—¿Eh?
—¿Acaso no has notado que carecemos de alimentos?
—Sí… sabía que echaba algo de menos —repuso Monk, sonriendo— sin caer en la cuenta de lo que era. ¡Ah, de que buena gana engulliría en este instante las seis lonchas de jamón que me como cada día para almorzar!
Ham frunció el ceño y dirigió una mirada de amenaza al imprudente Monk.
Toda alusión que éste hiciera a la carne de puerco daba instantáneamente en el blanco, tratándose de Ham.
Este se devanó los sesos para hallar digna respuesta a la salida de su antagonista, pero no pudo hallarla y optó por callar.
Doc Savage se entregaba, entre tanto, a sus ejercicios diarios, de gimnasia que, por regla general duraban dos horas. Era ésta una ceremonia que hacía todos los días sin falta.
Desde la infancia si una sola vez había dejado de emplear ciento veinte minutos en perfeccionar las energías físicas de su ser y la inteligencia prodigiosa que le caracterizaba.
La rutina consistía en toda clase de ejercicios musculares. Además poseía Doc un aparato emisor de ondas sonoras más o menos perceptibles gracias al cual y tras una práctica constante se le había agudizado el oído de tal modo, que percibía infinidad de rumores imperceptibles para una persona normal.
A continuación identificó por el olfato los vagos olores contenidos en un sin número de pequeños frascos cerciorándose de que no se había equivocado en sus cálculos mediante la lectura de sus rótulos.
Y finalmente se propuso a sí mismo intrincados problemas que resolvía mentalmente con maravillosa prontitud.
Los aparatos que contenían estos ejercicios iban de una caja pequeña de metal que Doc llevaba siempre consigo.
Doc los realizaba a una velocidad fantástica, haciendo varias operaciones a la vez.
Diez minutos de tan ardua tarea hubieran dejado exhausto y sudoroso a cualquier nacido, siempre y cuando se diera la casualidad de que alcanzara el enorme grado de concentración que era indispensable para realizarla a paso de cargo, lo mismo que Doc.
Presenciando esta rutina no cabía dudar de dónde sacaba Doc su invencible fuerza física y mental. Monk, Renny, Ham, Long Tom y Johnny, que estaban muy por encima, física y mentalmente, de la mayoría de los mortales, estaban seguros de que jamás hubieran podido resistir desde la niñez ejercicios tan fatigosos sin agotarse.
Para llevarlos a cabo era preciso ser de hierro.
Una vez cumplido su deber cotidiano se dirigió Doc a las excavaciones donde permanecía agazapado Sill Boontown.
—Con nosotros estará más seguro que si vaga por la colina y se expone a que le peguen un tiro —había explicado a sus compañeros. Y era éste el motivo de que permaneciera entre ellos.
Doc cambió muchas palabras con él y le sometió a un examen, deteniéndose particularmente en la parte de la cabeza donde había sido herido años atrás.
Después se reunió a sus amigos.
—Voy a dejaros un instante —les comunicó. Ellos se sorprendieron visiblemente. No comprendían cómo iba a escapar de la fortaleza que ellos mismos habían erigido en la cima de la colina.
Doc encendió prestamente una hoguera valiéndose de la leña utilizada para la ceremonia vuduista por los hombres-mono.
Estaba impregnada de sulfuro de modo que, al arder, hizo el aire irrespirable dentro de la excavación.
Sin embargo, ascendió la llama y, en torno a ella, Doc amontonó hierba verde y ramas en cantidad.
Entonces se produjo gran cantidad de humo. Este se esparció por la pendiente de la colina en que estaba el poblado, y penetró en el bosque.
—Cuando comprendáis que vuelvo, encended otra hoguera como ésta —ordenó Doc a sus hombres.
Y como borrosa mancha dorada corrió por entre el humo, y penetró bajo los árboles. El humo le ocultó, en parte, a sus enemigos.
Uno de ellos le vio. Una ametralladora vomitó fuego. Mas la mancha dorada desapareció. La vegetación lujuriante se tragó a Doc.
A tan atrevida huída sucedió un gran movimiento en el campo enemigo. Multitud de hombres-mono se lanzaron en su busca, se desbordaron por la selva.
Mas, cuando ellos comenzaron la persecución Doc había puesto ya entre él y sus seguidores media legua de distancia y atravesando a saltos increíbles profundos pozos de cieno, corriendo a cuatro pies por encima de lianas gigantes, balanceándose de una a otra rama, recorrió una extensión considerable de bosque.
Su desatinada carrera le llevó finalmente al lugar donde Johnny tenía escondido el potente el potente trimotor de ala baja.
Sus dedos vigorosos separaron el musgo que caía en torno de él como una cortina, y Doc penetró en la cabina.
Menos de cinco minutos empleó en buscar lo que deseaba. Cuando reapareció llevaba un fardo atado a la espalda con una cuerda resistente y así se dispuso a volver junto a sus compañeros. Dando un rodeo marchó contra el viento, hacia la colina, de la que se mantuvo, no obstante, separado unos metros.
Su canto de guerra salió, poco después, de su garganta y, aunque bajo, se filtró por entre la maleza del bosque y llegó a oídos de los suyos.
—Bueno; ese grito significa que debemos encender la hoguera —gruñó Monk.
Y así se hizo. Las llamas ascendieron muy algo. Musgo y ramas se amontonaron sobre ellas y comenzó a salir humo: un humo denso.
Los hombres-mono sabían que el gigante de bronce había huido mediante esta estratagema; igual y lógicamente pensaron que volvería a la colina a través del humo. Por consiguiente, dispararon todas sus armas sobre él.
Pronto el humo fue de color de plomo, tan espesa era la granizada de balas que caía sobre él. Y las bombas removieron el terreno de tal modo, que parecía que acabaran de mullirlo para sembrarlo.
Esto simplificó la situación, de manera que Doc pudo volver sin contratiempo a la colina. No había atravesado el humo de la hoguera; venía, en dirección opuesta, corriendo como el viento y en silencio.
Una sola pistola vació su cámara en dirección del hombre de bronce, mas, a juzgar por los resultados que obtuvo el que la empuñaba hubiera dado lo mismo que hubiera tomado por blanco las nubes majestuosas que pasaban por encima de su cabeza.
De un salto penetró Doc en una de las excavaciones y allí abrió el fardo que llevaba a cuestas. De él salieron varias latas de conservas y fiambres y un paquete para Long Tom.
—¿Qué es esto? —inquirió el mago de la electricidad.
—Aquí tienes todo lo necesario para construir un aparato microfónico auditivo ultrasensible —explicó Doc Savage—. Colócalo en el centro de nuestra fortaleza. Cuando llegue la noche tratarán los hombres-mono, no cabe duda, de arrastrarse hasta aquí para tirar bombas de mano en nuestras excavaciones y entonces les oiremos venir con nuestro aparato.
Long Tom hizo un gesto de asentimiento y examinó el material de que podía disponer. Se alegró en extremo.
Con él podía construir un auditivo y un amplificador de sonidos que captaría incluso el zumbido de una mosca a la distancia de media legua. Pocas probabilidades iban a tener sus adversarios desde aquel momento en adelante, de poder sorprenderles.
Doc Savage se ocupó del pobre Sill. Del aeroplano se había traído un estuche completo de cirugía que contenía incuso agujas hipodérmicas para administrar un anestésico local que afectaba únicamente la parte del cuerpo que se trataba de operar.
—Me parece que va a someter al muchacho a una operación quirúrgica —gruñó Monk, dirigiéndose a sus compañeros.
—Apostaría un dólar a que en cuanto haya concluido quedará ese chiquillo en un estado tan normal como el tuyo o el mío —replicó Ham.
—Es lo más probable —dijo Monk.
Ambos conocían de sobra la pericia demostrada por Doc en las artes quirúrgicas, pues era en esta carrera donde más sobresalía.
La cirugía había sido la primera carrera que había aprendido y en la que más intensamente había trabajado.
Su capacidad para las ciencias era prodigiosa; sin embargo, más maravillosos eran sus aciertos en cirugía y medicina.
Por ello la operación que proyectaba despertó el interés de sus amigos, quienes le rodearon mientras la llevaba a cabo.
Ágiles a la par que firmes, sus dedos de bronce levantaron el pericráneo y abrieron en el cráneo una pequeña abertura.
Como Doc había supuesto, un fragmento de éste hacía presión sobre el cerebro, paralizando alguna de sus funciones.
La causa del daño era el golpe recibido por Sill Boontown en la cabeza dos años antes.
Doc le quitó el fragmento óseo, operación que realizó con la mayor delicadeza y sangre fría y le cosió el pericráneo con cuerda de guitarra, que se la quitaría en cuanto tuviera cicatrizada la herida.
Pasaron los efectos del anestésico.
—¿Cómo estas, hijo? —interrogó Doc al operado.
—Me duele un poco la cabeza —replicó el muchacho.
¡El tono con que expresó tales palabras demostraba que estaba curado!
¡Aquello era milagroso! Monk, Ham, Renny, Long Tom y Johnny cambiaron una mirada de extrañeza.
Acostumbrados como estaban a los prodigios operados por Doc y aún a sabiendas de que operaciones como aquélla se llevan hoy día a cabo con gran éxito, estaban asombrados.
Fuera del mundo exterior, perdidos, sitiados en lo profundo del bosque pantanoso, y recibiendo con intervalos de un minuto verdaderas rociadas de plomo, el hecho les parecía sobrenatural.
Reconocieron la trinchera y cada uno de ellos se fue colocando ante la ametralladora respectiva.
El tiempo transcurría pausadamente. Long Tom terminó de montar el auditivo micrófono. Este aparato era muy parecido, sólo que más perfeccionado, al usado por los defensores de Londres durante la gran guerra para escuchar el sonido de zeppelines o aeroplanos cuando éstos efectuaban un raid sobre la ciudad.
Serían poco más de las doce del mediodía, cuando distinguió Doc a Buck Boontown, que dirigía la masa de los sitiadores.
Doc le hizo señas. Su intención era informarle de que en breve se le reuniría su hijo. En realidad ya no era necesario que permaneciera junto a ellos por más tiempo.
Siendo ya una persona normal, no corría peligro aunque anduviera por la marisma, ni de haber pretendido ayudarles hubiera consentido Doc que el muchacho se convirtiera en adversario de su padre.
Buck era desconfiado. Creyó que le tendían un lazo y respondió a tiros. Tan certeros eran éstos, que Doc se retiró, vivamente, al interior de la trinchera.
Buck Boontown celebró con una risita sardónica los resultados de su buena puntería.
—¡Bien! ¡Por poco le doy! —exclamó satisfecho.
Contempló la trinchera y los pequeños bordes de fango levantados para su defensa por los sitiados de la colina y pidió a su odiosa deidad que le diera nueva ocasión de demostrar que era un excelente tirador, mas no fue complacido.
Uno de los hombres-mono le abordó con las siguientes palabras:
—Te llama el Araña Gris. Espera que vayas a reunirte con él al castillo del Mocasín.
—Voy en seguida, OUI —repuso Buck, halagado por el mensaje.
Era mucho más inteligente que el clan de seres inferiores que le rodeaba y a los que la existencia de varias generaciones en la marisma convertía en casi salvajes, pero así y todo no poseía un espíritu refinado, por lo cual se hinchó como un pavo ante la atención del Araña.
¡Sacré! ¡Aquello sí que era un jefe! Tampoco era flojo sueldo el que daba a sus servidores. Tal era la opinión de Buck.
Un pistolero de la ciudad se hubiera burlado de la tacañería del Araña: para aquellos pobres parias, cualquier suma pequeña era una fortuna.
Mientras penetraba más y más en la espesura Buck iba haciendo las cuentas de la lechera. Él tenía sus ahorros, que aguardaba en la marisma dentro de un cesto de fruta.
Ahorraría más. Quizá llegara a tener el dinero suficiente para trasladarse a Nueva Orleans y pasar allí el resto de sus días.
Había oído hablar de las maravillas que encerraba la metrópoli, pero nunca había estado en ella. Jamás había salido de la región pantanosa donde había nacido.
¡Y la marisma distaba solamente unas horas de la populosa capital de la Luisiana!
Legua tras legua devoró Buck en su marcha, manteniéndose constantemente en línea recta y desviándose únicamente cuando no podía franquear un pozo de fango.
En aquellos momentos penetraba en la parte más remota de la región, que visitaban en raras ocasiones los mismos habitantes de la marisma.
Su acceso estaba prohibido para todos, excepto para los íntimos del Araña, pues en ella estaba el cuartel general del jefe, el famoso Castillo del Mocasín, cubil de la fiera.
Buck se encaramó a un ciprés para cerciorarse de que no había errado el camino.
No lo había errado. ¡A menos de una legua de distancia erguíase el Castillo su mole!
No cabía dudar de que le habían visto cien veces los pilotos de los aeroplanos que volaban sobre la vasta extensión pantanosa y los alrededores del bayou.
Ellos habían reparado en la eminencia cubierta de árboles y arbustos, que sobresalía del resto del territorio, mas probablemente, la habían tomado por un soto de altos árboles.
De haber volado más bajo, hubieran visto que los árboles crecían en una prominencia cubierta de lianas que tampoco era lo que parecía, sino un gran edificio de piedra, cuyo techo, puertas y ventanas permanecían ocultas bajo la exuberante vegetación propia del clima.
Pues bien: a la tan bien simulada construcción de piedra se aproximó Buck Boontown.
Un guarda armado hasta los dientes le salió al reencuentro y no le franqueó el paso hasta que no le hubo explicado el objeto de su visita al Castillo.
Más adelante, tropezó con un segundo guarda tan bien pertrechado como el primero.
El castillo era absolutamente impenetrable para el viandante. Años se había tardado en edificarle y sólo los íntimos del Araña conocían sus secretos.
El plan de campaña del jefe no había sido elaborado en un momento ni tampoco había sido cosa de un instante, preparar la venta de las grandes compañías madereras del Sur.
En concebir y preparar uno y otro proyecto se habían empleado varios años.
Buck fue admitido en el castillo por la puerta secreta.
El pasadizo en el que penetró tenía de piedra las paredes. Bombillas eléctricas iluminaban el camino.
La atmósfera era limpia y pura formando marcado contraste con el mal oliente vaho que despedía la marisma.