Atomka (17 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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—¿Los conoce a todos?

—Más o menos. Cada vez más contratamos a empleados temporales o interinos, así que las caras cambian a menudo. Pero digamos que hay un grupo de una veintena de empleados que trabajan aquí desde hace bastantes años.

—¿Muchos de ellos son hombres?

—Bastantes, sí. Diría que la mitad.

—¿De cuántas camionetas dispone?

—Ocho.

—¿Salen a menudo del centro hospitalario?

Asintió, preocupado. No dejaba de pasarse la mano por la calva y formaba así unas feas arrugas en su frente. Tenía los ojos brillantes.

—Sí, claro, permanentemente. Trabajamos en todos los edificios del centro pero nos ocupamos también de la ropa blanca de los centros de salud de los alrededores, en particular los asilos y los balnearios de Challes-les-Eaux y de Chambéry.

—Y, una vez que esas camionetas han salido al exterior, ¿es posible que los empleados se las queden en su casa por la noche?

—Ya saben cómo funcionan las cosas: a veces se utilizan para transportar un mueble o para sustituir el coche personal averiado. Mi predecesor era demasiado tolerante, dejaba hacerlo todo, y hubo numerosos abusos. Yo he tratado de acabar con ello, obligado también por la crisis. Así que, para resumir, diría que antes se daba el caso, pero ahora ya no.

Sharko reflexionó unos segundos. Por una vez, había varias maneras de atrapar al asesino. Consultar el listado de personal de la época, interrogar al antiguo director o a empleados veteranos, analizar los perfiles y ver cuáles podían encajar con los de su hombre. Eligió el que le parecía más eficaz.

—Imagino que harán un riguroso seguimiento de su parque móvil. Deben de poder saber quién condujo qué camioneta en concreto en una fecha dada, ¿verdad?

—En efecto. Disponemos de un programa informático que se ocupa de ello. La empresa compró la primera versión en el 2000 y ya estamos en la versión 7. Todos los movimientos de los vehículos están inventariados desde hace más de diez años.

Lucie señaló con el mentón hacia el ordenador portátil, situado justo frente a ella.

—¿Podemos echarle un vistazo?

Él no protestó y abrió el programa. A sus espaldas, a través de la ventana, podía verse que la nevada había redoblado y ya no permitía distinguir las montañas al fondo. Sharko y Lucie se miraron preocupados.

—Pueden determinarse los criterios a voluntad —dijo el director—. Por empleado, por fecha, por vehículo o por combinaciones de los tres. Digan qué prefieren.

—Busque por fechas. Le voy a enumerar cuatro fechas a lo largo de cuatro años. Y dígame si en todas ellas coincide la identidad. —Lucie extrajo su cuaderno y dictó lentamente las fechas de los raptos—: 7 de febrero de 2001…, 1 de enero de 2002…, 9 de febrero de 2003… y 21 de enero de 2004.

El director introdujo las fechas una a una y dio la orden de buscar. Cotejó los diversos cuadros que aparecían en la pantalla y seleccionó las identidades comunes.

—Ya está. Hay cinco empleados que coinciden con sus criterios, dos mujeres y tres hombres. Y… solo una mujer sigue trabajando aquí. Los demás ya no forman parte del personal, no los conozco.

Excitados, Lucie y Sharko se pusieron en pie y se situaron al otro lado de la mesa de despacho. Ordenaron que les mostrara y que imprimiera las tres fichas que correspondían a los antiguos empleados masculinos. En las mismas, constaba todo: foto, fecha de inicio del contrato y de fin del mismo, edad, dirección…

Lucie examinó los perfiles meticulosamente, uno por uno. Uno de ellos, sin duda, era su hombre, un monstruo que por lo menos había asesinado a dos mujeres y había raptado a otras dos.

Clavó su dedo sobre uno de los perfiles en particular y miró a Sharko.

—Philippe Agonla. ¿No te dice nada?

—Agonla… ¡Mierda, lo que Gamblin escribió en el hielo era su nombre y no «Agonía»!

—De una manera u otra, Franck, lo había descubierto…

Lucie examinó de nuevo los datos. Agonla nació en 1973 y, por lo tanto, tenía veintiocho años cuando se produjo el primer crimen. En su ficha se indicaba: «Despido por falta grave en diciembre de 2004». El hombre tenía el cabello corto, moreno y rizado, lucía unas espantosas gafas bifocales de montura marrón, nariz aguileña y perfil de hoja de afeitar. Un físico poco agraciado, desproporcionado. «Una cara que da miedo», pensó ella un momento. Vivía en un pueblecillo llamado Allèves, en la región de RódanoAlpes.

—¿Allèves está lejos?

—A treinta kilómetros, creo. Está subiendo hacia la montaña, a orillas de un torrente. Justo entre Aix-lesBains y Annecy. —Se volvió hacia la ventana—. Con la que está cayendo, dentro de una hora no va a haber quien suba hasta allí. Sobre todo, porque arriba ha nevado mucho estos últimos días. Aún debe de haber nieve en algunos tramos de la carretera. No les va a ser fácil.

—Ese hombre fue despedido en 2004. ¿Podemos saber de qué falta grave se trata?

Hocquet se puso en pie y se dirigió a un armario metálico.

—Debe de estar en algún sitio.

Rebuscó entre las estanterías y las carpetas y finalmente se volvió con una entre las manos. Se humedeció el índice e hizo pasar los separadores. Sus ojos recorrieron las líneas y se abrieron como platos.

—¡Qué extraño! Al parecer, un médico lo sorprendió husmeando en la habitación de una paciente de traumatología, mientras a esta le estaban haciendo unas pruebas. Había robado una foto de identidad y tenía en la mano el molde de la llave de una casa.

20

E
l Peugeot 206 parecía circular a través de un universo apocalíptico. En cuanto el vehículo se adentró por las estrecha carretera de montaña, el cielo se volvió de color negro como el grafito y el calabobos de copos de nieve se transformó en una monstruosa tempestad digna de una novela de Stephen King. Los limpiaparabrisas barrían la luna delantera con tanto brío que parecía que el motor que los animaba fuera a ceder. En cuanto a los faros, su iluminación era casi ilusoria. El GPS indicaba que aún faltaban doce kilómetros y, desde hacía cerca de media hora, Sharko aún no se había cruzado con ningún otro vehículo.

—Son los kilómetros más largos de mi vida. ¿Ves como sin las cadenas no lo habríamos logrado?

Las habían comprado antes de lanzarse a la carretera al salir del hospital y les llevó más de media hora colocarlas. Lucie tenía la nariz pegada a una hoja impresa por el director de la lavandería. Incluso con la luz del habitáculo, le era casi imposible leerla.

—El currículum de nuestro hombre es muy escueto pero dice mucho de él. Dos años de facultad de medicina en Grenoble, luego se decanta por la química y después dos años más de psicología. Seis años de estudios para acabar sin título. Por lo que dice este papel, a los veintitrés años empezó a trabajar en el hospital psiquiátrico de Rumilly, en RódanoAlpes. Trabajaba de «agente de los servicios psiquiátricos». ¿Sabes de qué puede tratarse?

—Limpiaba los lavabos y la cocina.

Lucie entornó los ojos. La luminosidad era cada vez peor. Sharko circulaba a veinte kilómetros por hora, como mucho.

—De acuerdo… Trabajó allí dos años y luego llegó a la lavandería, donde estuvo de 2002 a 2004. Entre el momento en que…

Lucie calló de repente, sacudida contra un lateral. Franck había girado el volante y hacía sonar el claxon. Justo delante de ellos, unos faros rojos desaparecían entre los remolinos de nieve en polvo.

—Ese gilipollas casi se me echa encima al adelantarnos. No lo he visto venir y…

Resopló ruidosamente, estacionado en mitad de la carretera.

—¡Estás agotado! —dijo Lucie—. ¿Quieres que conduzca yo?

—Puedo hacerlo. Me ha dado un susto, eso es todo. Solo la gente de estos parajes puede conducir a esa velocidad.

Volvió a poner el vehículo en marcha lentamente. Lucie veía cómo le palpitaba el cuello, justo sobre el nudo de la corbata. Podría haberlos arrojado al vacío. Una vez que se hubo asegurado de que todo estaba de nuevo en orden, prosiguió con su lectura.

—Entre el momento en que Philippe Agonla dejó su trabajo en el hospital de Rumilly e inició su actividad en Les Adrets, hay un vacío de año y medio. Es lo único que sabemos sobre él, todo al menos hasta 2004, fecha en la que fue despedido.

—Tiene todo el aspecto de una serie de fracasos. Estamos ante un tipo de físico poco agraciado, de escolarización caótica, que probó sin gran fortuna estudios de medicina o científicos. Un tipo que quizá sea inteligente, pero que debe de ser inestable.

—Debe de sentir envidia de los que lo lograron. De los psicólogos, los médicos y los cirujanos de Les Adrets. No cabe duda de que arrastrando los carros de la ropa sucia por los pasillos del hospital, debía de pasar el rato tras los cristales de los quirófanos.

—Y entraba en las habitaciones de las pacientes cuando se le antojaba. Así le era fácil robarles los objetos personales y hacer un molde de las llaves de su casa para más adelante.

Lucie apagó la lucecita y sumió el habitáculo en la oscuridad. Contempló el parapeto, a su derecha, y las tinieblas que se extendían justo detrás. Las montañas y aquellos pinos que apuntaban al cielo cual lanzas de un ejército le daban miedo. Se apretó las manos entre los muslos.

—Quizá estemos haciendo una tontería yendo allí tú y yo solos. No sabemos nada de ese tipo.

—¿Quieres que demos media vuelta?

—No, en absoluto, además te has puesto tu traje de color antracita.

Ella apoyó el cráneo contra el reposacabezas y suspiró.

—Lo vamos a pillar. Vamos a cazar a ese asesino de mujeres.

No sintieron más necesidad de hablar y prefirieron dejar que la tensión se adueñara de ellos progresivamente. Incluso después de tantos años, tras tantos casos siniestros, esa bola de miedo seguía allí, pegada a la tripa. Era un miedo necesario para su supervivencia, para mantenerlos en alerta. Sharko sabía en lo más hondo de su carcasa que el poli que hubiera perdido ese miedo era un poli muerto.

Los zigzags proseguían, peligrosos y deslizantes. El comisario se detuvo en medio de la carretera.

—Ya no puedo conducir más por esta pista de patinaje. Coge tú el volante.

Cambiaron de asiento. Lucie circulaba a la izquierda, junto a la montaña, en los tramos más delicados, y Sharko tuvo que agarrarse al asiento.

—¡Aún conduces peor que yo!

—Vale, basta de críticas.

El relieve se invirtió y el descenso arrastró al vehículo hacia su boca sombría, antes de que, aquí y allá, palpitaran las primeras luces de la civilización. Era primera hora de la tarde, pero aquellas gentes aisladas del mundo ya habían encendido las luces de sus casas.

«Unos eremitas, unos autóctonos que viven lejos de todo», pensó el comisario.

Circularon despacio por las calles desiertas. No había ni un transeúnte, Solo dos o tres sombras junto a tímidos comercios. No tenía nada que ver con el ambiente de las grandes estaciones de esquí de moda. Los policías cruzaron un puente y, acto seguido, salieron de la población. El GPS los condujo a lo largo de un torrente furioso, henchido por las gélidas aguas invernales. Siguieron circulando otros tres minutos y luego, al decir del aparato, habían llegado. Sin embargo, alrededor de ellos solo había pinos, nieve y montañas. Sharko señaló un camino entre los árboles, suficientemente ancho para permitir el paso de un vehículo.

—Allí.

—Muy bien. Seamos discretos.

Lucie apagó los faros y aparcó el 206 en la cuneta. Su compañero se puso el gorro, desenfundó el arma y bajó del coche. Lucie se puso ante él, impidiéndole el paso.

—Esta noche tenemos que hacer el amor, así que nada de tonterías. ¿De acuerdo?

—¿Ya no estás enfadada?

—Contigo sí, pero no con tus bichitos.

Ella avanzó por el camino. Solo se oían los crujidos secos de la nieve bajo sus pasos y el aullido del viento. Ante ellos apareció un coche y una luz al fondo. Sharko se dirigió hacia el Mégane azul. Apoyó la mano sobre el capó.

—Aún está caliente. Me parece que ha sido este el que nos ha adelantado hace un rato.

Al igual que Sharko, Lucie no se había puesto los guantes; quería sentir el gatillo de su Sig Sauer, ese contacto directo con la muerte. El frío la iba invadiendo y le devoraba los dedos. Podían distinguirse huellas de pasos desde el Mégane hacia la casa. Unas huellas anchas, inmensas. Se le hizo un nudo en la garganta. Ante ellos, un gran edificio de piedra antigua y madera, con el tejado que parecía la caperuza de un champiñón. Todas las contraventanas estaban cerradas, pero entre las tablas de madera se filtraba luz.

Sharko avanzaba curvado, apretando los dientes cada vez que sus pasos hacían crujir la nieve. De golpe, Lucie y él se escondieron tras los árboles.

La puerta de entrada acababa de abrirse.

Ambos policías se agacharon en la nieve, ocultos tras un tronco. Apareció una sombra y, de manera tan brusca como inesperada, saltó a un lado del porche y desapareció corriendo hacia el bosque. Lucie quiso lanzarse tras él de inmediato, pero la violencia de su arranque le provocó una potente quemazón en los tendones del tobillo. Avanzó solo unos metros y tuvo que detenerse, presa del dolor.

Sharko la adelantó y se lanzó a través de la nieve.

En apenas diez segundos, ya no estaba a la vista.

21

E
mpuñando el arma, Sharko saltó sobre los montones de nieve, cayó, se puso en pie y, una vez cruzado el camino, se adentró él también en el bosque oscuro. Al instante sintió que los músculos se le llenaban de sangre y el oxígeno le refluía por las ventanas nasales. Todo daba vueltas y se entremezclaba en su mente. Entrevió brevemente la silueta encorvada, entre los troncos, y luego la visibilidad volvió a reducirse. Se hallaba a cuarenta metros de él, tal vez más. El frío lo azotó aún con más fuerza, cada vez más hiriente. Sharko ni siquiera trató de apuntar para disparar. Sus palpitaciones eran demasiado rápidas y sus manos parecían témpanos de hielo.

El policía avanzaba con grandes esfuerzos, el pecho le ardía y sentía los calcetines empapados dentro de los mocasines. Maldijo su jodida manía de vestirse con traje en cualquier ocasión, y trató de recobrar el aliento y de acelerar de nuevo la cadencia.

Lucie había visto a Sharko justo frente a ella, como si lo devorara un monstruo de hielo. Se incorporó, lamentándolo en lo más hondo de su ser. Por lo general corría más deprisa que él, y había dejado que se marchara. Lanzó su aliento entre sus manos para calentarlas y titubeó durante unos segundos. ¿Qué podía hacer? Empuñó la pistola y la retrocargó. Se oyó un chasquido seco y reflexionó.

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