A pocos días de Navidad, un suceso de gran envergadura irrumpe en las vidas de Lucie Hennebelle y Franck Sharko, policías de la famosa sección criminal del número 36 del Quai des Orfèvres. Aparece el cadáver de Christophe Gamblin, periodista de sucesos, encerrado en el congelador de su casa y su compañera desaparece mientras llevaba a cabo una serie de entrevistas sobre un caso explosivo del que nadie conoce los detalles. La única huella que parece haber dejado es su nombre garabateado en un papel que conserva un niño vagabundo y muy enfermo. Al mismo tiempo, un antiguo caso de mujeres secuestradas vuelve a salir a la superficie: víctimas arrojadas vivas pero inconscientes a lagos prácticamente congelados, y rescatadas
in extremis
gracias a varias llamadas anónimas a la policía.
Las señales de un asesino brutal obsesionado con la hipotermia arrastrarán a Lucie y a Sharko hacia la zona prohibida de un lugar aterrador y devastado. Mientras la investigación se acelera, Sharko se enfrenta a viejos demonios que le conducirán a un duelo secreto y cruel que le irá destruyendo.
Franck Thilliez
Atomka
ePUB v1.0
NitoStrad22.03.13
Título original:
Atomka
Autor: Franck Thilliez
Fecha de publicación del original: marzo de 2013
Traducción: Joan Riambau Möller
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
¿Por qué es más difícil morir, es decir, pasar de la vida a la muerte, que nacer, es decir, pasar de la muerte a la vida?
J
ULES RENARD
EN CIERTO LUGAR, VEINTISÉIS AÑOS ANTES
Se vivía bien en aquella ciudad de Europa del Este donde la primavera era agradable. Avanzada la noche, Piotr y Marusia Ermakov se aproximaron a sus ventanas para asistir a un espectáculo único. A unos tres kilómetros, unos colores azules, naranjas y rojos muy vivos se habían adueñado del cielo. Los vecinos eran unánimes y se comunicaban de un balcón a otro: el espectáculo era magnífico.
Al día siguiente, a pesar de cierta agitación en las calles, los chiquillos seguían jugando a torso desnudo en el parque, cerca de la noria y de los autos de choque. Los campesinos vendían sus verduras en la plaza del mercado y las mujeres conversaban entre ellas, a pesar del zumbido de los helicópteros y de la cacofonía de las sirenas perdidas a lo lejos. Allá, en el horizonte, había sucedido algo que, por descontado, no era divertido, pero aunque se hablara de ello no suscitaba preocupación. ¿Acaso no les habían dicho que la ciudad era tan segura como el centro de la plaza Roja? Y, además, se trataba simplemente de una fábrica en llamas de la que no se sabía a ciencia cierta qué fabricaba y de la que no se hablaba ni en la radio ni en
Pravda
. No había, pues, por qué preocuparse.
Cinco días más tarde, Andréi Mijailov aprovechó el caos en el que se hundía el Imperio soviético para penetrar en un edificio ultraprotegido, situado a doce kilómetros del lugar del accidente y a ciento diez kilómetros de Kiev. Alrededor del mismo, el bosque se había quemado pero no había rastro de fuego. Los troncos y las ramas tenían un color oxidado y las hojas parecían haberse secado en una fracción de segundo, cual alas de mariposa asadas por el sol. Andréi sentía un olor peculiar en la atmósfera, pero era incapaz de definirlo. Notaba un sabor caramelizado en la boca, como si una materia invisible se depositara sobre los empastes de sus muelas. Echó un vistazo al instrumento que sostenía en la mano: la aguja se había bloqueado al llegar al máximo. Ignoraba de cuánto tiempo disponía exactamente, pero, palabra de químico, debía actuar lo más rápidamente posible.
Desde aquella famosa noche ningún investigador oficial había vuelto a poner los pies en aquel edificio considerado
top secret
. Los documentos y los protocolos se habían quedado allí, tras las puertas blindadas y el muro de centinelas dispuestos a morir por el Partido en caso de intrusión. Andréi disponía de acceso a la mayoría de ciudades prohibidas y lugares sensibles de la URSS donde se llevaban a cabo investigaciones muy precisas. Por ello contaba con autorizaciones con las que llegar al nivel más protegido, a siete metros bajo tierra. Se cruzó con ocho guardias —aunque fueran desechables y los relevaran cada hora, dos de ellos ya sangraban por la nariz— y pretextó una orden del propio Gorbachov. Respiró profundamente al penetrar en la sala donde se habían reunido en secreto los más ilustres biólogos, genetistas y físicos de la Unión Soviética y donde se habían llevado a cabo los experimentos más horripilantes en los que él mismo había participado.
Un cuarto de hora después, salió llevando consigo un manuscrito de principios del siglo XX, unos protocolos y un curioso animal que nadaba en un pequeño bote transparente. Cuando uno de los militares quiso verificar por teléfono si Andréi podía llevarse tales objetos al exterior del TcheTor-3, el científico no tuvo más remedio que golpearle violentamente en el cráneo con una cachiporra. Pronto sería el hombre más buscado por el KGB debido a lo que tenía en sus manos. El objetivo a abatir, a cualquier precio.
Al volante de su Travia, volvió a toda prisa a la carretera, protegida por barreras y puestos de guardia. Era un crimen dejar a aquellos pobres hombres allí, ni que fuera una hora. Andréi quería gritarles que huyeran, que fueran corriendo al hospital, pero se contuvo y tomó sin problemas la carretera principal.
Al sur, el incendio aún no había sido controlado. Harían falta días, tal vez semanas, para lograrlo. Un ejército de helicópteros arrojaba sobre las llamas toneladas de plomo en barras. Alrededor, el cielo había adquirido el color de un viejo periódico al quemarse. Unas sombras grotescas iban y venían junto a los edificios desgarrados, armadas con palas y ridículas mangueras. Eran ignorantes a los que llevaban al matadero y a cuyas familias se les entregaría un día un diploma: «Muerto gloriosamente al servicio de la Unión Soviética».
Andréi se sobresaltó cuando un pajarraco percutió contra el parabrisas. Luego otro. Llovían pájaros muertos, pequeños estorninos que caían a decenas sobre el asfalto y por doquier en derredor. El químico puso en marcha el limpiaparabrisas y aceleró hacia Pripyat, que debía atravesar antes de dirigirse hacia el Oeste.
Había visto cómo se construía la ciudad. Barrios residenciales, buena calidad de vida, un tiovivo y autos de choque para los chavales. Hoy ofrecía un aspecto de pesadilla. La población había sido evacuada a Moscú tres días antes gracias a mil autobuses procedentes de Minsk, Mogel y Moguilev. Por las calles, brigadas de cazadores con el rostro cubierto por un chal disparaban contra los perros y los gatos, pues se había prohibido a los propietarios llevárselos consigo, ya que las partículas presentes en el aire se adherían al pelaje con enorme facilidad. Había soldados que regaban los techos secos de las casas y frotaban las paredes con cepillos, mientras otros revolvían la tierra de los jardines y la cubrían con tierra más profunda. «Una lucha contra lo invisible, unas tareas completamente inútiles», pensó Andréi. En las puertas de las casas se sucedían inscripciones en cirílico grabadas sobre la madera: «Perdón», «Familia Bandajevski», «Volveremos» o incluso «Es nuestra única riqueza, no estropearla». Andréi no se atrevió ni a imaginar el infierno que viviría esa gente, que ya había conocido la Ocupación y la represión estalinista. ¿Qué sería de ellos, privados de su bien más preciado? No volverían al cabo de cinco días, como les habían prometido.
No volverían a ver sus casas.
A la salida de la ciudad, Andréi vio un animal de carga en medio del campo, completamente cubierto con una manta de piel, como si ese caparazón pudiera protegerlo del veneno que se esparcía en la atmósfera. Una anciana, encorvada, también envuelta en pieles, lo seguía. A buen seguro se habría escondido en el momento de la evacuación. En unas semanas, sin medicamentos, sin atención médica, estaría muerta.
El ruso crispó los dedos en el volante y se deshizo de las plumas pegadas al limpiaparabrisas a golpe de chorros de agua. Al día siguiente de la explosión, contra su voluntad, lo enviaron allí, como a la mayoría de físicos y químicos de renombre. Lo obligaron a sobrevolar el lugar del accidente para hallar soluciones. En el aire, todos los aparatos se habían estropeado e incluso las fotos disparadas con Polaroid no eran más que rectángulos negros. Al acercarse al máximo a la central, Andréi incluso se sorprendió al dejar de oír el rugido de las palas del helicóptero, como si súbitamente se hubiera vuelto sordo. Desde ese instante, comprendió que aquel día acabaría con miles de vidas y arrastraría a la tierra soviética a la perdición. Ya nada volvería a ser como antes.
Andréi se detuvo junto a la carretera y ocultó sus documentos, entre ellos el manuscrito, en el maletero, en el que apenas llevaba equipaje. Su mirada se detuvo en la cruz gamada impresa en la portada del texto. Tenía una larga historia. Robado por los nazis, cayó en manos del Ejército Rojo al caer el III Reich y a continuación se guardó en los confines de Ucrania, donde nadie iría a buscarlo. Y ahora viajaba de nuevo a lo desconocido. En cuanto al animalillo, flotaba apaciblemente en el agua. Andréi guardó el pequeño acuario en la guantera. Aquel organismo contenía la llave del misterio que los hombres habían tratado de descubrir desde tiempos inmemoriales.
Con un escalofrío, Andréi puso en marcha el coche. Conduciría tan lejos como pudiera hacia el Oeste. Debería ocultarse, cruzar las fronteras ilegalmente y, sin duda, arriesgar su vida. Sin embargo, el sacrificio valía la pena. Había un país del que había oído hablar a menudo, en el otro extremo del continente europeo, donde a buen seguro podría empezar una nueva vida y vender a precio de oro el conjunto de investigaciones que contenía el manuscrito.
Ese país era Francia.
Tras más de setecientos kilómetros recorridos de una tirada, Andréi hizo una pausa, encendió un cigarrillo y se decidió a encender el contador Geiger, momento que temía más que cualquier cosa y que había postergado durante horas. Fatalmente, el aparato comenzó a crepitar. El científico sabía a la perfección qué le esperaba a partir de entonces. La aguja recorrió la pantalla y se detuvo en el máximo en cuanto acercó el aparato a su pecho.
La radiactividad no atravesaba ni el agua ni el plomo, pero sí casi todo lo demás. Andréi había respirado polvo de yodo 131, estroncio 90, cesio 137, polonio 210…
El átomo estaba dentro de él.
Andréi ya no era un hombre, sino un reactor nuclear destinado, él también, a explotar.
La vida
EN LA ACTUALIDAD
—Deme una buena noticia, doctor.
El reloj apenas marcaba las ocho y Franck Sharko era el primer paciente de la mañana. El doctor Ramblaix cerró la puerta tras él e invitó al comisario a tomar asiento. La consulta estaba muy limpia y era funcional y anónima.
—Desgraciadamente, me temo que no hay ninguna evolución. ¿Ha seguido el tratamiento que le receté el mes pasado?
Sharko se frotó las sienes, el día empezaba muy mal.
—Tengo la basura llena a rebosar de ampollas vacías y de cajas de medicinas. Me he hecho un análisis de sangre que no ha dado ningún resultado y que le ha costado a mi pobre enfermero que lo atacara un yonqui que le vació los bolsillos no lejos de mi casa. Tres puntos de sutura para ganar una miseria. —Ante la ausencia de reacción del médico, Franck Sharko prosiguió—: También he seguido sus consejos al pie de la letra. Incluso esas historias de relaciones programadas. ¿Y me pregunta si he seguido el tratamiento?