—¿Qué sucede?
—Investigamos la desaparición de este niño. Y tenemos buenas razones para pensar que llegó con el grupo de la semana pasada.
Lambroise cogió la foto que Bellanger le tendía. Sharko permanecía apartado. No dejaba de pensar en las huellas de Lucie halladas en casa de Gloria.
—Las familias de acogida no nos han informado de nada semejante —dijo Lambroise—. Una desaparición es el mayor de nuestros temores, y ya pueden imaginarse que estaríamos al corriente. —Observó la foto atentamente—. A primera vista, no me dice nada, pero no conozco el rostro de todos los niños de memoria. Voy a comprobarlo, esperen dos segundos.
Salió y volvió al cabo de un minuto con una gruesa carpeta.
—¿Cuál es su relación con Léo Scheffer? —preguntó Bellanger.
—¿Con Léo Scheffer? Muy cordial y profesional. Siempre está presente cuando llegan los autobuses o se marchan a Ucrania, para saludar a los niños. Son momentos humanamente muy intensos. Además, lo veo en las reuniones de la oficina, sin más.
Comenzó a hojear la carpeta clasificadora. Había fichas y diversos documentos ordenados en hojas plastificadas. En cada una de ellas había una foto de identidad de un niño, así como una ficha de estado civil y documentos.
—Es nuestro grupo de este año. Ochenta y dos niños, repartidos en dos autobuses y procedentes de varias ciudades pobres de Ucrania.
—¿Con qué criterios seleccionan a los niños? ¿Por qué ellos y no otros?
—¿Nuestros criterios? En primer lugar, nunca vamos dos veces a los mismos pueblos, para dar mayores posibilidades a todos los niños. Todos proceden de familias muy, muy pobres. En cuanto a la selección, la mayoría de las veces es el señor Scheffer quien decide.
—¿Y cómo procede?
—Al explotar el reactor, el cesio 137 fue propulsado al aire y se infiltró en la tierra debido a los vientos y la lluvia. Eso se produjo con mayor o menor intensidad en el suelo ucraniano, ruso y bielorruso. Con los archivos de los mapas meteorológicos de las semanas posteriores a la catástrofe, analizando las precipitaciones y los vientos, la fundación pudo establecer las probabilidades de contaminación por cesio 137. El señor Scheffer trae aquí a los niños que cree más afectados. A menudo tiene buena intuición y las mediciones que se realizan en su hospital muestran, en algunos de los niños, unos niveles de contaminación monstruosos, que no se hallan en ningún otro lugar del mundo.
Se detuvo en el rostro de una niña, Yevguenia Kuzumko, de nueve años, una chiquilla preciosa, a la que el átomo debía de devorar las entrañas.
—Con el profesor, intentamos arrancar a esos niños de su sórdido entorno. Allí se ven obligados a alimentarse de productos de la tierra para sobrevivir, a falta de medios. Se estima que hay un millón y medio de personas gravemente contaminadas por cesio 137, entre las cuales cuatrocientos mil niños que viven en tres mil pueblos, según el mapa de la fundación. Y no le hablo del uranio ni siquiera del plomo, que soltaron sobre el reactor en fusión para tratar de detener la radiactividad y el polvo del cual se diseminó por los campos a centenares de kilómetros.
—¿Y el cesio 137 es el que provoca las patologías más graves?
—El plomo, el cesio, el estroncio, el uranio o el torio son perjudiciales para la salud. Sin embargo, el cesio es especialmente perverso, puesto que se metaboliza en el organismo de la misma manera que el potasio. Basta con ingerirlo por medio de productos de la tierra o a través del agua y aparecerá en cantidades ínfimas en todas las células del cuerpo humano, sin excepción. Cantidades ínfimas, pero suficientes para que el cesio emita a lo largo de toda la vida partículas radiactivas muy energéticas. Los estragos causados por esas radiaciones que atraviesan permanentemente las células de los individuos irradiados son considerables: cardiomiopatías, patologías del hígado, de los riñones, de los órganos endocrinos, del sistema inmunitario y muchas otras. Y ya se pueden imaginar las anomalías genéticas cuando los niños de Chernóbil dan a luz.
Suspiró y permaneció en silencio un buen rato.
—Durante mucho tiempo, el gobierno ruso negó esta muerte lenta —prosiguió—. Hubo médicos e investigadores que fueron encarcelados por haber osado pretender que, años después de la catástrofe, Chernóbil seguía matando a gente. Pienso en particular en Yuri Bahdajevski o Vasili Nesterenko, unos hombres extraordinarios. Léo Scheffer también es un hombre bueno, de ese fuste.
Hojeaba las páginas. Sharko sentía su compromiso, su rabia. Si ese presidente de la asociación conociera las tenebrosas actividades de Scheffer en Estados Unidos… Y las que llevaba a cabo probablemente con algunos de aquellos pobres niños, tatuados como reses.
El hombre meneó finalmente la cabeza.
—El niño al que buscan no está aquí, lo siento.
Bellanger se inclinó hacia él y se apoderó de la carpeta, que hojeó a toda prisa.
—No es posible. Todos los elementos nos conducen hasta aquí. Temporal y geográficamente, coincide. El niño presentaba unas severas patologías, estaba irradiado. Procedía de uno de sus autobuses, estamos seguros.
Lambroise se quedó pensativo unos segundos.
—Ahora que lo dice…
Dos pares de ojos se clavaron de inmediato sobre él. Chasqueó los dedos.
—Al descargar los equipajes, me dijeron que algunos chavales del segundo autobús se habían quejado. Les habían abierto las bolsas y revuelto sus pertenencias. En el maletero del autobús. El chófer descubrió paquetes de galletas abiertos, ropa esparcida y botellas de agua vacías. Como si hubiera un ratoncillo.
Ahora todo estaba claro en la cabeza de los policías: el niño del hospital había huido clandestinamente de algo en Ucrania. Con la ayuda de Valérie Duprès, tal vez había corrido y se había ocultado en el maletero de uno de los autobuses, hasta llegar a Francia.
Bellanger apoyó la mano sobre la carpeta, que acababa de cerrar.
—¿Dónde embarcaron los niños ucranianos en los autobuses?
—Nuestros dos traductores voluntarios y los dos chóferes han recorrido este año ocho pueblos, en los que han recogido a niños, antes de ponerse en camino para un viaje de cincuenta horas en dirección a Francia. El segundo autobús se ocupó de cuatro pueblos próximos al perímetro prohibido alrededor de la central.
—¿Puede darnos los nombres de esos pueblos?
Se dirigió a una fotocopiadora.
—Necesitaremos también la identidad de las familias, todo lo que pueda proporcionarnos para ayudarnos en la investigación —añadió Bellanger.
—Pueden contar conmigo.
Les tendió la lista de los pueblos. Bellanger la dobló cuidadosamente y se la guardó en el bolsillo.
—Una última cosa: ¿alguna vez ha desaparecido alguno de los niños que venían a Francia en autobús?
—Jamás. No hemos tenido ni una sola pérdida desde que existimos.
—Cuando esos niños de la carpeta regresen a su país, ¿sabe qué será de ellos?
—No, la verdad es que no. Por nuestra parte, no llevamos a cabo ningún seguimiento. En general, suele mantenerse una correspondencia con las familias, que gestiona nuestro servicio de traducción, pero a menudo se interrumpe uno o dos años después.
Bellanger asintió.
—Gracias por habernos atendido. Se le citará muy pronto en el Quai des Orfèvres, para que declare en relación con Léo Scheffer. También necesitaremos, y lo antes posible, todas las fichas de los niños que han venido por medio de la asociación.
Se estrecharon la mano.
—Me ocuparé de ello después de la reunión y se las enviaré. Pero ¿qué pasa exactamente con el señor Scheffer?
—Se lo explicaremos con todo detalle en el debido momento.
Se dirigieron hacia la puerta. Sharko esperó a estar solos para preguntarle a Bellanger, en voz queda:
—¿Para qué son las fichas…?
—Para comparar los rostros de los niños de la asociación con los de los que están tendidos en las mesas de operación. Aunque esas fotos tengan unos años, nunca se sabe.
L
ucie admiró el paisaje durante el aterrizaje.
París estaba completamente blanco y la torre Eiffel centelleaba como un cristal de sal. El avión viró e invirtió las perspectivas. Desde allí arriba todo parecía muy bonito. Lucie miró a su derecha, una chiquilla tenía la nariz pegada a la ventanilla, con los ojos maravillados. A sus hijas también les hubiera encantado ver aquel espectáculo, a buen seguro se habrían peleado para conseguir el mejor asiento. Pero sus hijas nunca fueron en avión, ni siquiera en TGV. Nunca se comprarían una casa, ni vivirían su primer amor, ni acariciarían los animales y tampoco se pasearían por los parques.
Simplemente, ya no estaban allí.
Lucie manipulaba su móvil apagado, con tristeza en la mirada, y se apegó a las obsesiones que le permitían avanzar: tal vez le hubieran dejado un mensaje que anunciaba que Léo Scheffer había sido detenido, tal vez ya hubieran averiguado qué les había sucedido a todos aquellos niños, y quizás hubieran logrado arrancar a algunos de ellos de las garras de los monstruos que los maltrataban.
Aquellos niños no le habían pedido nada a nadie, tenían que vivir y crecer.
Mientras estaba sumergida en sus pensamientos, los neumáticos del tren de aterrizaje se posaron sobre la pista y la desaceleración fue violenta. El avión se detuvo junto a la terminal y arrimaron el
finger
. Justo antes de que los pasajeros abandonaran el avión, Lucie sintió la necesidad de acariciar a la chiquilla, que ahora estaba justo delante de ella. La niña se parecía a Clara y a Juliette. Lucie deslizó sus dedos entre la larga cabellera de la criatura, con los ojos entornados, y se sintió bien. La niña se volvió un momento, le sonrió y, acto seguido, desapareció entre la multitud, pegada a su madre. Lucie no volvió a verla.
Sola, recogió su equipaje, cruzó la aduana y se dirigió al vestíbulo, donde las familias se reconstruían y los maridos se encontraban con sus esposas y los padres con sus hijos.
Vio a Sharko entre toda aquella gente. Su aspecto robusto, sus rasgos un poco severos, que había acabado amando, y su traje, que le daba clase y prestancia. Hoy, más que nunca, supo que aún estaba enamorada de él, que lo necesitaba. Sin embargo, a medida que avanzaba, comprendió que algo no iba bien. Franck tenía la sonrisa crispada y, además, Nicolas Bellanger estaba allí, justo a su lado.
El comisario abrió sus brazos y la abrazó, suspirándole en el cuello. Lucie le acarició la espalda.
—¿Habéis pillado a Scheffer? —preguntó ella de inmediato.
Sharko se apartó de ella y la miró a los ojos.
—Vamos a tomar un café.
Le cogió el equipaje, mientras ella le daba unos besos a Bellanger. Sharko los miró de reojo.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó el jefe de grupo.
—Bien —fue su escueta respuesta.
Hallaron un rincón relativamente tranquilo al fondo de un bar, en un extremo de la terminal. Bellanger pidió tres cafés y miró a Lucie a los ojos.
—De momento no hemos atrapado ni a Scheffer ni a Dassonville. He recibido una llamada de Robillard, mientras te esperábamos. Ha logrado averiguar que Scheffer voló precipitadamente a Moscú ayer por la tarde. Interpol se ha puesto en contacto con la policía moscovita y ha informado al agregado de seguridad interior.
[7]
El agregado se llama Arnaud Lachery, es un veterano de los nuestros, que estuvo en la brigada de búsqueda e intervención. Franck lo conocía.
Lucie se contentó con asentir en silencio. Bellanger prosiguió:
—Interpol emitirá un código rojo y trabajaremos con los rusos. Ya he cursado las solicitudes correspondientes para contar con autorización para entrar en territorio ruso si fuera necesario, para que no nos pillen en el último momento.
—¿Y Dassonville?
—Las autoridades de Nuevo México e Interpol están en ello. Vigilarán prioritariamente los aeropuertos. —Miró a Sharko y se aclaró la voz—. Tenemos que hablar también de otra cosa contigo.
—Dejad de dar largas e id al grano. ¿Qué pasa?
—¿Conoces a Gloria Nowick?
Lucie los miró, uno tras otro.
—¿Por qué me lo preguntáis?
—Solo responde a la pregunta —dijo Sharko.
Ella detestaba aquel tono, tenía la impresión de que sospechaban de ella y que asistía a su propio interrogatorio. Sin embargo, asintió.
—La conocí, unos días antes de marcharme de viaje. Fui a su casa.
—¿Por qué?
Lucie titubeó.
—Es privado. No puedo…
Sharko dio un puñetazo sobre la mesa.
—¡Está muerta, Lucie! La encontré torturada y agonizante en una torre de cambio de agujas abandonada. Le habían dado una paliza de muerte y le habían tatuado en la frente una jugada de ajedrez. Así que ahora, responde a mi maldita pregunta. ¿Por qué?
La policía encajó la noticia, mientras el camarero que les traía los cafés los observaba con curiosidad. Apretó los labios.
—Porque quería hacerte un regalo único por Navidad. Un regalo que te emocionaría, que te haría reír y llorar. Un regalo que se parecería a ti. —Sintió que la emoción la dominaba, pero trató de contenerse—. Todas esas noches, esas horas en que me ausentaba, en las que pretextaba que tenía trabajo, eran para aprender a conoceros mejor, a ti y a tu pasado. Hablé con tus antiguos compañeros, con amigos a los que has perdido de vista, con conocidos… Gloria era una de esas personas.
Sharko sintió que se le clavaba un puñal en el corazón, pero ni siquiera lo dejó entrever. Lucie intentó llevarse la taza de café a los labios, pero la mano le temblaba demasiado.
—Hace semanas que reúno testimonios. Quería hacer la película de tu vida, Franck. De tus épocas de alegría, y también de las de tristeza. Porque así es tu existencia, como una montaña rusa. Aún tenía que hablar con Paul Chénaix y otras personas que te conocen bien, a las que tienes apego. Pero ahora me temo que mi sorpresa se ha echado a perder.
—Lucie…
Bellanger se puso en pie y apoyó una mano sobre el hombro de Sharko.
—Me parece que os conviene hablar. Voy a fumar un cigarrillo y hacer unas llamadas. Tomaos el tiempo que necesitéis.
Se alejó. Lucie asió la mano de Sharko y la apretó.
—¿Has creído que tenía algo que ver con la muerte de Gloria?
El comisario sacudió negativamente la cabeza.
—En ningún momento.