Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (33 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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Nací el 22 octubre de 1896 en Haifeng, a menos de doscientos kilómetros al este de Cantón, en la provincia de Kwantung, al sur de China. Me habré de llamar Peng Pai aunque nací con el nombre de Peng Han Yu, que cambiaré en mi adolescencia. A la muerte de mi padre, sucedida cuando tenía diez años, mi abuelo tomó el control de mi vida y mi crianza, me rodeó de maestros, tutores y vigilantes; decidió que yo era inteligente y que debería serlo más.

Mi abuelo era el dueño de la vida, del destino, del futuro y sobre todo del presente, de mil quinientos campesinos pobres y sus familias. Él decidía dónde vivían, si se podían casar, cuándo sembraban y qué, cuándo podían hacer fiestas y cuándo era el sol el que determinaba el fin de la jornada. Mi abuelo pensaba que éste era el orden natural de las cosas. A mí me llevará algunos años comprender el significado de estas historias, y varios más rebelarme frontalmente contra la esclavitud agraria. Hacer de esa rebelión destino.

En 1912, a los dieciséis años, siguiendo las tradiciones feudales, mi familia decidió casarme con una adolescente de la burguesía local, Tsai Su-ping. Poco después del matrimonio se produjo el primer choque serio con mi familia, lo habitual habían sido los naturales enfrentamientos de un joven rebelde con un mundo conservador y cerrado, que negaba respuesta a las preguntas y que imponía como solución la fuerza de la costumbre. Me negué a que Su-ping siguiera la tradición y deformara sus pies con vendas, convirtiéndose en una inválida. Los campesinos no lo hacían, sus mujeres eran compañeras de trabajo en el campo, entre los Haka no existía tan absurda costumbre. Me opuse firmemente y lo logré; no sólo eso, sino que, tras quitarle las vendas, nos mostramos frecuentemente en público en las calles de la aldea tomados de la mano y comencé a enseñarle a leer. No quería por compañera a una esclava de lujo. Nuestra actitud causó escándalo, sensación y molestia entre la oligarquía agraria.

Crecí en un país en revolución en el que el viejo régimen feudal saltaba en pedazos en lo político pero se preservaba en lo económico y se anclaba fieramente en el pasado en las costumbres; un régimen que se negaba a morir y que conservaba y conservaría durante muchos años los tristes lazos coloniales del pasado. Crecí en un mundo dominado por noticias lejanas de triunfos y reveses de señores de la guerra que dominaban provincias enteras, en un país que aparentemente era infinito y cuyos males parecían incorregibles.

Mis rebeliones se limitaron en aquellos primeros años a combatir los símbolos. Me negué a dejar de pensar y un día destruí con un cincel la estatua que querían inaugurar en Haifeng de un caudillo militar al que yo no tenía ningún respeto.

En 1917, a los veintiún años, fui a Tokio a estudiar un año en la academia Seijo; luego estudiaría economía política en la Universidad de Waseda. Lo hice con una beca del gobierno del señor de la guerra local, Chen Chiu-ming, que daba mucha importancia a la educación de los hijos de las clases superiores, porque veía en ello la clave de la modernización de China. Mi familia se opuso y se negó a colaborar en los gastos, de manera que en Tokio llevé la vida de un estudiante pobre.

En el mundo estudiantil japonés había una cierta efervescencia y simpaticé con grupos socialistas y agraristas que veían en la destrucción del feudalismo japonés la clave del cambio y desarrollo de su país. Entre en contacto con una sociedad mucho más moderna y al mismo tiempo tan peligrosa como la nuestra en materia de tradiciones conservadoras, pero rodeado de jóvenes que creían en el futuro y que tenían una conciencia política que a mí me faltaba. Con mis compañeros oí hablar por primera vez de sindicatos campesinos y comunas agrarias. El 4 de mayo de 1919 fue el día en que se inició el nacimiento de la nueva China cuando en la zona más desarrollada del país, los puertos del sur, se desarrollaron potentes movilizaciones y huelgas estudiantiles en protesta contra el Tratado de Versalles, que cedía las concesiones alemanas, verdaderos reductos coloniales extranacionales en nuestros puertos, a los japoneses, sin considerarnos ni tomarnos en cuenta a los chinos. Esta oleada de huelgas y manifestaciones estudiantiles, que arrastraron a trabajadores y pequeños comerciantes fue, en cierta medida, el nacimiento de la conciencia de la nación.

En Japón, los estudiantes chinos que nos encontrábamos estudiando allá salimos a la calle y el 7 mayo fui herido por la policía en la cabeza y las costillas cuando participaba en una demostración. Un centenar de compatriotas resultaron heridos por los japoneses ese día.

En julio de 1921 me gradué y retorné a China. Viajé a Cantón, donde casualmente entre en contacto con Chen Tu-hsiu, quien había participado hacía muy poco en la formación del Partido Comunista chino, creado al calor de la Revolución soviética por una docena de estudiantes y profesores de Shanghai y Pekín, y que me ofreció un porvenir luminoso de compromisos y sufrimientos al servicio de la causa de los pobres. En aquellos momentos yo estaba listo para poner mi vida en juego, sólo necesitaba que la causa valiera la pena. Concordamos en que mi militancia sería clandestina y que debería promover en Haifeng el estudio del marxismo, con algunos de cuyos textos ya había tomado contacto en Japón.

Un par de meses más tarde había creado en mi tierra natal un pequeño grupo de estudiantes organizados en la «Sociedad para el estudio del socialismo» y publique en el periódico
Nueva Haifeng
un artículo, «Llamado a todos mis conciudadanos», en el que de manera muy general señalaba las virtudes de una sociedad que aboliera la propiedad privada, la ley, el gobierno, el Estado.

El primero de octubre de 1921 Chen Chiu-ming, el señor de la guerra local, me nombró director de la oficina de educación de Haifeng.

Conociendo el mundo agrario como lo conocía, sabía, aunque de una manera muy inocente, que la educación podía romper la primera cadena que nos ataba a la esclavitud, a los campesinos y a los jóvenes hijos de los terratenientes. Este trabajo con el señor de la guerra no era contradictorio con mi reciente posición política. En mis primeros días de labor no me limité a impulsar el desarrollo de las escuelas y a vigilar la calidad de enseñanza, también incorporé a los estudios la gimnasia, la ópera y las danzas tradicionales.

Mientras tanto impulsé con algunos compañeros una revista llamada
El Corazón Sincero
que se autoproclamó voz de obreros y campesinos, aunque estaba manufacturada solamente por estudiantes, y no había obreros y campesinos en Haifeng que supieran leer. Nuestra revista se enfrentó acremente al periódico oficial.

El primero de mayo de 1922 organicé una obra de teatro y un gran desfile con los adolescentes de la escuela secundaria. La marcha iba precedida de una bandera roja y pancartas a favor del bolchevismo, címbalos, tambores y cohetes. No logramos que nos acompañara ningún obrero o campesino. Fue muy infantil y sólo logró que se creara una fuerte reacción contra mi persona.

Pocos días más tarde los terratenientes presionaron, comenzaron a correr el rumor de que mis objetivos eran la introducción del comunismo y la nacionalización de las mujeres. Una delegación tras otra se acercó a Chen Chiu-ming con quejas. A causa de esto fui despedido el 9 de mayo. Había durado siete meses en mi cargo. En cierto sentido, me sentía liberado.

II

El partido entonces propugnaba que sus militantes promovieran círculos de estudio y se uniera a los obreros estimulando el surgimiento de sindicatos, pero yo intuía que la revolución nunca podría desarrollarse en China, y mucho menos en Haifeng, si no destruía la esclavitud agraria. Decidí entonces salir a trabajar al campo.

«Es una pérdida de tiempo y energía —me dijeron mis amigos de Haifeng—. Los campesinos están asustados y no pueden ser organizados. Además son tan tímidos que no se puede hacer propaganda entre ellos».

Me quedé solo, aquellos socialistas primerizos no creían en los campesinos. Cuando se dieron cuenta en mi casa de que pretendía organizar un movimiento campesino, todos los miembros de mi familia, hombres, mujeres, viejos y jóvenes, con la excepción de dos hermanos, que se negaron a dar su opinión por el momento, me odiaron con violencia. Mi hermano mayor pareció que iba a matarme. Pero no le hice caso.

A fines de mayo decidí realizar mi primer intento y me detuve en las afueras de una villa en el distrito de Chishan. Estaba usando un traje de estilo extranjero, del tipo que usualmente llevan los estudiantes, y un sombrero redondo de paja. La primera persona que encontré fue un campesino de unos treinta años que estaba murmurando cerca de un montón de estiércol.

«—Siéntese, señor —dijo sin dejar de trabajar—. Ha venido por los impuestos, supongo, porque aquí no tenemos teatro.

»Me apresure a responderle.

»—No vengo por los impuestos. Sólo quiero hacerme amigo de los campesinos. Sé qué dura es la vida para ustedes. De manera que pensé... bueno, podríamos hablar de cosas.

»—Oh, sí, es muy dura, pero ése es nuestro destino. Tome una taza de té, señor, por favor, pero no tenemos tiempo para hablar. No se enfade con nosotros, por favor.

»Y con estas palabras el campesino se fue.

»Después de un rato, un joven de veinte años se acercó. Parecía más brillante que el anterior, comenzó a hacerme preguntas.

»—¿A qué batallón pertenece? ¿En qué trabaja? ¿A qué ha venido aquí?

»—No soy oficial ni empleado público —repliqué—. Soy un estudiante, sólo he salido para dar un paseo y conocer a alguno de ustedes.

»El joven se rió.

»—Oh, no somos buenos, muy mala compañía para un caballero de cualquier modo. ¿Quizá quiera tomar una taza de té?

»Y él también, como el primer campesino, huyó sin mirar alrededor. Quise decir algo más, pero no podría oírme».

Estaba muy enfadado, recordaba lo que me habían dicho mis compañeros y mi ira crecía aún más. Me fui al siguiente pueblo. Ahí fui recibido por el ladrido de los perros. Me mostraron los dientes, rugieron, una demostración suficientemente hostil, pero, equivocado, lo tomé por una bienvenida y seguí con obstinación mi camino.

Las puertas estaban todas cerradas y no había alma viviente en la villa. Algunos habían ido a trabajar al campo, otros al mercado. Fui a un tercer pueblo. El sol se estaba hundiendo en el horizonte. Estaba oscureciendo, de manera que decidí no entrar en el pueblo porque tenía miedo de levantar las sospechas de los campesinos, de manera que me fui a casa.

En mi hogar me trataron como a un enemigo. Nadie me quería hablar, ya todos habían comido y sólo me habían dejado un poco de sopa. La comí y me fui a mi cuarto. Abrí mi diario, pensando en escribir los resultados de mi primer día de trabajo, pero no había resultados. Me arrojé sobre la cama y di vueltas toda la noche pensando en varios planes. Tan pronto como vi la luz me levanté. Tomé algo para desayunar y volví a la villa que había visitado el día anterior.

«—¿Ha venido a cobrar lo que le deben, señor? —me preguntó un campesino viejo.

»—No, no —protesté—. Al contrario, he venido a ayudarlos a que cobren ustedes sus deudas. Se les debe mucho, ¿saben? Quizá lo han olvidado. Pero yo he decidido ayudarlos para que lo recuerden.

»—Estaría bueno que no le debiéramos dinero a otros, pero, ¿quién le debería dinero a gente como nosotros?
»—¿Cómo? ¿No lo saben? Los terratenientes les deben un montón. Desperdician su tiempo año tras año mientras ustedes se doblan de tanto trabajo. ¡Y luego son ustedes los que tienen que pagar la renta! Un
mow
de tierra (un sexto de acre) les costó a los terratenientes no más de cien dólares. Y ustedes, campesinos, tienen que trabajar este
mow
cientos de años. Traté de calcular cuánto les roban en todos estos años. Hemos decidido que eso no es justo, de manera que he venido a discutirlo con ustedes y ver cómo sería posible recobrar lo que los terratenientes les deben.

»El campesino se rió.

»—Es demasiado bueno para ser verdad. Si tan sólo les debes un
sheng
de arroz, te apalean y te llevan a la cárcel. Pero así es como lo quiere el destino. Unos cultivan arroz y otros se lo comen. Perdóneme, señor, debo ir al mercado ahora.

»—¿Cuál es tu nombre? —pregunté.

»—Oh, yo soy de esta villa. Venga cuando tenga tiempo un día».

Vi que no quería darme su nombre y no lo presione.

Sólo habían quedado las mujeres en el pueblo. Los hombres trabajaban en los campos. Sería inconveniente para mí que me vieran hablando con las mujeres. Me quedé indeciso un buen rato y luego caminé hacia otro pueblo. De hecho recorrí varios ese día pero con tan pocos resultados como el anterior. Poco pude poner en mi diario.

Por la noche se me ocurrió que cuando hablamos con los campesinos usamos expresiones complejas. Probablemente una buena parte de nuestros discursos son incomprensibles. Tomé una serie de expresiones abstractas y términos librescos y traté de ponerlos en lenguaje llano. Luego ideé un nuevo plan de acción. Decidí no entrar en los pueblos sino pescar lo que pudiera de la vida en un cruce de caminos e iniciar mi propaganda ahí. Eso hice.

Por la mañana caminé hasta el templo de Lun-shan. Los principales caminos de varios distritos cruzaban este punto. Los campesinos que tomaban estos caminos solían detenerse ante el templo para descansar. Comencé a hablarles sobre sus condiciones de vida. Hablé sobre las causas de su pobreza y cómo librarse de la opresión. Di ejemplos de cómo los explotaban los terratenientes y expliqué la necesidad de la organización. Al principio hablé sólo con dos o tres campesinos, luego el círculo gradualmente se ensanchó. Se produjo un pequeño mitin. Escuchaban a medias dudando, a medias creyendo. No más de cuatro o cinco se unieron a la conversación. Cerca de diez se limitaron a escuchar. Pero aun esto no era un triunfo pequeño. Traté de explicar por qué los campesinos deberían organizarse.

«—Si los campesinos se unen pueden asegurar un descenso de las rentas. Los terratenientes propietarios no podrán enfrentarlos. Los impuestos ilegales y todo tipo de opresión deben cesar. Los propietarios no podrán seguir tomando la ley en sus manos.

»—¿Qué estás parloteando? —gritó un campesino viejo enfadado—. Mejor deberías pedir a Ming-ho que no ande cobrando las rentas atrasadas. Entonces quizá crea que no estás burlándote de nosotros.

»Ming-ho era un pariente mío, mercader y propietario. Iba a replicar cuando repentinamente, un joven sentado detrás de mí saltó: »—Esa no es manera de hablar —amonestó a mi oponente—. Tú trabajas en tierras de Ming-ho. Si Ming-ho reduce la renta, tú vas a ser el único que recibirías algún beneficio. ¿Y qué conmigo? Yo no le pago rentas a él. El asunto no es pedirle algo a alguien, sino descubrir si nos podemos organizar. No tiene que ver sólo contigo, tiene que ver con todos».

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