Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (16 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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El trabajo se edita fragmentariamente en revistas, y en un libro finalmente a lo largo del año 1924.

IX

De nuevo en la Unión Soviética, trabaja con Trotski en la comisión para el mejoramiento de los productos industriales. Pero necesita volver a los caminos, la sangre caliente del reportero la domina.

¿Dónde se gesta la revolución? ¿Dónde están los cambios? En el mundo industrial, en las fábricas y las minas, lejos de la burocracia de Petrogrado y Moscú. Durante meses viaja a los Urales, a la cuenca carbonífera del Donetz, a las minas de platino de Kytlym, a las fundiciones, a las textileras de Ivanovo; duerme en trenes, en las minas, en los locales sindicales, van saliendo reportajes que luego cobrarán cuerpo en
Carbón, hierro y seres humanos
.

Es una visión sorprendente, lejos de la propaganda, de la que no están exentas las leyendas populares, las viejas historias, las críticas brutales a la manera de vivir de los trabajadores, o la falta de cuidado contra los incendios forestales; cuenta epidemias, errores burocráticos, hazañas casi imposibles. Narra un mundo que en apariencia puede parecer árido y bajo su pluma se vuelve apasionante. Habla de fundidores con nostalgias agrarias que odian al partido comunista, y de cuadros del partido castigados por error que siguen en la primera línea. Construye personajes secundarios inolvidables, hombres imposibles que juegan con fuego, que se quejan amargamente de que entre el soviet y la mina han acabado con su vida a los cincuenta y tres años, pero que permanecen en el centro de la vorágine por un sentido del deber difícil de explicar. Habla de logros industriales y también de fracasos y vuelve a su fascinación por el mundo industrial, compone páginas maravillosas donde el hierro es personaje de la narración y goza la descripción de los martillos gigantes de las laminadoras.

Y la pluma no tiembla cuando critica la política del avance a saltos, mientras se descuidan las condiciones de vida de los trabajadores. Cuenta desde dentro, sin dudar al tomar partido, pero sabe que la adulación y la propaganda son malos sustitutos de la verdad del reportaje.

El libro será escrito en Leningrado, donde vive con Rádek, que ha sido excluido de la dirección de la Internacional Comunista responsabilizado por el fracaso de la revolución alemana.

X

A mediados del 24 retorna a Moscú, luego viajará nuevamente a Alemania y escribirá
En el país de Hindenburg
, una reseña de color del capitalismo, con una visión esperpéntica, tocada a veces de surrealismo. Empieza describiendo los monopolios de la prensa, luego revisa el mundo industrial a través de la historia de Junkers y sus empresas bélicas reformadas. Larisa no puede esconder su fascinación por la técnica, su amor por las máquinas, aunque sean bélicas. Y su tono burlón se filtra a veces de encanto en la descripción. Pero estas notas son fundamentalmente material de propaganda y retoma el aliento para maldecir el capitalismo salvaje del renacimiento alemán con su mejor prosa.

En el país de Hindenburg
se edita en 1925, primero en revistas y luego como pequeño libro.

Apenas ha terminado el trabajo cuando comienza a laborar en un libro sobre los decembristas y una serie de conferencias sobre la revolución de 1905; así como una serie de retratos sobre Tomás Moro, Babeuf, Münzer, Blanqui.

En 1926 cae enferma de tifus, su condición física no es buena, está minada por las viejas fiebres de malaria que había adquirido en Afganistán.

Su enfermedad se produce en el momento del ascenso de la derecha en el partido. Stalin y Bujarin comienzan a construir el aparato burocrático que se convertirá poco después en el instrumento de la represión contra su propio partido. La república de los soviets y de los bolcheviques, que ha excluido en los últimos años a mencheviques, a socialrevolucionarios de derecha, de izquierda, a los anarquistas, camina hacia la dictadura unipersonal de Stalin. Larisa se encuentra capturada entre la enfermedad y el exilio de todos los exilios, el exilio interior.

La enfermedad parece ceder, comienza a reponerse, pero las fiebres retornan. Rádek cuenta: «Hizo el voto de luchar por la vida hasta el final y sólo abandonó esta lucha cuando finalmente quedó inconsciente». Muere en el sanatorio del Kremlin el 9 de noviembre de 1926, cuando tenía treinta y cuatro años.

Sosnovski resume en la hora de su muerte lo que veían en ella sus contemporáneos: «Una pasión salvaje por la vida».

Pero quizá su salida del escenario político haya sido una bendición, sus amigos y personajes, sus esposos y camaradas habrán de desaparecer en los próximos años tragados por la vorágine estalinista:

Trotski será asesinado en su exilio en México; Liev Sosnovski desaparecerá en los campos de concentración; Raskólnikov, el mismo año de la muerte de Larisa, será separado de sus actividades dentro de la Internacional Comunista, y aunque en la lucha interna se alinea con Stalin, en el 37 sus libros pasan a la lista de prohibidos, estando en Francia no retorna a Rusia y envía una carta abierta a Stalin acusándolo de haber traicionado la revolución española. Muere en Niza el 39, de una manera muy extraña.

Como recuerda Richard Chappell en sus notas a
Hamburgo en las barricadas
, los seis hombres que portaron el ataúd de Larisa habrían de caer de una u otra manera víctimas de las purgas: Rádek, asesinado después de los procesos del 37; Lashevich morirá en un accidente en Siberia tras haber sido expulsarlo del partido; I. N. Smírnov será fusilado tras los procesos de Moscú; Enukidzé será fusilado tras un proceso secreto en el 37; mejor suerte corrieron Boris Volin y Boris Pilniak.

Remmelé, el líder del partido comunista alemán que protagoniza
Berlín, octubre 1923
, y Karajan, el diplomático que es figura central en el artículo «Krupp y Essen», cayeron también en la matanza estalinista; Hans Kippenberger, el dirigente de la revolución de Hamburgo, fue detenido en el 36 al descender de un tren en Moscú y ejecutado.

Larisa no estuvo allí para contarlo y para correr la suerte de sus amigos y compañeros.

Sebastián San Vicente, Un nombre sin calle (una versión maileriana)

I

La historia como novela: en 1981 reuní los escuetos datos que había conseguido sobre un singular militante español que había intervenido en la formación de la izquierda mexicana de los años veinte; era un material francamente escaso, que no dio para más que para una breve biografía de seis cuartillas. Es ésta:

El 15 de febrero de 1921, en un ambiente festivo, se inauguró en el auditorio del Museo de Antropología de Ciudad de México el congreso de los sindicalistas rojos, que habría de dar nacimiento a la Confederación General de Trabajadores (CGT), la central obrera en que se sumaban voluntades de todos aquellos que no creían en la conciliación ni en el perdón, que creían que entre las clases sociales opuestas sólo podía haber guerra y que pensaban que la Revolución mexicana, cuyos últimos efectos militares se habían producido unos meses antes con el golpe de los caudillos militares norteños contra el presidente Carranza, se había quedado huérfana de programa social, estaba muerta, difunta y enterrada.

En el museo se reunían delegados de pequeños grupos comunistas, anarcosindicalistas y sindicalistas revolucionarios, que pretendían crear una organización de choque ante el sindicalismo domesticado y prohijado por el nuevo gobierno bajo las siglas de la CROM [Confederación Regional Obrera Mexicana].

Terminaba la revolución agraria, pero el mundo enviaba señales de otro tipo de revoluciones, aquellas del programa maximalista, de todo el poder a los trabajadores; se vivía la era de la Revolución soviética, de la revuelta alemana, de los consejos obreros de Turín, de la guerra social española. Todo parecía posible. Entre los delegados, un español de ceja espesa y nariz prominente destacaba por feo, por fuerte, por necio. Representaba a los comunistas de Tampico, a pesar de que era un declarado anarquista. Sus intervenciones en el congreso iban desde la pedagogía: «Todas las cosas en la naturaleza están sujetas a una ley irrefutable, que es la siguiente: todo nace, crece, se desarrolla y muere, pero la materia nunca desaparece», hasta la poética del tremendismo social: «La única patria es el suelo que uno pisa y la gente que a uno lo acoge para incendiarlo». Entre estas dos retóricas se movía San Vicente.

Uno de los pocos narradores que dejaron constancia del congreso, José C. Valadés, lo describe de la siguiente manera en dos líneas: «Se golpeaba a sí mismo con el espíritu de violencia, aunque había en él tolerancia en el orden de las ideas. Era anarquista, pero contemporizaba con los comunistas».

Al final del congreso, San Vicente fue electo subsecretario de la CGT y partió a Tampico a dar noticia a sus representados de lo que había sucedido, para después reintegrarse al comité en Ciudad de México.

Reconstruir su biografía previa no era fácil. A los veinticinco años, Sebastián San Vicente había rodado mundo de una manera muy peculiar. Parece ser que era originario de Guernica, en el País Vasco español; parece ser que se decía que era hijo de una familia acomodada y que de alguna manera había roto con ella. Se había tornado un vagabundo, y lo había hecho a la manera anarquista, sembrando ideas, llevando motines, participando en los enfrentamientos de clase donde quiera que los encontró. De lo poco que alguna vez contó y de lo que los papeles de la policía, muchas veces llenos de exageraciones, contaban, se podía reconstruir una parte de su historia política:

En algún momento de su juventud se hizo mecánico naval, tras haber sido marino y fogonero. Además del español y el vasco hablaba inglés y francés. Navegó por la costa Este de Estados Unidos y vivió un tiempo en Nueva York. Militó en los campos anarquistas y con los Industrial Workers of the World (IWW). Fue acusado de haber tratado de dinamitar el
Mayflower
en el que el presidente Wilson regresaba de Europa. De la lectura de los archivos del naciente grupo de Edgar Hoover en el Departamento de Estado, que luego sería el FBI, se deducía que la información sobre San Vicente era una mezcla de paranoia estatalista con montaje propagandístico.

Cuando trataron de arrestarlo se fugó a Cuba oculto en un vapor. De su estancia en Cuba se sabe muy poco, que se dedicó a la propaganda y viajó como organizador de un grupo clandestino conocido como «Los soviets», que estuvo implicado en actos de sabotaje contra barcos mercantes y que dejó un proceso judicial pendiente en Cárdenas porque se le escapó a la policía. Quedan vagas noticias de que fundó la filial de los IWW en Matanzas, que habría de tener vida efímera. Al fin, cuando el cerco se cerraba sobre él, viajó de polizón en un barco petrolero y entró ilegalmente a México por Tampico a fines de 1920.

Después de su labor en Tampico y de su paso por el congreso de la CGT, regresó a Ciudad de México y colaboró en la integración de la Internacional Sindical Roja con militantes de otras tendencias, como el ala izquierda de la CROM, la juventud comunista y los IWW; fue una labor efímera porque a pesar de los buenos esfuerzos de este grupo de militantes, las diferencias entre las corrientes provocaron la ruptura.

Como subsecretario de la CGT se dedicó a apoyar a la organización en la zona textil de Atlixco. Escasean las noticias sobre sus intervenciones en particular, aunque abundan las noticias de un movimiento con el que combatió el desempleo pistola en mano, tomó haciendas y enfrentó violentamente a los grupos de esquiroles organizados por la patronal y la Iglesia.

No duró mucho su actividad. El 17 de mayo el gobierno del general Obregón, con un pretexto cualquiera, arrestó a doce militantes extranjeros de la dirección de la CGT, el PCM y los IWW y anunció su deportación.

San Vicente fue detenido junto con el norteamericano Frank Seaman (representante de la Internacional Comunista en México) y gracias a las presiones de algunos sindicatos fueron deportados hacia el sur, en lugar de hacia Estados Unidos, donde ambos tenían procesos pendientes: San Vicente por el mítico intento de atentado contra Wilson y Seaman por estar prófugo del servicio militar.

Enviados a Guatemala por mar, vía Manzanillo, Seaman y San Vicente se dedicaron en cuanto llegaron al trabajo de organización; participaron en reuniones de sindicatos de panaderos, estimularon redes de distribución de prensa y los enlaces de los grupos de izquierda con las organizaciones mexicanas. Un par de meses después, cruzaron clandestinamente la frontera a pie y regresaron a Ciudad de México.

A partir de ese momento, San Vicente tomó el nombre de Pedro Sánchez,
el Tampiqueño
.

Bajo ese seudónimo se supone que actuó en los enfrentamientos contra policías y bomberos en la huelga de los talleres de un centro comercial, El Palacio de Hierro, y en la gran huelga tranviaria de 1922, pero no hay datos concretos que permitan confirmarlo.

En agosto de ese año, la CGT acusaba al Partido Comunista de haber revelado su situación a la policía. Parece ser que en medio de un violento conflicto ideológico que terminó con la escisión del sindicato panadero de la CGT, la prensa comunista reveló la participación de San Vicente en el debate. El hecho es que San Vicente tuvo que pasar de nuevo a la clandestinidad.

En enero y febrero de 1923, la federación tranviaria del D. F. dirigió un violento movimiento huelguístico contra la compañía de tranvías. El gobernador del D. F., el cromista Gasca, lanzó contra los tranviarios no sólo a las fuerzas policíacas y al ejército, sino que también impulsó el surgimiento de un grupo de esquiroles. Los choques abundaron. El primero de febrero, las autoridades trataron de poner los tranvías nuevamente en la calle, y cuando uno de ellos manejado por esquiroles y con escolta militar pasaba por la calle de Uruguay, donde estaba el local de la CGT, los rojos bloquearon el tráfico y comenzaron los disparos. Poco después el ejército intervenía ampliamente, y los cegetistas (pocos de ellos armados) levantaban barricadas y se defendían en su edificio sindical. Tras una hora de tiroteo contra doscientos soldados armados con rifles, los huelguistas se vieron obligados a rendirse y un par de centenares de ellos fueron detenidos.

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