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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (18 page)

BOOK: Atomka
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Era inútil adentrarse en el bosque con aquel dolor en el tobillo. Durante un instante, se dijo que deberían haberse presentado allí con refuerzos. Sacó su teléfono móvil. Por desgracia, y debido a la tormenta, no tenía cobertura. Su mirada se detuvo en la siniestra morada. Pasó junto a los pinos y descubrió un pequeño respiradero, a la derecha del porche. A ras de la nieve, iluminado por dentro. Una vez ante la puerta de la casa, la empujó bruscamente y se pegó contra la pared exterior, conteniendo la respiración. No hubo ninguna reacción. Echó un vistazo y luego otro, apuntando con el arma. No había nadie. Con breves expiraciones, entró en el salón. No hubo disparos ni la atacaron: Agonla probablemente estaba solo y el único coche, en el camino, lo confirmaba. Recorrió la estancia con la mirada, más atentamente. La televisión estaba encendida. La chimenea crepitaba y las llamas flameaban nerviosas. En algún lugar bajo el techo silbaba el viento.

Se aproximó con prudencia, al acecho. La estancia olía a cerrado y a carne ahumada. Agonla debía de vivir allí sepultado como un topo. Las paredes también eran de piedra, ensambladas a la antigua. Unas gruesas vigas listaban el techo, muy alto. Lucie pensó en el interior de una vieja posada medieval. Como si quisieran recordarle su propio esguince, vio un par de muletas apoyadas junto a un sillón y, acto seguido, vio otra puerta abierta, forrada por dentro con aislante térmico o sonoro. Una escalera. Un sótano. De allí procedía la luz del respiradero.

El deseo de que todo acabara. Eso era lo que empujaba a Sharko a echar mano de sus reservas, a desgarrarse los pulmones hasta llevar su organismo al límite. El viento lo fustigaba por un lado y tenía la parte izquierda del rostro prácticamente helada. A su alrededor, los árboles se arrimaban unos a otros y formaban un maléfico entramado, como si pretendieran aplastarlo y humillarlo. Cada metro que recorría era idéntico: pinos hieráticos, nieve y un relieve hostil en trampantojo.

Con la visibilidad reducida, Sharko había perdido de vista a su objetivo pero sabía que se había acercado a él. El otro parecía correr más despacio, encorvado o encogido. El policía seguía el surco abierto por el calzado y las tibias de su predecesor. El grosor de la nieve alcanzaba en algunos lugares cuarenta o cincuenta centímetros. Recordó su carrera, dos noches antes, a través del cenagal, como si de repente el pasado y el presente se mezclaran. Se volvió brevemente, incapaz de decir dónde se encontraba. Si se perdiera allí y si la nieve cubriera sus huellas, en tres o cuatro horas moriría de frío. Las montañas no perdonaban.

Prosiguió su avance, pesado, sin resuello. Tenía que atrapar a Agonla, y vivo, a ser posible. En aquella abyecta monotonía, de pronto hubo una variación, un sobresalto acústico semejante a una nota surgida de una partitura. El policía fue todo oídos: en algún lugar, manaba agua. Pensó entonces en el torrente. Estaba justo frente a él. Con un esfuerzo de voluntad, logró aumentar de nuevo la cadencia de sus pasos.

Con el camino cortado por la serpiente de agua, su presa iba a caer en la trampa.

El cuerpo se le apareció de repente, con la mandíbula desencajada como un muñeco, al final de la escalera. Lucie empuñaba la pistola con ambas manos, con los ojos desorbitados.

Apuntaba a Philippe Agonla. O a lo que quedaba de él.

Estaba inmóvil, con los ojos abiertos hacia el techo y sus gruesas gafas de culo de botella aplastadas contra su rostro. Algo oscuro y viscoso fluía de la parte posterior de su cráneo. La policía descendió con prudencia, dispuesta a abrir fuego al menor gesto. Sin embargo, Agonla ya no era de este mundo. Apretando los dientes, apoyó dos dedos sobre el cuello. No tenía pulso.

Se incorporó, atónita. Si Agonla estaba allí, de cuerpo presente, ¿a quién perseguía Sharko?

Observó a un lado. La cabeza debía de haber percutido contra la pared lateral, como testimoniaban las marcas de sangre fresca. ¿Alguien había empujado a Agonla por la escalera?

De repente, la puerta del sótano se cerró a su espalda. Lucie creyó que iba a estallarle el corazón. Subió los peldaños a toda velocidad, convencida de que la habían encerrado. Abrió con nerviosismo.

No había nadie.

La puerta de entrada, al fondo, comenzó a oscilar frenéticamente y también acabó cerrándose violentamente.

«Una corriente de aire…».

Lucie tuvo que sentarse dos segundos, porque el pecho le dolía mucho. Trató de serenarse, no era el momento de hundirse. Lanzó una mirada al cadáver, aplastado en la curva de escalones. La extraña luminosidad de la iluminación proyectaba sombras inquietantes en ese rostro inmóvil, poco agraciado, de ojos oscuros y saltones.

Cojeando, Lucie salió de la casa y llamó a Sharko. Sus gritos le parecieron irrisorios pues el viento los devoraba, cizallaba y silenciaba. Se quedó plantada en medio del frío y buscó las huellas, en vano. Gritó, una vez y otra, y solo obtuvo como respuesta la risa socarrona del inmenso vacío.

Las aguas gélidas e impetuosas del torrente se dibujaron al fin tras las ráfagas de copos de nieve. Sharko estaba a punto de morir de agotamiento. La vista se le había vuelto borrosa. Algunos troncos se desdoblaban, las oquedades y los relieves oscilaban, aumentaban y disminuían de tamaño. Apuntaba con su arma a todas partes, al menor crujido. Con el brazo, se apartó la nieve pegada a la mejilla y la frente. Su gorro se había quedado enganchado a una rama, en algún lugar, y tenía el pelo empapado. Sus pasos pesaban toneladas y le dolían los pies. ¿Dónde estaba su objetivo?

Sharko entornó los ojos. El surco de huellas se dirigía directamente hacia la orilla alzada del río. ¿Era posible que el hombre hubiera saltado al agua y hubiera cruzado? Las aguas eran grises, espumeantes y parecían profundas. Justo enfrente, unas grandes rocas rasgaban su superficie y provocaban poderosos remolinos que engullían los copos. La corriente era impetuosa, demasiado fuerte para tratar de cruzar sin que se lo llevara a uno.

Y, sin embargo, las huellas…

El policía se acercó aún más, desconcertado, con la mirada fija en la orilla de enfrente. En el momento en que su pie se plantaba en el borde de la orilla, una sombra surgida desde debajo se desplegó y tiró con fuerza del cuello de su chaquetón. Sharko solo tuvo tiempo de decirse «¡Mierda!» antes de que su arma saliera volando de la mano, su cuerpo cayera al vacío y se sumergiera en las violentas olas del torrente.

Un segundo después, el hombre surgió de la oquedad en la que se había ocultado y miró cómo los rápidos arrastraban al policía, con las manos tratando de asirse al aire, en unas aguas que no debían de estar a más de 5 °C.

El rostro de Sharko desapareció bajo la superficie y no volvió a aparecer.

Solo entonces, el hombre echó a correr hacia el bosque.

Lucie volvió a intentar llamar con su móvil.

—¡Esto es el colmo! ¡Vaya mierda de tiempo! ¡Vaya mierda de región!

Inquieta, escrutó en derredor. ¿Dónde estaba Franck? ¿Por qué aún no había vuelto? Alzó la vista y vio un cable telefónico. Regresó al interior y dio con el teléfono, en un rincón, a la izquierda de la chimenea. Descolgó. Tono. Una buena línea fija como las de antes. Número 17. Respondió un gendarme. Lo mejor que pudo, Lucie explicó la situación: el cadáver de Philippe Agonla, hallado en su domicilio, probablemente asesinado. La huida del hombre por el bosque. Necesitaba refuerzos, y de inmediato. Dio la dirección, se subió el cuello del abrigo y salió al camino nevado, arma en mano.

Imaginó por un instante el drama —Franck herido en algún lugar del bosque, arrastrándose por la nieve— y, acto seguido, se calmó: ya había pasado por cosas peores y siempre había salido de ellas. ¿Por qué la cosa iba a cambiar ese día? Y, además, iba armado.

Sin embargo, frente a las tinieblas, ante aquel inmenso bosque mudo, la angustia aumentó de golpe y otra intuición —esta vez verdaderamente funesta— le provocó un nudo en la garganta. Se dirigió hacia el extremo del camino, con el rostro colorado y a punto de echarse a llorar. El nombre del hombre al que amaba brotó de su boca en un grito doloroso.

—¡Franck!

Solo silencio.

Desanduvo el camino, se metió unos puñados de nieve en el calcetín derecho para aliviar el dolor de los tendones y desapareció a su vez en el bosque sin dejar de gritar.

Sabía que esta vez había sucedido algo grave.

Porque del Mégane azul del asesino de Agonla solo quedaban las huellas de los neumáticos.

II

La muerte

22

L
ucie estaba arrebujada junto a la chimenea, con las manos rodeando una taza de café muy caliente.

Atenazada por el silencio y la muerte.

Con la mirada fija en la ventana tras la que persistía la tormenta, estaba empapada y temblaba, incapaz de entrar en calor. Fuera era casi de noche y un viento terrible ululaba por los resquicios de la vieja barraca. La naturaleza estaba encolerizada y había decidido que esta vez no iba a perdonar.

Sharko, muerto.

No, Lucie no podía resignarse a tal cosa.

Un hombre alto y bigotudo, que parecía fuerte como un buey, se acercó a ella con unas mantas de supervivencia. Llevaba un
walkie-talkie
en la mano.

—Desvístase y cúbrase con esas mantas o va a pillar una neumonía. Ha sido un suicidio tratar de cruzar ese torrente. Imagínese que hubiéramos llegado cinco minutos más tarde.

Casi inerte, Lucie miró al gendarme a los ojos. «Capitán Bertin», podía leerse en una banda en su parka azul y blanca. Cuarenta años cumplidos, facciones robustas de montañés.

—¿Cuántos…? ¿Cuántos hombres hay junto al torrente?

—De momento, tres.

—Son pocos. Hacen falta más.

Bertin ya no podía ocultar su desazón. Esquivaba la miraba.

—Con los dos hombres que están aquí y un servidor, es de de los únicos de que disponemos. Esperamos refuerzos de Chambéry. Por desgracia, y con estas condiciones meteorológicas, les llevará tiempo llegar hasta aquí. Y el helicóptero no puede despegar.

Lucie detestaba la manera en que había pronunciado esa última frase. Oyéndole era como si todo estuviera ya perdido. Ya no aguantaba más la espera y, sin embargo, solo cabía esperar. Cada segundo que transcurría era un peldaño más hacia la muerte. ¿Cuánto tiempo hacía que Sharko había desaparecido? ¿Treinta, cuarenta minutos? Lucie había encontrado su gorro enganchado en una rama, cerca del torrente. Había caído a esas aguas heladas, estaba prácticamente segura. ¿Cuántos minutos se podía sobrevivir a semejantes temperaturas? Sharko era un buen nadador, pero la corriente del agua era poderosa, implacable. Si no había sucumbido víctima de un choque térmico, los músculos se le habrían entumecido al instante y…

Observó las llamas, pensativa, y se dijo que todo aquello no podía terminar de esa manera. Sharko era un tipo robusto, imbatible, hecho del material de los policías veteranos. Lamentaba mucho sus discusiones recientes, tan pueriles e infundadas. Veía de nuevo sus sonrisas. Recordaba su encuentro frente a la estación del Norte, dos años antes, ella con su Perrier, él con su cerveza de trigo y su rodaja de limón. Por unos instantes entornó los párpados y se cubrió la nariz con las manos.

Un destello: Sharko tendido en la orilla, con el rostro tumefacto y los miembros morados. De repente, Lucie boqueó para respirar, como si se estuviera ahogando.

Una voz, a su espalda.

—Vengan a ver esto.

Procedía de un hombre —un joven, quizá de veinticinco años— que subía del sótano. Cuando Lucie volvió la cabeza hacia él, tuvo la impresión de que este se había cruzado con el diablo personificado.

Temblorosa, se quitó el jersey y la camiseta enseguida, se echó la manta de supervivencia sobre los hombros y bajó también al sótano, apretando los dientes. Tenía ganas de gritar, de gritar el nombre de Franck, de que volviera de inmediato y la abrazara. Abajo, nadie había tocado el cadáver de Agonla. Pasó por encima, al igual que sus tres predecesores, giró al bajar la escalera y pisó el cemento frío y gris del sótano.

El techo era abovedado, en piedra tallada, y las paredes parecían excavadas en la montaña. En los rincones había material de jardinería, esquíes y troncos apilados.

—Alguien ha registrado esto recientemente, está claro —dijo el joven gendarme—. Ni Gaëtan ni yo hemos tocado nada.

Por supuesto, no tocaban nada, pero pisaban la escena del crimen con sus enormes botas empapadas. Lucie no tenía fuerzas para reaccionar, le daba todo igual. Sharko —su rostro, sus iris negros, el calor de su cuerpo contra el suyo— ocupaba por completo sus pensamientos. Los siguió, mecánicamente, con los ojos desorbitados y alterada.

Parecía que todo hubiera sido revuelto. Unas grandes lonas azules, que debían de cubrir los viejos muebles cojos y cubiertos de telarañas, estaban por el suelo. En un rincón, sobre el cemento, había decenas y decenas de pequeños esqueletos de animales, sin duda ratones. Sobre una encimera alicatada, al fondo, había aún líquidos de colores derramados. Tubos y pipetas habían sido derribados de un golpe. Por el suelo había hornillos, jaulas de laboratorio, bidones y tubos. Habían registrado todos los compartimientos y rincones.

Lucie descubrió el respiradero enrejado, en la pared, que daba al camino. Quienquiera que se había dado a la fuga debía de haber oído sus voces y visto sus sombras al llegar ella y Sharko. Debía de haber subido a toda velocidad y echado a correr por el bosque en cuanto salió de la casa.

—Cuidado con los productos, provocan escozor en la nariz.

A Lucie no le importaba lo más mínimo, deseaba morirse si a Franck le había ocurrido una desgracia. Anduvo con cuidado para no pisar los compuestos químicos que se mezclaban y humeaban. Los frascos rotos estaban cubiertos de polvo y parecían abandonados. Pasó bajo una arcada y llegó a otra estancia, más pequeña, más íntima, parecida a una cripta. De techo bajo, aplastante. Una bombilla roja proyectaba una luz fría sobre una gran bañera de fundición, amplia y profunda. También estaba polvorienta y carecía de grifo o cualquier otro medio con el que verter agua. En un rincón, había dos botellas parecidas a las de submarinismo invertidas, así como una máscara de gas con dos círculos de cristal que parecían ojos de mosca.

Alrededor de ella, emanaban olores. Lucie ocultó la nariz bajo la manta, alzó los ojos y vio dos congeladores, uno de los cuales era enorme. Con la mirada, siguió los dos cables que salían de debajo del arcón plateado. Uno estaba conectado a un enchufe y el otro a un grupo electrógeno.

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