Leonid Yablokov habló en ruso. Tras sus explicaciones, uno de los policías abrió un armario que contenía parkas antirradiación. Sharko imitó a sus acompañantes y se puso aquel abrigo que lo cubría hasta la mitad de los muslos. Una vez que le quitaron las esposas, Yablokov también se equipó.
—Nos va a llevar al centro de enterramiento —dijo Andréi Aleksandrov a Sharko—. Allí se encuentran los dos hombres que busca. Iremos en camión.
—¿Qué hacen allí?
—Yablokov nos lo enseñará.
Sharko temía lo que iban a descubrir. Pensaba en aquellas vidas humanas malogradas, en todos aquellos muertos que habían jalonado su investigación, como si fueran balizas de advertencia. Afuera, su mirada se detuvo en la antigua mina de uranio, enclavada en un entorno espantoso, lejos de los ojos occidentales. Se trataba, sin duda, del lugar ideal para dedicarse a los peores experimentos.
Se ajustó la capucha alrededor de la cabeza, metió las manos en los gruesos guantes de extremos recubiertos de plomo y siguió a los hombres. Aleksandrov lo invitó a tomar asiento en la cabina del camión, junto a Yablokov, mientras los otros policías se mantenían en equilibrio en los rebordes del volquete, encogidos para protegerse del frío. Incluso el organismo de esos individuos acostumbrados a rigurosas condiciones climáticas sufría.
El ruso tomó el volante y se dejó guiar por las indicaciones del responsable del centro. Sharko se hundió en su asiento cuando el vehículo entró en el túnel excavado bajo la colina. La luz natural dio paso a una iluminación de fluorescentes. Había centenares de tubos y cables que corrían a lo largo de las bóvedas para alimentar las diversas instalaciones eléctricas, las bombas y el circuito de ventilación. El camión giró y la pendiente se acentuó. El lugar parecía relativamente moderno, las paredes eran lisas y circulares, y la calzada, amplia y limpia. Sharko trató de imaginar cómo debió de ser aquel lugar medio siglo antes. Todos aquellos mineros salidos del gulag que habían extraído el mineral de uranio con picos en unas condiciones atroces.
Trescientos metros después, el vehículo se detuvo en un nicho, frente a una gigantesca jaula de ascensor sostenida por unos cables de acero de un diámetro impresionante. Era, sin duda, el lugar por el que transitaban los barriles de residuos nucleares, antes de su definitivo enterramiento cientos de metros más abajo, en las capas estables de la corteza terrestre.
Los hombres entraron en aquel gran cubo hermético. Yablokov introdujo una llave en un panel de control moderno y tecleó un código. Dijo unas palabras que Aleksandrov se apresuró a traducir:
—Nos lleva a un lugar que no figura en ningún plano. Un centro secreto fabricado en 2001.
—Cuando él se hizo cargo de Mayak-4 —dijo Sharko.
Las miradas seguían las cifras que indicaban la profundidad —cincuenta metros en aquel momento—, la temperatura que ascendía a medida que descendían y la radiactividad ambiente —15 mSv/h—, que disminuía un poco a cada segundo que transcurría. Yablokov se quitó la capucha y los guantes cuando el ascensor se detuvo a ciento diez metros de profundidad. Todos lo imitaron, con la frente sudada: la temperatura indicada era ahora de 16 °C.
La puerta metálica se abrió y daba a un pequeño túnel iluminado, perfectamente rectilíneo. Los hombres se adentraron en él en silencio. Sharko observaba de reojo en derredor, con un nudo en la garganta. Sus músculos se llenaban de sangre. En su mente comenzaban a hervir sentimientos de aplastamiento y de encierro. No era el momento de rendirse. Llegó finalmente a una sala, excavada en la parte derecha del túnel.
Era allí, no cabía duda.
La sala de operaciones de las fotos.
Había una cantidad impresionante de instrumental y material quirúrgico, grandes máquinas complejas, monitores y tubos por doquier. Olía a productos de hospital, de esos que provocan náuseas. Tres hombres provistos de mascarillas y guantes y con pijamas quirúrgicos azules estaban de pie alrededor de una caja transparente y tomaban medidas.
Aquellos individuos se quedaron inmóviles ante los policías y levantaron las manos cuando las armas los apuntaron. Una vez seguros de que la situación estaba controlada, los tres policías de Cheliabinsk salieron de la sala y se adentraron en el túnel, para vigilar la zona.
Cubierto por los dos moscovitas, Sharko se aproximó a los tres hombres de azul. Seguro de sí mismo, les arrancó brutalmente las mascarillas pero, para sorpresa suya, no reconoció ninguno de los rostros. Los tres tipos estaban aterrorizados y farfullaban palabras incomprensibles.
El policía se volvió entonces hacia la caja hermética, que parecía un acuario gigante y electrónico. Vio el símbolo de la radiactividad en cada cara traslúcida y se concentró en el contenido.
En el interior, había tendido un cuerpo desnudo, con el cráneo afeitado y los brazos y las piernas abiertos como el hombre de Vitruvio. El comisario lo observó atentamente y no le cupo la menor duda: se trataba de Léo Scheffer.
Léo Scheffer inmóvil y con los ojos cerrados. Tranquilamente tumbado boca arriba, parecía sereno. El electrocardiograma conectado a la caja emitía un pitido cada cinco segundos. El corazón latía tan despacio que la línea verde estaba casi plana. Sharko pensó de inmediato: «animación suspendida».
Dirigió la mirada hacia una gran botella metálica unida a la caja a través de un tubo. Encima, con rotulador, habían escrito: «H
2
S». Sulfuro de hidrógeno. En un monitor, unas cifras rojas indicaban «987 Bq/kg». Veinte segundos más tarde, el índice era de 988.
Sharko se dio cuenta de que el organismo de Scheffer no estaba únicamente en un estado de vigilia. En el interior de la caja hermética, lo bombardeaban con partículas radiactivas.
A medio camino entre la vida y la muerte, Scheffer se dejaba irradiar voluntariamente.
Estupefacto, Sharko se precipitó hacia Andréi Aleksandrov que, con la ayuda de su colega, había reunido a los médicos y a Yablokov contra una pared.
—Dígales que lo despierten —espetó con voz firme.
El ruso obedeció y, tras una breve conversación, se volvió hacia Sharko.
—Lo harán, pero dicen que se necesitarán por lo menos tres horas para sacarlo de ese estado, el tiempo requerido para que disminuya la concentración de gas de sulfuro de hidrógeno en su organismo.
Sharko asintió.
—De acuerdo. Quiero que mi cara sea lo primero que vea ese asqueroso cuando abra los ojos…
Miró, impasible, a los tres científicos.
—Pregúnteles ahora dónde está François Dassonville.
Aleksandrov no tuvo tiempo de reaccionar. Uno de los policías que había ido a explorar el túnel volvió a la carrera. Sharko comprendió que los invitaba a seguirlo. Nikolai Lebedev, el colega de Aleksandrov, se quedó en la sala de operaciones, encañonándolos con su arma.
El comisario siguió a sus homólogos y se metió en el túnel.
Una decena de metros más adelante, los policías llegaron a la entrada de otra sala. Una luz azulada que emanaba del interior les iluminaba los rostros.
Parecían atónitos.
Franck Sharko accedió con aprensión a aquella sala de la que emanaba un zumbido machacón de generadores y se quedó patidifuso. Sobre la puerta había un «2» gigantesco pintado.
La sala estaba tapizada con una capa de plomo, del suelo al techo, y estaba iluminada por bombillas de poca potencia. Al fondo, entre inmensas cubas herméticas, en las que figuraba escrito «NITRÓGENO», había una veintena de cilindros metálicos de dos metros de altura dispuestos verticalmente, en dos hileras, montados sobre unas peanas con ruedas y cerrados con candados en la parte superior.
Incrustados en el acero, unas pantallas luminosas indicaban: «-170 ℃».
Sharko entornó los ojos. Aquellas pantallas y aquellos botones le hacían pensar en el interior de una nave espacial que hubiera zarpado para una larga misión. Los cilindros estaban conectados a la gran cuba central de nitrógeno mediante gruesos tubos metálicos y tenían una ventanilla de cristal transparente de unos treinta centímetros.
A través de los cristales, podían verse rostros.
Rostros de niños que flotaban en nitrógeno líquido y a los que les habían afeitado el cráneo. Sharko se aproximó, incapaz de asimilar lo que tenía ante sus ojos, puesto que aquellas imágenes tan reales superaban todo lo que pudiera haber imaginado.
En los cilindros, unas indicaciones en inglés: «
Experimental subject 1, 6th of January 2003, 700 Bq/kg… Experimental subject 3, 13th of March 2005, 890 Bq/kg… Experimental subject 8, 21th of August 2006, 1.120 Bq/kg
…».
Casi titubeando, Sharko se volvió y miró fijamente a su homólogo unos segundos, inmóvil. El tiempo parecía haberse detenido de repente y todos contenían la respiración ante lo que tenían frente a ellos. Tenían ante ellos material orgánico, unas cobayas humanas a las que habían criogenizado.
Poco a poco, armándose de valor, el policía se deslizó entre aquellas paredes curvas para llegar a la segunda hilera.
Allí, nueve de los diez cilindros estaban vacíos y las pantallas luminosas que indicaban la temperatura estaban apagadas. El único contenedor ocupado mostraba en ese caso un rostro adulto. Unos rasgos bastos inmóviles contra el cristal con los párpados caídos y los labios ligeramente entreabiertos y amoratados.
Un cuerpo en equilibrio en la frontera, cuyo corazón ya no latía y cuyo cerebro ya no mostraba actividad eléctrica alguna. ¿Estaba muerto o vivo? ¿O las dos cosas a la vez?
Grabada en el metal en letra de imprenta negra, para resistir el paso del tiempo, una inscripción indicaba: «
François Dassonville, 24th of December 2011, 1.420 Bq/ kg
». Sharko contempló el rostro inmóvil y luego prosiguió hacia un lado. Las cubas vacías también tenían nombres, pero sin fecha. «Tom Buffett», el multimillonario de Texas… Luego otros nombres que Sharko no conocía. Probablemente, ricos donantes de la fundación que se habían reservado su plaza para tan particular viaje en el tiempo.
Finalmente, en el segundo cilindro, un último nombre: «Léo Scheffer».
U
na vez que lo sacaron de la caja, el cuerpo de Scheffer fue colocado sobre la mesa de operaciones, en mitad de la sala, simplemente cubierto con una manta de supervivencia de aluminio. Progresivamente, y como si todo fuera natural, los latidos de su corazón se aceleraban, su ritmo respiratorio incrementaba y su rostro recuperaba los colores. Sharko estaba de pie, a su izquierda.
El despertar era ya inminente.
Desde hacía por lo menos dos horas, los policías rusos llamaban desde la superficie del centro de almacenamiento o interrogaban a los tres médicos y a Leonid Yablokov para tratar de comprender qué sucedía allí. Sharko había recibido algunas explicaciones por parte de Andréi Aleksandrov que habían confirmado sus deducciones. A todas luces, Scheffer y Dassonville, con la ayuda del maldito manuscrito y de Yablokov, habían hallado una manera de criogenizar y de volver a la vida a seres humanos. Aquella unidad era un centro de experimentación.
Diez minutos más tarde, Léo Scheffer parpadeó y, acto seguido, sus pupilas se retractaron ante la lámpara cialítica que colgaba sobre él. Sus ojos rodaron en sus órbitas y sus labios se movieron.
—¿Qué fecha es? —murmuró—. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
Se llevó lentamente las manos al pecho, como si buscara una cicatriz. Sharko se inclinó sobre él y apareció en su campo de visión.
—Ni siquiera un día. Bienvenido, Scheffer. Soy Franck Sharko, comisario de policía del 36 del Quai des Orfèvres, y queda usted detenido por asesinatos, raptos, actos de tortura y una lista de cargos tan larga que no podré enumerarlos todos.
Léo Scheffer pareció no comprenderlo de inmediato. Quiso incorporarse, pero Sharko le aplastó el pecho.
—¿Dónde está el manuscrito? —dijo con un tono de voz autoritario.
El científico alargó el cuello con dificultad. Su rostro era fino y enjuto, como tallado en piedra. Vio los rostros duros de los rusos, al fondo, y pareció darse cuenta de que se había acabado. Suspiró largamente, se humedeció los labios con la punta de la lengua y luego dejó caer de nuevo la cabeza sobre la mesa.
—En algún sitio.
Sharko trató de ahogarlo moralmente.
—Pasará el resto de sus días en prisión. Con el miedo que le da el paso del tiempo, va a contar sus horas hasta la última, y verá cómo su cuerpo se degrada, día tras día. Solo por eso, espero que viva aún mucho tiempo.
Scheffer no reaccionaba y miraba al techo. Le costaba despertar.
—Todos los implicados acabarán en la cárcel —añadió Sharko—. Lo destruiremos todo. Estas instalaciones, esta sala, los protocolos y la documentación de sus experimentos. Pero, antes, mediante su procedimiento, devolveremos la vida a esos niños atrapados en esos innobles cilindros.
—Esos niños están muertos —respondió Scheffer en un tono neutro—. Y está fanfarroneando, no van a destruir nada porque lo necesitarán para comprenderlo. ¿Qué se piensa? ¿Que nuestro objetivo era solo criogenizar a algunos tipos ricos? ¿Que se trataba de una simple cuestión de dinero?
—¿A quién se refiere cuando habla de «nosotros»? ¿Y qué otra cosa pretendían?
Scheffer permaneció en silencio, mordiéndose los labios. Sharko no aflojó el interrogatorio.
—Sabemos que consiguió devolver la vida a niños criogenizados. ¿Dónde están?
—Muertos. Están todos muertos. No eran más que… materia.
Sharko deseaba estrangularlo y luchaba en su interior para mantener la serenidad.
—Le repetiré la pregunta. ¿Para qué sirven exactamente esos experimentos?
Scheffer permanecía impertérrito.
—En estos momentos se habla mucho del programa espacial ruso —dijo Sharko—. La conquista del espacio lejano, más allá de Júpiter. Imagine el anuncio por parte de los rusos de una criogenia funcional, de un método para fijar los organismos y enviarlos a miles de millones de kilómetros de aquí sin envejecer.
Sharko vio durante una fracción de segundo que a Scheffer le brillaban los ojos.
—Así que de eso se trata…
Scheffer ya no respondió a más preguntas y apartó la mirada.
El comisario se dirigió a uno de los médicos:
—¿Dónde está el manuscrito?
Aleksandrov tradujo las preguntas y las respuestas.
—No lo sabe. Según él, nadie lo sabe.