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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (50 page)

BOOK: Atomka
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63

N
o había palabras para describir el sentimiento de opresión y de miedo que se había apoderado de los dos policías.

Tras cinco kilómetros casi impracticables por la zona prohibida, circulaban en aquel momento por una ciudad anónima, exangüe de su población. Todo en el decorado indicaba un final inesperado y brutal. Las puertas de las viviendas habían quedado abiertas, las pequeñas tiendas en ruinas parecían seguir esperando a sus clientes y las carcasas de los coches agonizaban en plena calle, ante una alameda.

Junto a las calzadas, la vegetación perforaba la nieve, trepaba y lo devoraba todo. Ramas retorcidas surgían de las ventanas de las fachadas o por las ventanillas de camionetas oxidadas, las entradas de los edificios parecían sotobosques y las raíces de los árboles resquebrajaban el asfalto. Con el tiempo, las construcciones humanas acabarían desapareciendo en silencio.

—Vladimir tenía razón —dijo Lucie—. Me refiero a que en veintiséis años la naturaleza no habría podido causar tantos estropicios en un lugar normal. Parece que todo haya sucedido a una velocidad loca y que nada pueda resistir a esos árboles que crecen hasta sobre el asfalto.

Sharko siguió conduciendo, recto hacia el frente. Aunque circulara despacio, el todoterreno avanzaba con dificultad por algunos lugares.

Recorrieron kilómetros y kilómetros, y pasaron junto a granjas destartaladas, cuarteles desiertos y fábricas que se caían a pedazos. Regularmente, unos paneles triangulares, con el símbolo de las tres aletas negras, les recordaban el peligro invisible. A su izquierda, en mitad del bosque, vieron una iglesia con las paredes devoradas por las hiedras y atacadas por las ramas de los abedules y las hayas. Hubo un tiempo en que aquellas gentes buscaban a Dios y hallaron su antagonismo: el átomo. Luego, de vez en cuando, un camión de bomberos volcado, un tractor oxidado o esqueletos metálicos indefinibles. La carretera hendía el bosque, cada vez menos frondoso, devorado por los colmillos de la naturaleza.

Lucie no se había puesto el cinturón y tenía las rodillas contra el pecho. Las terribles imágenes de la catástrofe de Fukushima le vinieron a la mente.

—Uno espera que cosas así no volverán a suceder y, sin embargo, mira lo que ha pasado en Japón.

—Yo también lo pensaba.

—Es una locura estar aquí, si lo piensas. Tengo realmente la sensación de que hemos cruzado la puerta del infierno y que nos dirigimos adonde ningún humano debería volver a poner los pies jamás.

Sharko no respondió, concentrado en la carretera. Miró el panel. Debían de haber recorrido diez kilómetros. Quizá quedaban veinte más para llegar a la ciudad de Chernóbil y a su maldita central Lenin.

Al salir de una curva, frenó suavemente.

—No podremos ir más lejos.

Un árbol gigantesco estaba caído en mitad del camino. El comisario dejó el motor en marcha, indeciso. No había manera de pasar.

—No me lo puedo creer. No tendremos que dar media vuelta justo ahora, ¿verdad?

Lucie salió del coche impulsivamente.

—Pero ¿qué haces? —exclamó el comisario—. ¡Mierda!

Apagó el motor y, a su vez, se apeó del coche. Lucie observaba atentamente a su alrededor, inmóvil. Nunca, en toda su vida, había percibido semejante silencio. Sus sentidos trataban de buscar un sonido, la más ínfima variación del aire. El mundo parecía haberse paralizado, atrapado bajo una campana que provocaba el vacío. Una vez asimilada tan extraña sensación, se acercó al inmenso tronco y lo rodeó por la izquierda.

—Haz lo mismo por la derecha —dijo ella—. Tal vez Duprès logró rodearlo con su moto.

—De acuerdo, pero si ves algún animal peludo corre al coche.

La policía se adentró en el bosque. El frío se colaba por los menores intersticios de su ropa y los pulmones le ardían a cada inspiración. Ella apretó los puños y extendió los dedos varias veces. Más lejos, constató que las gruesas raíces del árbol se habían secado, tal vez hubiera muerto de viejo o roído en su interior no por los insectos, sino por «otra cosa». Escrutó en derredor. No, la periodista no podía haber pasado por allí en moto.

—¡Ven! —gritó de repente Sharko.

Lucie se precipitó hacia allí y se reunió con el comisario, al otro lado. Estaba agachado ante una moto carbonizada, sin matrícula, tumbada sobre la nieve.

Su compañera se pegó a él.

—¿Crees que es la suya?

—Quemada, pero no oxidada. Ni siquiera la han cubierto las hojas. Sí, probablemente sea la suya.

—¿Qué crees que pasó?

Sharko reflexionó. La respuesta le parecía evidente.

—Creo que cuando vio el tronco, Duprès ocultó la moto a un lado y debió de continuar a pie. Sabía adónde iba. Quizá descubrió al niño y luego… —Se incorporó—. En mi opinión, quienes hicieron esto son los mismos que retenían al niño.

Se miraron en silencio. Tras caer en la trampa, Valérie Duprès tal vez gritara, pero, allí, ¿quién podía oírla? Lucie miró más allá del tronco. La carretera continuaba en una interminable lengua de hielo.

—Haremos como ella. Seguiremos a pie. Si no encontramos nada dentro de tres o cuatro kilómetros, volveremos al coche. ¿Qué te parece?

El comisario permaneció un buen rato en silencio. Miró el todoterreno y las huellas de los neumáticos en la nieve. Estaban solos, sin cobertura telefónica, desarmados y en un país desconocido. Tal vez fuera una locura, pero…

—De acuerdo. Cuatro kilómetros, máximo, siguiendo la carretera. ¿Lo aguantará tu tobillo?

—No me duele. Y, mientras no eche a correr, no tengo por qué preocuparme.

—Vale. Ven conmigo al coche un segundo.

Sharko abrió con dificultad el maletero pegado por el hielo, deshizo rápidamente sus maletas y, acto seguido, se quitó su chaquetón.

—Haz como yo. Ponte otro jersey, y también otro par de calcetines. Debemos de estar alrededor de -15 °C, es terrible.

—Buena idea.

Se vistieron con más ropa de abrigo. Sharko se guardó toda la documentación —el pasaporte y la comisión rogatoria— en los bolsillos, cogió la manivela del gato del maletero, por si acaso, y luego cerró las puertas. Le dio la mano a su compañera y se la apretó con fuerza a pesar de los guantes.

—Avanzaremos con prudencia.

Rodearon el árbol, volvieron al centro de la carretera y avanzaron. La naturaleza, con avidez, se abalanzaba sobre ellos. De vez en cuando, distinguían huellas de animales, en las cunetas o cruzando la carretera.

—Son enormes… —murmuró Lucie—. ¿Crees que pueden ser de…?

—No, no. Tal vez corzos.

—¿No tienen pezuñas, los corzos?

—Igual son corzos mutantes.

Trataban de tranquilizarse como podían, bromeando y hablando de cosas banales. Avanzaban juntos, solos, por el centro de aquella interminable línea recta que se desplegaba como una alfombra.

—Dime, Franck —dijo Lucie más adelante—. ¿Qué ibas a regalarme, esta noche? Quiero decir que pronto será Nochebuena y no tengo la menor idea de tu regalo. ¿Tenías algo pensado, por lo menos? Tranquilízame.

A pesar de la tensión, Sharko le sonrió.

—Sí, por supuesto. Está escondido en el apartamento.

—¿Y qué es?

—Te lo daré cuando volvamos. Creo que satisfará uno de tus sueños adolescentes.

—Me intrigas…

Siguieron conversando, porque necesitaban romper aquella ausencia de vida, oír otros sonidos que no fueran solo sus pasos. Mientras hablaba, Sharko observaba el lado izquierdo y Lucie el derecho. La carretera estaba llena de agujeros, invadida e impracticable. Incluso sin la presencia del tronco, no podrían haber llegado en coche hasta el final.

Más adelante, de golpe, la policía señaló unas anchas huellas de neumáticos frente a ella, impresas sobre la nieve en forma circular. Los dos policías se precipitaron hacia los árboles para ocultarse y observaron en derredor.

—Parecen de una camioneta —dijo Sharko—. Y mira allí abajo, esas huellas de pasos. El vehículo vino de la dirección opuesta y aparcó ahí, en la cuneta. Un tipo bajó y se adentró en el bosque, volvió y luego dio media vuelta. Y eso, después de las últimas nevadas, es decir, como mucho hará tres días. Adelante.

—¿Y si vuelve?

—Tengo la impresión de que no volverá.

Corrieron hasta llegar a la altura de las huellas de suelas. Las marcas eran pesadas, profundas y de gran tamaño.

Esta vez, las siguieron en silencio, abriéndose paso entre la maraña de vegetación.

Atravesaron unas alambradas oscilantes, pasaron por encima de vallas caídas por el suelo y finalmente vieron un edificio en ruinas, gris, de líneas rectangulares. Parecía un fortín. Se había hundido el techo y la vegetación estrujaba las bamboleantes paredes, como si quisiera devorarlas.

Las huellas de pasos desaparecían en la entrada principal, un rectángulo sombrío desprovisto de puerta. En los muros exteriores o clavados en el suelo había numerosos paneles de prohibición o que advertían del peligro radiactivo.

—Tal vez no deberíamos entrar —dijo Lucie.

Respiraba hondo, sin resuello.

—Esos paneles no parecen en muy mal estado. No hay nada como eso para convencer a los pocos que puedan aventurarse por aquí para dar media vuelta. En definitiva, es una buena señal.

—Ah…

Así pues, entraron con prudencia en el edificio en ruinas. La gran sala central estaba completamente vacía. No había nada más que un cubo de hormigón, perforado en un extremo por una escalera que se perdía bajo tierra. Algunas zonas del suelo se habían hundido y de las paredes sobresalían barras de hierro. En una de las paredes estaba escrito, en grandes letras negras: «Чetor-3». Alrededor de los dos policías bailoteaba el polvo y los rayos de sol se colaban por los cristales rotos. Sharko vio que había lugares más claros, como cuando se descuelgan los marcos de los cuadros y queda una señal en la pared.

—Aquí había objetos, hasta hace poco. Y todo ha desaparecido.

Pasó por encima de los grandes agujeros y se aproximó al hueco de la escalera, mientras Lucie echaba un vistazo a las otras dependencias, también completamente vacías. Por el suelo, apilados en un rincón, había restos de madera y hierro, viejas pancartas metálicas escritas en alfabeto cirílico.

Por su parte, el comisario bajó lentamente los peldaños, empuñando la manivela. La luz solar desapareció de un lado y reapareció por el gran agujero del techo, que daba a la sala de la que procedía. Tres metros por encima, aquel charco de claridad estaba atravesado por agujas de acero que de forma natural formaban unos barrotes infranqueables. Sharko observó minuciosamente el candado de la puerta que acababa de empujar. No tenía rastro alguno de óxido, pero lo habían forzado de manera brutal. Alguien había bajado hasta allí y se había abierto paso.

Una vocecilla resonó, como un eco.

—¿Dónde estás?

Era Lucie.

—Justo debajo de ti —respondió Sharko.

La escalera que acababa de utilizar descendía aún un nivel más, pero era imposible ir más abajo puesto que una placa de hielo impedía el acceso. Sharko golpeó su superficie con la manivela e hizo aparecer un agua líquida y negruzca. El nivel o los niveles inferiores estaban completamente inundados.

Con un nudo en la garganta, avanzó al frente, dejando la escalera para aventurarse en aquella planta subterránea.

La sala en la que se hallaba poseía otras oberturas con puertas derribadas y estaba casi vacía.

Casi.

En un rincón, había un viejo colchón en el suelo. Y, justo al lado, un gran barril amarillo, vacío, en excelente estado, con la tapa apoyada contra él, marcado con dos signos: radiactividad y calavera.

Lucie llegó junto a él. Sharko la detuvo tendiendo el brazo.

—Será mejor que no avances más. El barril está vacío, pero nunca se sabe.

Unos rayos de sol caían del techo e iluminaban parte del suelo. En derredor, estaba oscuro. La policía se quedó inmóvil, con la mirada fija en el rincón de la sala.

—La cadena, sobre el colchón.

En efecto, una cadena rematada con una anilla metálica serpenteaba sobre el colchón y estaba clavada a la pared.

—La he visto. Lo hemos encontrado, Lucie…

Lucie se cruzó de brazos, con las manos en los hombros. Así que allí era donde probablemente retenían a los niños. Fue allí donde Valérie Duprès liberó al chaval del hospital, tras arrancarle la cadena como pudo.

—Duprès probablemente intentó volver a la moto con el niño —susurró Lucie—. Pero… no lo consiguió.

Se quedaron en silencio unos segundos. Sí, lo habían logrado, pero no podían evitar aquel sabor de fracaso. A todas luces, los responsables de los secuestros habían hecho limpieza y quizá jamás volverían a poner los pies allí.

Lucie iba y venía muy nerviosa.

—¿Y ahora qué hacemos?

Sharko suspiró.

—Volver al coche. Nosotros solos no lo lograremos. Informaremos al agregado de seguridad interior y a las autoridades ucranianas.

Lucie entró en las salas contiguas, también completamente vacías. Paredes grises, sin ventanas. Volvió junto al colchón, mientras Sharko ya subía las escaleras. Si a los niños los retenían allí, ¿dónde los operaban? Recordaba las fotos, la sala alicatada, el material quirúrgico: a buen seguro no les abrían el pecho en aquel sitio, tan polvoriento y en lamentable estado. Aquella especie de gigantesco fortín parecía únicamente un centro de detención, un lugar de tránsito.

Miró el barril amarillo, justo al lado del colchón.

Su altura y su volumen.

«¡Dios mío!».

De repente se le erizaron todos los pelos.

Acaba de oír la manivela percutir contra el suelo.

—¿Franck?

No hubo respuesta. Su ritmo cardiaco se aceleró inmediatamente.

—¿Franck?

Subió los peldaños de cuatro en cuatro.

Franck estaba tendido en el suelo en medio de la sala.

Vladimir se hallaba frente a él, en el umbral de la entrada, con la cabeza cubierta por una gruesa capucha verde.

Miró a Lucie a los ojos. Inmóvil.

Un ruido, a sus espaldas.

Lucie apenas tuvo tiempo de entrever la sombra gigantesca que se desplomaba sobre ella.

Tuvo la impresión de que le estallaba el cráneo.

Y luego todo quedó a oscuras.

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P
rimero, las vibraciones de un motor.

Luego, la luz que volvió progresivamente, a medida que se le abrían los párpados.

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