Ya no podía pensárselo más, había llegado la hora de salir, como fuera. Lucie se metió unos cartuchos en los bolsillos, se dirigió a la ventana lateral y la empujó. La llave de hierro se abatió contra la ventana, martilleando furiosamente, pero Lucie logró introducir el cañón por un resquicio entre la chapa y el plexiglás, movió la culata a un lado y disparó al azar.
Los golpes de la llave cesaron de inmediato.
En ese mismo instante, Lucie se asomó por el agujero. Una sombra huía delante de ella y desapareció de su campo de visión. La ventana estaba aproximadamente a un metro y medio del suelo y las llamas danzaban justo debajo, devorando las tablas. Lucie se descolgó por la obertura y saltó al exterior.
Aterrizó pesadamente sobre los tobillos, que le dolieron. Con una mueca, se puso en pie y abrió el fusil a toda prisa. Con manos temblorosas, metió dos cartuchos y lo cargó de nuevo.
Unos gritos, en el interior. Eileen aporreaba la chapa con los puños.
Lucie se dirigió a la puerta y, provista de una barra de hierro, empujó los neumáticos a un lado. Le picaban los ojos, y el olor a caucho quemado era insoportable.
En cuanto Eileen pudo salir, Lucie rodeó la caravana. Dassonville corría hacia el lugar donde ella había aparcado el coche. Era ágil y vestía ropa oscura. A pesar de los trescientos metros de desventaja, Lucie no dudó en lanzarse en su persecución agarrando el fusil entre las manos. La rabia multiplicaba sus fuerzas y le hacía olvidar el dolor del tobillo. Pensó en Sharko, al que aquel monje cabrón había empujado al torrente, en el niño al que hallaron bajo el hielo, y en Christophe Gamblin, helado en su congelador.
Perseguía al diablo en persona, al diablo que corría desde hacía veintiséis años por las montañas de Saboya.
Se detuvo y trató de llevarse el arma al hombro y apuntar, pero su respiración acelerada le impedía hacerlo correctamente. Disparó dos veces, a sabiendas de que no lo tocaría. La mayoría de los perdigones fueron a dar en una piedra lejana o se perdieron en el aire.
Retomó la carrera y sus esperanzas se esfumaron cuando oyó el ruido de un motor. Dassonville había aparcado su coche más lejos que el suyo, tras unas rocas. Cuando Lucie llegó a su propio coche, el otro ya desaparecía tras una nube de humo, a lo lejos.
Puso en marcha el coche y solo pudo circular unos metros antes de que su vehículo se desviara y se volviera incontrolable. Frenó en seco y salió para ver qué había sucedido.
Tenía los cuatro neumáticos reventados.
Rabiosa, golpeó violentamente la puerta del coche.
Y luego corrió de nuevo hasta la caravana.
Mitgang iba y venía de unos barriles llenos de agua de lluvia al fuego. Su discapacidad en las piernas hacía que pareciera una muñeca desarticulada. Una espesa humareda negra se alzaba hacia el cielo. Lucie constató que el coche de la antigua periodista también había sido saboteado. La caravana aún se tenía en pie y la chapa, aunque ennegrecida, resistía bien.
—Tengo que llamar —dijo Lucie sin resuello—. Debo avisar a mi servicio en Francia. ¿Cómo puedo hacerlo?
Eileen respiraba ruidosamente y su garganta silbaba.
—Me ha reventado los cuatro neumáticos y solo tengo dos de recambio. Sin coche, el único medio es andando. A pie, estamos a dos horas de la primera carretera donde puede haber cobertura. Por eso vivo aquí, porque así estoy aislada de todo.
La mujer corría de un lado a otro. Lucie miró hacia el camino que serpenteaba entre las montañas. Dos horas. Con el tobillo dolorido, tardaría por lo menos tres horas.
Miró a la pobre mujer, que trataba de salvar lo que le quedaba: dieciséis metros cuadrados de linóleo podrido.
Sin su caravana, Eileen Mitgang ya no sería nada.
Lucie agarró una barra de hierro y comenzó a empujar neumáticos a un lado.
No había atrapado a Dassonville, pero disponía de una identidad, y no era una identidad cualquiera.
Léo Scheffer.
N
o había muchos establecimientos que vendieran embarcaciones en los alrededores de París. El primero, situado en Élancourt, en el departamento 78, estaba cerrado por obras desde el verano, el segundo solo ofrecía embarcaciones grandes a motor y el tercero, situado en el Quai Alphonse-le-Gallo en Boulogne-Billancourt, contaba con todas las características que invitaban a visitarlo.
A la vista de las condiciones climatológicas, Sharko juzgó más prudente desplazarse hasta allí en metro. Desde su mesa, indicó a Robillard que iba a hacer una gestión y que tal vez aquella tarde no volvería. Se abrigó, se puso los guantes, se enroscó una bufanda al cuello y anduvo bajo la nieve hasta la estación de Cluny-La Sorbonne. Necesitaba tomar el aire y quería aprovechar el trayecto para conversar con Lucie por teléfono. Desde que estaba en Nuevo México, solo habían intercambiado tímidos SMS. Desafortunadamente, le saltó el contestador y dejó un mensaje. Sin duda, estaba llevando a cabo una meticulosa investigación, encerrada en los archivos de la base militar de Kirtland.
Unos minutos más tarde, se metió en la boca subterránea cerca de la famosa universidad, línea 10. La multitud circulaba cargada de paquetes, de árboles de Navidad embalados y de grandes bolsas multicolores. Los niños ya estaban de vacaciones y la gente sonreía: al cabo de tres días sería Nochebuena. El comisario se abrió paso entre los quídams y tuvo que quedarse de pie porque los vagones estaban muy llenos. Pasó tres cuartas partes del trayecto sonriéndole a una chiquilla asiática que no dejaba de mirarlo.
Por ella llegaría al final de la investigación. Por ella, a pesar de todo, seguía con su maldito oficio. Ella y sus congéneres, todos los críos. Para que pudieran crecer y vivir sin miedo a verse encerrados en el fondo de un sótano por cabrones de la calaña de Dassonville.
Media hora más tarde, hacia las seis y media, bajó en la estación de Boulogne-Pont de Saint-Cloud. La alta torre de la televisión TF1 dominaba la orilla derecha y las aguas del Sena estaban oscuras, del color del tabaco curado. Con las manos en los bolsillos, el comisario de policía atravesó un aparcamiento y entró en el Espace Mazura, un vasto edificio de agradable fachada que era, nada más y nada menos, la gran superficie de las embarcaciones. Allí se vendían pequeñas embarcaciones, remolques para barco, ropa para actividades en el mar o esquíes náuticos, y uno también podía inscribirse para obtener el título de patrón de barco de recreo o que le repararan un motor.
Se dirigió a la sección donde se exponían barcas de todas las formas y colores, de fondo plano o curvo, de polietileno, aluminio o neumáticas… Un vendedor se le acercó.
—¿Puedo ayudarle?
Sharko le mostró una de las fotos de la barca que buscaba.
—Quisiera saber si tienen este modelo.
El hombre miró la foto y asintió.
—La Explorer 280 en madera. La tenemos disponible, sígame.
¿Era posible que Sharko hubiera dado en el clavo y que al fin hubiera logrado un movimiento de avance frente a su adversario? Se dirigieron a la sección vecina. La barca estaba expuesta, a la altura de las caderas. Sharko no tenía duda alguna: era exactamente la misma barca, con los mismos remos.
El policía mostró su deteriorada identificación tricolor.
—Policía criminal de París. En el marco de una investigación, necesito saber si alguien ha comprado esta barca recientemente.
El vendedor titubeó y, acto seguido, asintió. Se dirigió a un ordenador cercano.
—Las vendemos en contadas ocasiones, sobre todo en esta época. Espere dos segundos y lo comprobaré. —Tras unos clics, señaló la pantalla con el dedo—. Sí. Explorer 280, el 29 de noviembre pasado. Al parecer, el cliente compró dos de golpe. Según el tique de caja, veo que también adquirió un traje de inmersión especial para el invierno, un retel y una linterna sumergible.
—¿Sabe su identidad?
—No. El ordenador indica que el pago se efectuó en metálico. No lo atendí yo pero, si no recuerdo mal, su coche estaba en el aparcamiento, con el remolque para embarcaciones. Ayudé a mi colega a atar las dos embarcaciones. Luego, el cliente nos dio la mano y se marchó.
—Cuénteme todo lo que recuerde.
—Físicamente no podré decirle gran cosa. Iba muy tapado. Gorro, bufanda y gafas de sol que ni siquiera se quitó en la tienda. Debía de tener unos treinta años y medía más o menos como yo. Un poco más, quizá.
La descripción concordaba con la que había hecho el joven Johan Shafran.
—¿Algún rasgo característico? ¿Cicatrices, tatuajes?
—No.
—¿Y la matrícula?
—No, no la sé. Además, su remolque no llevaba matrícula, mi compañero se lo advirtió. En cuanto al coche, era un modelo pequeño, tipo 206 o Clio.
Sharko estaba furioso. Era poca cosa. Miró la barca de exposición. Un modelo de grandes dimensiones. Evidentemente, era imposible guardarla en un apartamento. El asesino de Gloria por fuerza había tenido que dejar las dos embarcaciones en algún lugar. Quizás en un garaje de dos plazas, o en un espacio aún más grande. El policía pensó en el traje de inmersión y en la linterna sumergible. ¿Qué preparaba aquel cabrón con ese material?
—¿Tiene idea de qué quería hacer con las barcas?
—Iré a buscar al compañero que lo atendió, será más sencillo. Ahora vuelvo.
Desapareció al final del pasillo. El comisario iba y venía, con una mano en el mentón. Imaginaba perfectamente el placer del perverso que se divertía a su costa. Su plan era potente, muy elaborado, un verdadero reloj suizo de mecanismo infalible. ¿Cuál sería el punto culminante? ¿Su muerte? O bien… Sharko pensó en Lucie: el Ángel Rojo secuestró a Suzanne durante seis interminables meses.
Si aquel hijoputa seguía los pasos del asesino en serie, en tal caso…
Se estaba angustiando y sentía la necesidad de hablar con su novia en aquel preciso instante. Oír su voz, le bastaría oír su voz. Marcó el número tan deprisa como pudo y le saltó de nuevo el contestador. Colgó sin dejar mensaje.
El vendedor regresó acompañado de su colega.
—Ese cliente era extraño —dijo el nuevo vendedor tendiéndole la mano.
—¿Por qué le pareció extraño?
—Parecía muy apasionado por los insectos. Al llegar aquí, casi no hablaba, quería llevarse el material lo antes posible y marcharse. Sin embargo, en un momento dado, tuve la sensación de que estaba delirando. No duró mucho, pero fue curioso.
Su mirada se perdió. Sharko lo incitó a continuar, pues creía que ahí podía haber algo interesante.
—Hablaba de cazar libélulas. Sí, eso es, ocultarse en una barca y cazar libélulas, porque, según él, se cazan más fácilmente en medio de un estanque. Quizás eso creen los cazadores de libélulas, pero a mí me empezó a parecer que ese tipo tenía un grave problema.
Sharko reflexionaba tan rápido como le era posible. Los insectos… Ya se había enfrentado a un asesino, en el pasado, que utilizaba insectos para sus crímenes. En ese caso también mató al asesino con sus propias manos.
¿Era posible que hubiera alguna relación con aquel viejo caso?
No le dio más vueltas y el vendedor prosiguió:
—Siguió en su delirio y me dijo que también cazaba mariposas nocturnas, también en medio de los estanques. Con una técnica genial. —Sonrió burlón—. Al parecer, coloca la linterna sobre la barca, se mete en el agua protegido por el traje de inmersión, y espera, retel en mano. ¿Se imagina la escena? Bueno, como le decía, el tipo no era agua clara.
La mariposa nocturna. Sharko sintió que el corazón se le aceleraba. ¿Sería posible que…?
—¿Le habló de la esfinge de la calavera?
El vendedor asintió.
—Sí, también. Quería capturar esfinges de calavera. ¿Cómo lo sabe?
Sharko palideció.
La esfinge de la calavera: un siniestro mensajero con el que el comisario ya se había cruzado en un caso muy difícil, seis años atrás. Uno de los peores casos de su vida.
Desconcertado, se estremeció ante la idea de ese insecto con un abdomen muy particular, que lucía el dibujo de una calavera. Si sus deducciones eran correctas, ya sabía cuál sería su próximo destino.
El lugar donde, hacía mucho tiempo, el asesino de los insectos había criado y utilizado sus esfinges para una tétrica misión.
Las tinieblas.
D
e Boulogne-Billancourt, Sharko regresó a París para recuperar su coche y se dirigió al sur, hacia el departamento de Essonne. Y, más precisamente, a Vigneux-surSeine, en la linde del bosque de Sénart.
No le importaban ni la meteorología ni el tiempo que le llevaría llegar a destino. Tenía que ir allí. Esa misma noche.
La pesadilla continuaba e incluso se amplificaba. Atrapado en los embotellamientos, el comisario reconstruía mentalmente aquel viejo caso de 2005, en el que se había enfrentado a un criminal particularmente sádico. El individuo en cuestión, autor de varios crímenes, había utilizado mariposas esfinge de la calavera para dirigir a Sharko y a su equipo a una trampa donde una joven había hallado la muerte de una manera abominable.
Los insectos lo llevaron a un cementerio de gabarras, cerca de Vigneux. Aún recordaba a la perfección el nombre del viejo barco abandonado, donde tuvo lugar el terrible drama:
La Courtisane
.
El asesino de Gloria no se contentaba con robarle partes de su intimidad —sangre, pelos de las cejas, ADN—, sino que también aspiraba su pasado y utilizaba los lugares que lo herían, reavivando recuerdos insoportables. En la cala de
La Courtisane
, Sharko vio desangrarse a una pobre chica y no pudo hacer nada para evitarlo. Vio de nuevo claramente la cuadrícula de heridas sobre el cuerpo blanco y desnudo, la incomprensión en los ojos de la víctima y aquella mano suplicante que se tendió hacia él. Un caso mediático, por supuesto. El «asesino de los insectos» no tuvo secretos para nadie.
Sharko volvió a la realidad del presente.
La nieve y el frío. Y todos aquellos coches que no avanzaban.
Tardó dos horas en salir del cinturón periférico, y dos más para llegar a Épinay. Un verdadero infierno. Eran casi las diez de la noche, y ya no podía más cuando le sonó el teléfono.
Era Lucie. Por fin.
—¡Cariño!
De nuevo tenía ganas de llorar. Nunca permitiría que le hicieran daño a ella. Nunca, jamás.
La vocecita femenina resonó en el auricular. Era muy lejana, inaccesible.