Área 7 (48 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Área 7
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Cogió un bolígrafo que había al lado y unió los cuatro círculos de dos en dos.

—Este gráfico muestra dos ciclos de señales diferentes —dijo Schofield—. El primero y el tercero. Y luego el segundo y el cuarto.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el presidente.

—Lo que digo, señor presidente, es que usted no es el único hombre de este complejo con un radiotransmisor en el corazón. Es el as que César se guardaba en la manga, su último recurso. Incluso aunque pierda, César Russell ganará. Tiene un transmisor en su corazón. Así que, si muere, los dispositivos de los aeropuertos estallarán.

—Pero él se encuentra dentro del complejo —dijo Libro II con una mueca de dolor—, y, en exactamente veinte minutos, la secuencia de autodestrucción se iniciará.

—Lo sé —dijo Schofield—, y él también lo sabe. Lo que significa que ahora tengo que hacer algo que jamás pensé que fuera a querer hacer. Tengo que volver al Área 7 y evitar que César Russell muera.

Séptima confrontación

3 de julio, 10.45 horas

Schofield se rearmó.

Libro II y Juliet estaban heridos, así que tendría que entrar al complejo solo.

Recuperó su Maghook de Libro y se lo metió en la funda de la espalda. También cogió el P-90 que Seth Grimshaw había sacado del complejo. Solo le quedaban cuarenta balas, pero era mejor que nada. Se metió la M9 de Libro y su Desert Eagle en las fundas que llevaba a la altura de los muslos. Y, por último, cambió sus auriculares y micrófono de muñeca (dañados por el agua) por la unidad de Juliet, plenamente operativa.

Libro y Juliet permanecerían en la torre, armados con un P-90, protegiendo al presidente, al balón nuclear y a Kevin hasta que las fuerzas del ejército y los marines llegaran a la base.

Schofield sacó el móvil de Nicholas Tate y marcó el número del operador. La voz de Dave Fairfax interrumpió al momento la llamada.

—Señor Fairfax, necesito un favor.

—¿Cuál?

—Necesito los códigos de anulación del cierre del Área 7, los códigos que desactivan el mecanismo de autodestrucción. Me imagino que no estarán en un libro ni nada por el estilo. Va a tener que meterse en la red local y sacarlos de alguna manera.

—¿De cuánto tiempo dispongo? —preguntó Fairfax.

—Tiene exactamente diecinueve minutos.

—Ya estoy en ello.

Fairfax colgó.

Schofield metió un cargador nuevo en la M9. Mientras lo hacía, una figura se colocó junto a él.

—Yo también creo que está viva —dijo Kevin de repente.

Schofield alzó la vista y observó al crío durante unos instantes.

—¿Cómo sabías que estaba pensando en eso?

—Lo sé. Siempre lo sé. Sabía que el doctor Botha estaba mintiendo a los hombres de la Fuerza Aérea. Y también supe que eras un buen hombre. No sé qué piensa exactamente una persona, solo lo que está sintiendo en ese momento. Ahora mismo estás preocupado por alguien, alguien que te importa. Alguien que sigue dentro.

—¿Así supiste que era yo en el transbordador espacial?

—Sí.

Schofield terminó de cargar sus armas.

—¿Algún último consejo? —le preguntó a Kevin.

El niño le dijo:

—La vi una vez, cuando los dos estabais contemplando mi cubo. Solo percibí una cosa: le gustas, le gustas de verdad. Así que será mejor que la salves.

Schofield le sonrió.

—Gracias.

Y entonces se fue.

Primero intentó abrir la entrada de la puerta superior.

Nada.

César había cambiado el código (todo apuntaba a que manualmente). Fairfax no disponía de tiempo suficiente para descifrar ese código.

Eso dejaba a Schofield con una sola opción: el conducto de la salida de emergencia.

Schofield corrió al helicóptero Penetrator que César había abandonado fuera.

Eran las 10.48.

Dos minutos después el Penetrator de César, pilotado en esos momentos por Schofield, aterrizó junto al conducto de emergencia, levantando un remolino de arena y polvo.

No le costó mucho encontrarlo. El biplano color lima del señor Hoeg, que seguía allí estacionado, revelaba inequívocamente su ubicación.

Tan pronto como el helicóptero tocó el suelo, Schofield salió de él y echó a correr hacia el conducto.

Saltó a la zanja y desapareció a la carrera por el interior de la puerta de acero abierta.

Eran las 10.51 cuando Schofield salió a las vías de los raíles en equis del nivel 6, completamente a oscuras, con el arma en ristre.

La oscuridad era total, salvo por la luz de la linterna del cañón de su P-90.

Vio cuerpos en el suelo, sombras bajo aquella tenue luz: los restos de las batallas anteriores.

La Fuerza Aérea contra el servicio secreto.

Los sudafricanos contra la Fuerza Aérea.

Schofield y sus marines frente a la Fuerza Aérea.

Dios santo…

Pero había algo más que le agobiaba. Kevin estaba en lo cierto. Además de salvar la vida a César Russell, Schofield tenía un motivo bastante más personal para acceder al Área 7 de nuevo.

Quería encontrar a Libby Gant.

No sabía qué había sido de ella tras la detonación de la granada con el sinovirus en el hangar principal, pero se negaba a creer que estuviera muerta.

Schofield se llevó el micro de la muñeca a la boca.

—Zorro. Zorro. ¿Estás ahí? Soy Espantapájaros. Estoy dentro. ¿Me recibes?

En algún oscuro lugar del Área 7, Libby Gant se despertó cuando una voz invadió sus sueños.

—¿Me recibes?

Llevaba inconsciente casi una hora y no tenía ni idea de dónde estaba o qué le había ocurrido.

Lo último que recordaba era que se encontraba dentro de la sala de control de la planta superior y que había visto algo importante y entonces…

Nada. Oscuridad.

Mientras se espabilaba, vio que seguía llevando el traje amarillo de protección química y biológica, salvo el casco. Alguien se lo había quitado.

Fue solo entonces cuando sintió el dolor en sus hombros. Gant abrió los ojos del todo…

Y un escalofrío le recorrió la espalda.

La mitad superior de su cuerpo estaba inmovilizada, atada a dos vigas de acero que alguien había colocado en forma de equis. Tenía las muñecas por encima de la cabeza, en modo crucifixión, sujetas a los brazos de la cruz con cinta americana, mientras que más cinta le inmovilizaba el cuello en el punto donde se unía la equis. Sus piernas, también inmovilizadas con cinta americana a la altura de los tobillos, se extendían ante sus ojos.

Gant comenzó a hiperventilar.

¿Qué demonios era eso?

Estaba prisionera. De alguien.

Mientras colgaba de la cruz, impotente, con los ojos como platos y aterrada, comenzó a recuperar lentamente los sentidos. Miró a su alrededor.

De lo primero que se percató fue de que aquel lugar carecía de luz eléctrica. Tres pequeñas hogueras iluminaban el área en la que se encontraba.

Fue gracias a esas hogueras que vio a Hagerty.

El coronel Acero Hagerty estaba a su derecha, también crucificado, con las piernas extendidas sobre el suelo y los brazos estirados en su propia cruz. Tenía los ojos cerrados y la cabeza ladeada. Gemía cada pocos segundos.

Gant observó la habitación.

Estaba sentada bajo una especie de saliente, una sombra oscura; delante de ella había una estructura similar a un estrado. En ese estrado había juguetes de niño desperdigados y fragmentos de vidrio.

Gant supo entonces dónde se encontraba.

Estaba en el área donde se hallaba el cubo esterilizado de Kevin. En esos momentos debía de estar justo debajo del laboratorio de observación desde el que se podía contemplar el cubo, bajo el saliente que este conformaba.

Y entonces Gant vio a una tercera persona crucificada en la sala y soltó un grito ahogado de repulsión.

Era el coronel de la Fuerza Aérea, Jerome Harper.

O lo que quedaba de él.

Yacía a la izquierda de Gant, bajo el saliente, y sus brazos también estaban inmovilizados en la cruz con cinta americana por encima de su cabeza, que se inclinaba hacia delante (todo lo que la cinta que le rodeaba el cuello le permitía).

Pero fue su mitad inferior lo que llamó la atención de Gant.

A Harper le faltaban las piernas.

No, no le faltaban.

Se las habían cortado.

La mitad inferior del coronel había sido brutalmente mutilada, cual animal en el matadero, a la altura de las caderas. La zona de la cintura era una hedionda masa sangrienta que terminaba en el hueso curvado de su columna vertebral.

Era la cosa más asquerosa que Gant había visto en toda su vida.

Siguió recorriendo la habitación con la mirada, y entonces fue consciente de la cruda realidad.

Era la prisionera de un monstruo. De un individuo que, hasta ese día, había estado encerrado en el Área 7.

Lucifer Leary.

El cirujano de Phoenix.

El asesino en serie que había aterrorizado a los autoestopistas en la interestatal de Las Vegas y Phoenix, el otrora estudiante de medicina que raptaba a sus víctimas, las llevaba a su casa y se comía sus miembros delante de ellas.

Gant miró a su alrededor horrorizada.

Leary (que, por lo que recordaba, era un hombre alto, de al menos dos metros cinco, con un horrendo y horripilante tatuaje en la cara) no estaba por ningún lado.

Salvo por Hagerty y ella, el laboratorio de observación estaba completamente vacío.

Lo que, por extraño que pueda parecer, le resultaba más aterrador si cabía.

* * *

Schofield corrió a la escalera del extremo este del nivel 6.

Tenía que llegar a la sala de control del hangar principal para introducir los códigos de finalización antes de las 11.05 o, si no podía lograrlo, capturar a César y sacarlo del Área 7 antes de que la cabeza nuclear estallara a las 11.15.

Abrió la puerta que daba al hueco de la escalera y se topó con un enorme oso negro, erguido sobre sus cuartos traseros, que comenzó a rugir y a mostrarle sus enormes fauces.

Schofield se arrojó tras el borde de la plataforma de raíles en equis cuando la familia de osos salió del hueco de la escalera: papá oso, mamá osa y tres ositos, todos en fila.

Nicholas Tate había dicho la verdad.

Había osos sueltos.

Papá oso pareció olfatear el aire. Pero a continuación se dirigió hacia el oeste, hacia el otro extremo de la estación subterránea, seguido de su carnada.

Tan pronto como estuvieron a una distancia prudente, Schofield corrió de nuevo hacia las escaleras.

Dave Fairfax tecleaba frenéticamente en su superordenador.

Tras cinco minutos de trabajo, el ordenador había encontrado un número de origen que representaba el código de cancelación de la autodestrucción del Área 7.

No era un mal avance. Solo había un problema.

El número tenía seiscientos cuarenta millones de dígitos.

Siguió tecleando.

10.52.

Schofield subió corriendo el hueco de la escalera, en una oscuridad casi total, mientras el haz de luz de su linterna temblaba.

Mientras corría, intentó contactar con Gant.

—Zorro. Aquí Espantapájaros. ¿Me recibes? —susurró—. Repito. Zorro, aquí Espantapájaros…

Sin respuesta.

Pasó junto a la puerta de incendios del nivel 5 (la puerta por la que se filtraba el agua) y llegó a la puerta del nivel 4, el nivel del laboratorio. Siguió subiendo.

Al otro lado del nivel 4, Gant oyó la voz de nuevo. Sonaba floja y lejana. —Repito. Zorro, aquí Espantapájaros… Espantapájaros…

La voz provenía del auricular de Gant, que le colgaba del oído. Debía de habérsele soltado cuando su captor la había golpeado y dejado inconsciente.

Gant se miró la muñeca izquierda, inmovilizada con cinta americana a la viga.

Todavía llevaba el micro de muñeca del servicio secreto, pero no había manera de poder llevárselo a los labios, y el micro solo funcionaba a corto alcance.

Así que comenzó a dar golpecitos con el dedo en la parte superior del micrófono.

Schofield llegó a la puerta situada en el suelo que daba al nivel 2 y de repente se detuvo.

Le había parecido oír unos golpecitos por el auricular. Golpes cortos y largos. Código morse.

Y decía:

—Z-O-R-R-O. Z-O-R-R-O…

—Zorro, ¿eres tú? Un golpe si es «no», dos si es «sí».

Tap-tap.

—¿Estás bien?

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