Atomka (46 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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Una simple chispa en las tinieblas.

Tenían que marcharse de allí. Desaparecer. Sharko se separó de su compañera y volvió al vestidor. Sacó más ropa. Jerséis gruesos, camisas y camisetas de algodón. Ni traje ni vestido de gala, esta vez.

—Haz como yo —dijo—. Coge ropa de abrigo, mudas, todo lo necesario para resistir tres o cuatro días de frío.

Lucie se quedó inmóvil.

—No podemos marcharnos así. No podemos dejar el caso. Todos esos niños, Franck, ellos…

Sharko la agarró de los hombros y la miró a los ojos.

—No dejamos el caso ni abandonamos a esos niños. Confía en mí.

La dejó allí plantada y desapareció en el salón con su maleta, cerrada deprisa y corriendo. Lucie obedeció, aunque le costara comprenderlo. De momento, solo tenía una visión parcial de la investigación, pues sus colegas aún no habían tenido tiempo de ponerla al corriente. Cuando se reunió de nuevo con el comisario, este ya estaba frente a la puerta.

—Vamos —dijo él, igualmente misterioso.

Lucie se detuvo frente al árbol de Navidad.

—Qué triste es un árbol de Navidad sin regalos…

Sharko la tomó de la mano, prefería no quedarse allí más tiempo.

—Venga, vámonos.

Había pedido un taxi y había indicado que entrara en el aparcamiento subterráneo, para poder cargar el equipaje sin ser vistos. Una vez en el vehículo, rodeados por el ruido tranquilizador de la circulación, el comisario le ofreció algunas explicaciones. Pidió al conductor que aumentara el volumen de la música y habló a su compañera en voz queda:

—Estamos frente a un cazador de la peor calaña, Lucie. Un cazador que dispone sus redes alrededor de sus presas tan rápido que no es posible atraparlo. El maldito tiempo juega en contra nuestra. La fecha será Nochebuena o Navidad, ahora ya es evidente. El cazador lo ha construido todo en función de ese momento, es su do de pecho, el objeto supremo de su sórdida mecánica. Lleva semanas, tal vez meses de preparación, de elaboración, para llegar a ese jaque mate. El rey negro soy yo. Me ha atrapado en su juego, me ha inmovilizado. Espera que yo esté allí cuando suene el ultimátum, porque en su cabeza no cabe que no sea así, ¿me entiendes?

—Simplemente porque jamás has soltado presa, y lo sabe. Lo sabe al igual que yo.

—Exactamente. Así que imagínate qué pasará cuando se dé cuenta de que el rey negro no responde y ha desaparecido, que no está sobre el tablero…

—No podrá controlarse. Se volverá loco.

—Sí. Y quizá cometa un error.

Sharko miraba regularmente hacia atrás. Una vez que el taxi tomó el periférico, estuvo seguro de que no lo seguían. La música rock que brotaba de la radio del coche le sentó bien. Tenía que relajarse un poco, tratar de respirar tranquilamente. Lucie estaba allí, por fin a su lado, y segura. Eso era lo más importante.

La miró con una leve sonrisa.

—Pobrecilla. Acabas de volver de Nuevo México y ni siquiera has podido descansar cinco minutos. Me he fijado que aún cojeas un poco.

—Estoy bien.

—Entonces, háblame como si todo fuera bien. Cuéntame tu viaje a Estados Unidos. ¿Es bonito? ¿Crees que podemos ir allí de viaje algún día?

—Franck, tal vez no sea el momento de…

—Quiero ese hijo, Lucie. Lo quiero más que cualquier otra cosa en el mundo.

Lo había soltado, de golpe, dejando a su compañera sin voz. Por lo general era ella quien sacaba el tema y Sharko se conformaba con escuchar, asintiendo cuando era necesario, a menudo con excesiva gentileza, sin demasiado entusiasmo. Pero esa vez era diferente. Lo que estaba sucediendo a su alrededor lo estaba transformando, física y moralmente. Sharko se volvió hacia la ventana, haciendo imposible cualquier réplica, porque tal vez en ese preciso momento se sentía aliviado. Lucie apoyó la cabeza contra la ventanilla, en el lado opuesto, y contempló el paisaje que desfilaba.

¿Adónde los llevaba el taxi?

Eran las seis y media de la tarde cuando el vehículo se detuvo frente a un parvulario, en Ivry-sur-Seine. Sharko pidió al taxista que los esperara y salió a toda prisa, y Lucie tras él. Entraron en un local municipal. La policía contempló los carteles, las fotos y los eslóganes: se hallaba en la sede de la asociación Solidaridad Chernóbil. Frente a ella, Sharko hacía signos a un tipo de cabello largo. El hombre estaba sentado a una mesa y conversaba con otras personas. Se disculpó ante estas y se acercó a los dos policías.

—Lo siento, estamos reunidos y…

—Será solo cuestión de unos minutos —lo interrumpió Sharko—. Le presento a mi colega, Lucie Henebelle.

Lambroise inclinó educadamente la cabeza, los condujo a un aparte y se dirigió a Sharko:

—¿En qué puedo ayudarles?

—Llévenos a Ucrania.

—¿A Ucrania?

—Sí, para visitar esos pueblos próximos a Chernóbil, hasta que alguien reconozca al niño desaparecido y nos explique lo que sucedió realmente.

Lucie sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el vientre, pero trató de contenerse. Chernóbil…

Sharko prosiguió:

—¿Puede acompañarnos y guiarnos uno de sus traductores? Tomaremos el avión y luego alquilaremos un coche. Bastará con reproducir exactamente las etapas del autobús y ayudarnos en la cuestión lingüística. Podemos hacerlo muy deprisa. Evidentemente, nos haremos cargo de todos los gastos.

El director de la asociación meneó la cabeza.

—Solo contamos con un traductor y en estos momentos está muy solicitado. Es…

Sharko sacó una foto que se había llevado consigo expresamente y se la mostró. Una foto de la escena del crimen, que nunca son agradables a la vista. El rostro de Lambroise se crispó.

—A ese pobre chiquillo lo encontraron ahogado en un lago —dijo el policía—. A estas horas, ese pequeño ucraniano se pudre dentro de una bolsa negra, en el fondo de un cajón de la morgue. Y luego está esto…

Le mostró la foto de un niño sobre una mesa de operaciones, con la cicatriz ventral, consciente de que tal vez iba demasiado lejos, aunque no le importaba.

El responsable de la asociación sufrió un fuerte golpe. Por unos instantes se quedó sin reaccionar y finalmente alzó su mirada abatida a sus interlocutores:

—De acuerdo. Solo necesitan el pasaporte y quizás una reserva de hotel para ir allí. ¿Cuándo desean partir?

—Lo antes posible. Mañana.

Se volvió hacia el grupo.

—¿Vladimir? ¿Puedes venir un momento?

Un hombrecillo de cabellos blancos se puso en pie. Era flaco como un papel de fumar y tenía el rostro absolutamente liso, como si fuera de cera. No tenía cejas. Era imposible adivinar su edad: treinta, tal vez treinta y cinco años. Lambroise le devolvió las fotos a Sharko y murmuró:

—Es ucraniano, también es un niño de Chernóbil. Un niño que ha tenido la suerte de crecer.

Mientras Sharko guardaba las fotos, el director recuperó su sonrisa e hizo las presentaciones de rigor.

—Les presentó a Vladimir Ermakov, él los conducirá allí.

Explicó brevemente la situación al joven ucraniano, que asintió sin hacer preguntas. Luego Vladimir saludó de nuevo a los dos policías y fue a sentarse.

—Conoce la región como la palma de su mano —dijo Lambroise a los dos policías al acompañarlos hacia la salida—. Sabrá guiarles exactamente adonde quieran ir.

—Muchas gracias —respondió Sharko, sincero.

—No me dé las gracias. La región de Chernóbil es el infierno en la Tierra, hay que verlo para creerlo. Pueden estar seguros, ese lugar maldito los marcará hasta el fin de sus días.

58

U
na vez afuera, Sharko inspiró profundamente, con las manos en los bolsillos de su chaquetón. Por curioso que pueda parecer, casi se sentía aliviado al abandonar la capital, aunque fuera para ir a uno de los lugares más terribles de todo el planeta.

—Ahora sí que vas a tener que explicármelo todo —dijo Lucie—. Me siento fuera de juego…

Sharko se echó a andar.

—Te lo contaré tranquilamente en el hotel. Voy a llamar a Bellanger, para avisarlo. Cuando esta mañana he venido aquí con él, he visto en sus ojos que tenía en mente enviar a alguien allí.

Tras la fructuosa llamada —Bellanger aceptó de inmediato—, Sharko decidió volver al corazón de París. El taxi los dejó frente a un hotel de tres estrellas cerca de la plaza de la Bastilla. Por una vez, Sharko apreciaba la presencia de la gente, de los turistas, esas voces alegres que se elevaban por los aires. Era muy tranquilizador saber que allí no corrían peligro ni ella ni él.

El asesino, en caso de que acechara su regreso al apartamento, no tardaría en preocuparse y en hacerse preguntas de peso.

Tras dejar las maletas, cenaron en el restaurante del hotel. Sharko pidió una mesa en un rincón tranquilo. Puso finalmente a Lucie al día de la investigación, y le explicó los hallazgos en el domicilio de Scheffer —los animales en los acuarios, su aventura amorosa con Valérie Duprès—, el papel desempeñado por su fundación y la acogida temporal de niños ucranianos por familias francesas. Habló del cesio que invade el organismo y de los niños enfermos atendidos en el servicio de medicina nuclear.

Y, acto seguido, llegó claramente a las conclusiones que se desprendían de todo ello.

—Scheffer elige personalmente los grupos de niños que vendrán a Francia mediante mapas meteorológicos de la época de la catástrofe. A esos niños ucranianos los estudia uno a uno en Francia, mediante su servicio de medicina nuclear. Cuando uno tiene en sus manos las fotos de los niños tendidos sobre las mesas de operación, no puede evitar pensar que Scheffer utiliza su asociación para otros fines. Unos fines relacionados con el nivel de contaminación de cesio 137…

—Y tiene que haber a la fuerza una relación con el manuscrito. El cesio es igual a radiactividad y la radiactividad es igual a Albert Einstein y Marie Curie. Todo debe proceder de los descubrimientos surgidos de esas páginas malditas.

—No cabe la menor duda. Y es seguro que Scheffer hace venir aquí a niños contaminados, lleva a cabo mediciones en un servicio de medicina nuclear y los devuelve a su país. Nuestros colegas están verificando si hay niños de la asociación que vinieron en años precedentes que hayan desaparecido. —Dejó que el camarero les sirviera los platos calientes y prosiguió—: Estoy seguro de que la asociación es una solución alternativa al cierre del centro de diagnóstico de Kursk en 2003, para que Scheffer pudiera proseguir sus actividades secretas. Hace ocho años, estaba allí personalmente para pasar consulta y llevar a cabo sus siniestras ambiciones. No necesitaba organizar esos complejos transportes entre esos países y Francia.

Lucie clavó el tenedor en su vieira. Tenía un aspecto muy apetitoso pero, por una vez, no tenía hambre.

—Has hablado de un centro de diagnóstico de hace ocho años. ¿Quieres decir que estos horrores de los que son víctimas los niños se remontan a…?

—A 1998, el año que se creó la fundación. Eso me temo, efectivamente. Recuerda una de las fotos: fue tomada con una cámara analógica y positivada sobre un papel que no se distribuye desde 2004. Esta fundación es el árbol que oculta el bosque, estoy seguro de ello. —Sharko apoyó el índice sobre la mesa—. El cazador que me persigue encarnizadamente es un enfermo, un psicópata, pero no es nada al lado de tipos como Scheffer. Esa gente se mueve en otra dimensión del mal, con el único fin de servir a sus siniestras convicciones y sabes como yo hasta dónde son capaces de llegar. Y lo que pueden hacer para no ser capturados.

Sí, ella también lo sabía. Ya se habían encontrado con seres así en el pasado: monstruos inteligentes, capaces de asesinar en masa sin el menor remordimiento. Y todo ello al servicio de una causa que solo su cerebro enfermo alcanzaba a comprender. Se comió una vieira con desgana.

—No encontraremos nunca a Valérie Duprès —susurró Lucie, con expresión triste.

—No hay que perder la esperanza.

—Dime, Franck, Chernóbil…

—¿Sí?

—Si estoy embarazada, ¿no crees que puede ser peligroso para…?

—Iremos con cuidado.

—¿Y cómo vas a ir con cuidado ante la radiactividad?

—No entraremos en la zona prohibida, no comeremos sus productos y no beberemos su agua. Estaremos solo de paso, no lo olvides.

Sharko se comió su
risotto
de vieiras en silencio. En el fondo, los dos pensaban en esas sombras malignas que se movían a sus anchas en los estratos de una sociedad ciega. Un émbolo mortal los comprimía y los obligaba a avanzar, a adentrarse por un camino oscuro, cuyas dos salidas estaban cerradas.

Tras ellos, el asesino.

Y al frente, la locura humana.

Eran cerca de las diez de la noche cuando subieron a su habitación.

Afuera nevaba. Para las familias, aquella Navidad tendría algo mágico.

Hicieron el amor ansiando creer que, algún día, el sol acabaría saliendo por un rincón del cielo y calentaría sus corazones durante mucho tiempo.

Aquellos dos corazones que, esa noche, estaban fríos como una piedra.

59

A
l día siguiente, a las ocho de la mañana, Sharko recibió un SMS de Bellanger.

«Nos vemos en biología. Identificado animal acuario. Venid enseguida».

De nuevo el Quai de l’Horloge. Y los laboratorios de la policía científica. Un lugar estratégico por donde transitaban las muestras, las pruebas materiales y los indicios para proceder a una identificación o para ayudar en una investigación criminal. Ahora la policía francesa era eso: una mezcla de técnicas cada día más eficaces y de instintos, un curioso territorio donde las pipetas se codeaban con las pistolas. Algunos temían que pronto la mayoría de los policías estarían delante de un ordenador hojeando archivos en lugar de pateando las calles.

Por un lado, quedarían algunos Sharko y Henebelle.

Y, por otro, los ejércitos de Robillard.

Desde Bastille, los dos policías fueron en metro a Châtelet y, mezclados con el gentío, cruzaron el PontNeuf rápidamente y desaparecieron por el muelle nevado.

Tras identificarse en la recepción, subieron a la planta de biología, dividida en diversas salas, la mayoría de las cuales estaban reservadas al ADN: búsqueda mediante lupas, cortado de prendas de vestir y sábanas, toma de muestras, análisis o resultados. Una implacable cadena que, a veces y con un poco de suerte, conducía directamente al asesino.

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