es tratado como igual entre iguales en una de las parodias que hace de sus contactos con un financiero norteamericano: «El gnomo riéndose de las quimeras de los hombres». Hay cariño, pero una cierta irreverencia, cuando lo retrata: «Los ojos tártaros y un poco oblicuos».
En su retorno a la URSS siente cambios que no entiende claramente, se ha abandonado el comunismo de guerra y se ha instaurado la nueva política económica que protege a los campesinos medios; descubre fenómenos de intransigencia, corrupción y abuso del poder. Rádek cuenta: «Todo el verano está inquieta y mira a su alrededor con una íntima aprehensión», y luego se pregunta en su nombre: «¿Alcanzará la podredumbre al organismo del partido?»
Su padre tiene problemas: había sido redactor de la Constitución soviética y publicó artículos sobre los peligros de la concentración del poder en un partido único. Retornan las viejas calumnias de que había sido colaborador de la Ojranka zarista. Sus artículos han provocado malestar y se le sanciona por «conducta indigna de un miembro del partido».
En septiembre de 1923 Larisa se entrevista con Karl Rádek y le pide que la envíe a Alemania, donde se encuentra en estos momentos el centro de la revolución mundial. Los rumores en Moscú dicen que Rádek se ha enamorado locamente de ella y la persigue con tesón. Un nuevo chisme alimenta las calderas del rumor de la ciudad que no por revolucionaria deja de ser pequeñamente provinciana.
Karl Rádek tiene treinta y ocho años cuando se encuentran. Es un personaje que suma todas las contradicciones: judío polaco formado en el catolicismo y en el nacionalismo polaco, pero uno de los precursores del internacionalismo antibélico zimmerwaldiano; organizador del movimiento obrero desde la adolescencia, ligado al Partido Comunista polaco, al alemán y al ruso. Un hombre de choques y contrastes, de izquierda radical, pero dado a la negociación de los principios, ambivalente; directo y dado al ejemplo vulgar, pero enciclopédico. Una descripción de la época precisa: «tenía la apariencia de un extraño cruce de profesor con bandido»; feo, cabezón, de barba rojiza, dientes amarillentos por los puros o la pipa que fuma constantemente, vestido habitualmente con traje de paño marrón y polainas, que ha hecho su uniforme, en el 23 es el dirigente de la Internacional Comunista y responsable en buena medida de sectarismos, aventuras, virajes políticos, delirios insurreccionales y sensatas desesperaciones.
No sé si la relación entre Larisa y Rádek, este extraordinario personaje que bien se merece una novela, se origina en Moscú o en Alemania, pero en los próximos años han de vivir juntos como pareja. El hecho es que ambos se encontrarán en los próximos meses en Berlín, Rádek estimulando un proceso insurreccional cuyos primeros actos Larisa descubre en Dresde cuando arriba el 21 de octubre de 1923, justo en el momento en que las tropas de los cuerpos francos, los restos del militarismo, dirigidos por Müller, destruyen la huelga general en Sajonia.
Cuando el 24 de octubre se inicia la insurrección de Hamburgo, Larisa quiere marchar de inmediato hacia allá. Rádek se lo impide; no sólo es extranjera, sino soviética y se encuentra ilegal en el país. Larisa en Berlín lleva vida clandestina, se mueve un poco más en la calle que Rádek, obligado a la reclusión, pero se ve forzada a rehuir a la organización comunista que se encuentra en la clandestinidad. Camina, observa, visita el Reichstag, se ríe de los parlamentarios conservadores, hace un retrato desesperado de la miseria urbana, la brutal inflación, las muertes de hambre, el desempleo. Asiste a mítines y manifestaciones, incluso narra la vida de la hija de unos obreros acomodados y su paseo por el zoológico.
Producto de este mes, surgen cuatro reportajes que cobrarán más tarde la forma de un folleto,
Berlín, octubre de 1923
. Su prosa se afina, combina el análisis político muy a la manera de Trotski con las habilidades de la descripción naturalista de Zola, el sentido del humor, la creación de micropersonajes, la revelación de atmósferas; y es dura, ortodoxamente dura: la socialdemocracia conciliadora es el obstáculo fundamental para la revolución alemana; la revolución socialista es la única salida para un país destruido por las cargas de la posguerra y la crisis económica.
Finalmente, Larisa no resiste y viaja hacia Hamburgo a la búsqueda del mito de la reciente revolución de sesenta horas que dio a los obreros comunistas el control de la ciudad.
Camina por las calles, observa el mundo industrial, visita a los obreros escondidos, asiste a los juicios, entrevista a las esposas de los detenidos. Al principio le cuesta trabajo entrar; en cuanto se rompe la desconfianza accede a conversaciones y materiales. Llena cuadernos de notas, llena la cabeza de humo, reconstruye, toma partido. Regresa a la Unión Soviética y se entrevista con Hans Kippenberger, uno de los dirigentes de la revolución que ha logrado fugarse. Compara sus notas con la memoria del militante, revisa, escribe.
Surge
Hamburgo en las barricadas
, el que habría de ser su libro más importante. Una narración de la insurrección, que no desprecia un largo prólogo donde las cicatrices en los edificios hanseáticos, las gigantescas grúas de los astilleros, las calles de las putas, los barrios obreros, los bares, los tranvías, los horarios, las mujeres, las frases en dialecto, van construyendo el marco de la aventura del partido comunista, con una clase obrera cada vez más irritada, más agresiva y rabiosa.
Larisa no sólo se enamora de los hombres de la insurrección, y de la insurrección en sí misma, a pesar del fracaso; también se enamora del mundo industrial, del ambiente portuario, del olor a arenque y a queso; en medio de esta historia y de los obreros que la protagonizaron está en casa. Y como siempre, contar es fijar en la memoria, construir lo que se niega, lo que se olvida: «Dos o tres días, o dos o tres semanas después, junto con los periódicos hechos jirones y los carteles hechos guiñapos, arrancados a punta de bayoneta o deslavados por sucios chorros de lluvia, el breve recuerdo de las batallas callejeras, las revueltas avenidas y los árboles lanzados como puentes a través de calles como ríos y callejones como arroyos, también se diluye. Las puertas de la cárcel se cierran tras los convictos en tanto que otros compañeros de lucha, expulsados de las fábricas, se ven obligados a buscar trabajo en otra ciudad o en un distrito lejano; los que están desempleados después de la derrota se refugian en los escondrijos más distantes y anónimos, las mujeres permanecen calladas y los niños, precavidos ante las preguntas zalameras de la policía secreta, lo niegan todo. Así pues, la leyenda de los días del levantamiento se esfuma».