Ramblaix se abanicó con unas hojas. Se tomó un tiempo antes de responder, pues estaba acostumbrado a atender a hombres y mujeres desequilibrados, de todas las edades.
—Es su tercer espermatograma y confirma una astenospermia grave. En el actual estado de las cosas, la poca movilidad de sus espermatozoides no le permite tener hijos. Pero no hay que rendirse, lo conseguiremos.
—¿Cuándo? ¿Y cómo?
—Usted ya procreó en el pasado. Su análisis de sangre y los diversos reconocimientos no muestran infecciones, ni dilatación de las venas testiculares ni anomalías inmunitarias. Tiene cincuenta años pero, desde el punto de vista reproductivo, sigue usted en la flor de la vida. Los tratamientos no le hacen efecto y no he constatado ninguna razón fisiológica para que sus espermatozoides sean perezosos, así que quizás habrá que contemplar la vía psicológica.
Sharko, sentado en la silla, estaba tremendamente tenso. Esa maldita palabreja, «psicología», volvía a la carga, se le pegaba al cuerpo, incluso cuando se trataba de analizar a una pandilla de gandules incapaces de ascender a una cima. El médico prosiguió:
—El estrés, el exceso de trabajo, golpes duros sucesivos o malas noches repetidas influyen en las hormonas y en el equilibrio del organismo. Más de un caso de infertilidad pasajera de cada cinco se debe a un bloqueo psicológico. No puede imaginarse la cantidad de parejas que, justo después de recibir una fecundación
in vitro
o de presentar una solicitud de adopción, de repente consigue procrear.
El especialista incitaba a Sharko a hablar, pero era como hablarle a una pared. Hojeó los papeles y escrutó la fisionomía de su paciente. En especial sus cabellos canosos cortados a cepillo, sus manos gruesas apoyadas sobre las rodillas, el traje azul marino de buen corte que le caía como un guante a su silueta robusta.
—Imagino que habrá atravesado periodos difíciles desde el nacimiento de su primer hijo. Fue hace… ¿ocho años, creo?
El teléfono móvil del comisario Franck Sharko comenzó a vibrar en el fondo de su bolsillo. No lo tocó y se puso en pie, exasperado.
—Mire usted, doctor: ya me he encerrado tres veces en sus cabinas a las ocho de la mañana para masturbarme mirando fotos de revistas porno. Y he venido tres veces más a buscar unos resultados que son catastróficos. A mí me es difícil hablar de ello con usted y ya sé cómo son los psicólogos, se lo aseguro. El tiempo apremia, ¿me entiende? Mi compañera tiene treinta y ocho años y yo tampoco soy un chaval. Queremos un niño lo antes posible, es una obsesión. Y sin FIV.
—Quisiera hablarle de nuevo de la fecundación
in vitro
con más detalle, precisamente. El procedimiento funciona muy bien y…
—No, lo lamento. Ni mi amiga ni yo emplearemos ese método. Por una razón que, digamos, es… personal. Necesito otra solución, y ahora mismo. Dígame que existe, doctor.
El médico se puso en pie a su vez, meneando ligeramente la cabeza, como si lo comprendiera. Sharko observó su alianza de plata. Aquel hombre debía de tener unos treinta años, una esposa bella y probablemente hijos: un dibujo con rotulador, escondido en un rincón, apoyaba esa suposición. No había ninguna foto de los chavales sobre la mesa, pues algunas parejas con problemas llegaban a detestar a la prole de los demás.
—Dentro de diez días es Navidad. Suelte lastre. Márchese lejos de París, de su trabajo y descanse. Y sea paciente. Cuanto más apresurado se sienta, menos posibilidades tendrá de lograrlo. Tiene que apartar de su pensamiento esa fijación de tener un hijo. Son los mejores consejos que puedo darle.
A Sharko le hubiera gustado decirle que esa obsesión no venía de él, pero no soltó prenda sobre su vida privada. Un tipo con su pasado podía poner en alerta a todos los psiquiatras del planeta.
Se estrecharon la mano. En la recepción, el policía pagó el importe de la consulta en metálico. La secretaria le reclamó su tarjeta de la Seguridad Social y, de nuevo, pretextó haberla olvidado. Ella le entregó una ficha que debía enviar a la caja primaria de asistencia sanitaria, que rompió y arrojó a la basura una vez fuera, frente al laboratorio de análisis médicos. Como siempre.
Se adentró en las calles del distrito XVI. El aire era frío y húmedo, y el cielo estaba muy gris. Iba a nevar.
Con una bufanda al cuello, el comisario de policía estaba inquieto. Hacía ocho meses que con Lucie trataban de tener un niño. Aunque su pareja no decía nada y encajaba los fracasos, Sharko sentía que ella lo estaba pasando mal y que tarde o temprano la situación acabaría degenerando. Y, de momento, no veía solución alguna: no tenía valor para confesarle su esterilidad —pasajera, confiaba— pero, por otro lado, cada vez le era más difícil alimentar la esperanza de un futuro bebé. Tal vez el doctor tuviera razón: tenían que marcharse de viaje, unas semanas, para motivar a sus espermatozoides.
Con un suspiro, consultó los dos mensajes que le habían dejado en el teléfono. El primero era de Bellanger, su jefe de grupo. Tenía que ir a la escena de un crimen, en Trappes, a unos treinta kilómetros de París.
Sharko se olía una mala jugada. Para que la brigada criminal del número 36 del Quai des Orfèvres se hiciera cargo de un asunto que debería haber ido a parar a la comisaría local, tenía que ser algo gordo o muy misterioso. O las dos cosas a la vez.
La segunda llamada era de Lucie. Bellanger también la había llamado, por el mismo motivo. La mujer con la que compartía vida y equipo desde hacía un año y medio ya estaba en dirección al sur de la capital.
Ese nuevo caso era un magnífico regalo de Navidad en perspectiva.
Y aquel pamplinas le hablaba de vacaciones…
I
ncluso con el paso de los años, los sufrimientos vividos y los seres queridos perdidos a causa de aquel maldito oficio, el chute de la llegada al lugar de un crimen seguía manteniendo una intensidad inalterable. ¿Quién sería la víctima? ¿En qué estado la hallarían? ¿Qué perfil tendría su asesino? ¿Sádico, psicópata o, como en el ochenta por ciento de los casos, simplemente un pobre desgraciado? Sharko ya no recordaba con exactitud su primer cadáver, pero aún recordaba, más de veinte años después, la explosión de sensaciones que sintió en aquel momento: asco, cólera y excitación. Y volvían, como una ola, investigación tras investigación, siempre en ese mismo orden.
Avanzó por el jardín, en dirección a una casa a cuatro vientos de una sola planta rodeada de hayas que la aislaban de las miradas de los vecinos. Como en todas las ocasiones, los profesionales de lo macabro iban y venían, maletines en mano y móviles a la oreja: los polis de la comisaría local, los técnicos de la Unidad de Identificación Judicial, uno o dos jueces, agentes de la policía judicial, los chicos de la morgue… El caos recordaba un hormiguero, donde cada uno sabía exactamente qué tenía que hacer.
En la casa hacía frío y exhalaban vapor por la boca. A menudo Sharko veía cansancio en esos rostros, pero esa vez los rasgos expresaban algo diferente: inquietud e incomprensión. Después de estrechar algunas manos, se dirigió a la cocina con cuidado de no salirse del camino balizado por la policía científica con ayuda de cintas en las que se leía «Policía nacional». En mitad de la habitación, sobre las baldosas, había bandejas de carne, helados derretidos y todo tipo de alimentos congelados en un estado lamentable. La teniente Lucie Henebelle, número cinco del grupo y última incorporación al equipo de Bellanger, conversaba con Paul Chénaix, uno de los forenses del Quai de la Râpée. Dirigió un breve movimiento de cabeza a Sharko cuando este la vio. Saludó a su amigo médico, se metió las manos en los bolsillos, frente a Lucie, y le dirigió un simple:
—¿Y bien?
—La fiesta es allí abajo.
Todos los colegas del 36 sabían que estaban juntos, pero los dos policías preferían ser discretos. Nunca se abrazaban ostensiblemente ni se permitían excesos amorosos. Todos conocían sus historias y la violencia de la desaparición de las hijas de Henebelle, Clara y Juliette. Aquello formaba parte de los temas tabú, de los que solo se hablaba detrás de puertas cerradas y cuando sabían que los dos polis estaban lejos de los pasillos.
Sharko siguió la mirada de Lucie y se fue a un rincón de la cocina, un lugar donde se acumulaban los electrodomésticos.
El cuerpo masculino reposaba en el fondo de un gran congelador vacío, en ropa interior y acurrucado. Tenía los labios morados y la boca abierta de par en par, como si hubiera tratado de gritar una última vez. El agua —¿serían lágrimas?— se había congelado junto a sus párpados. Sus cabellos rubios estaban cubiertos de escarcha. Tenía la piel cuadriculada a cortes, principalmente a la altura de los miembros superiores e inferiores.
Junto al cadáver, en el fondo del congelador, había una linterna y una pila de ropa: unos vaqueros cortados, una camisa ensangrentada, unos zapatos y un jersey. Sharko observó las trazas púrpuras por doquier en las paredes, aquel rojo brillante mezclado con el blanco resplandeciente del hielo. El policía imaginó a la víctima tratando de huir a cualquier precio, rascando y golpeando la superficie hasta lastimarse las falanges.
Lucie se acercó, con los brazos cruzados.
—Han intentado sacarlo de ahí, pero… está pegado. Al llegar, la calefacción estaba apagada, y le hemos dado a fondo a los termostatos para producir calor. Los colegas de la Identificación Judicial están a punto de llegar con radiadores eléctricos. Hay que esperar a que se ablande un poco para buscar fibras y ADN y, sobre todo, para levantar el cadáver. Menuda mala pata.
—Solo está congelado superficialmente —completó Chénaix, el forense—. Forzándolo un poco, he podido constatar en profundidad una temperatura interna de 9 °C. La intensidad y el tiempo de congelación no han bastado para llegar hasta lo más hondo. Con las características del congelador y mis gráficos en el Instituto Médico Forense podré calcular una horquilla bastante precisa de la hora de la muerte.
Sharko observó los alimentos esparcidos por el suelo. El asesino había vaciado primero el congelador para poder encerrar a su víctima. No era alguien que fuera presa fácilmente del pánico. Sus ojos se dirigieron de nuevo a Lucie.
—¿Cómo se ha descubierto el cuerpo?
—Un vecino ha avisado a la policía. La víctima se llama Christophe Gamblin, y ha sido identificado como propietario de la casa. Cuarenta años, soltero. Es periodista de
La Grande Tribune
, el periódico situado en el bulevar Haussmann. Su perro se ha puesto a ladrar hacia las cuatro de la madrugada, frente a la puerta. Es un cocker que no duerme nunca fuera, según el mismo vecino. La puerta de entrada no se ha forzado. O bien Christophe Gamblin le ha abierto a su asesino, o bien la puerta no estaba cerrada, precisamente debido al perro, al que iba a hacer entrar tarde o temprano. Han sido unos policías municipales los que se han encontrado con ese mercadillo en medio de la cocina y han abierto el congelador con unas tenazas. Estaba rodeado de una cadena gruesa y un candado, que impedían abrir la tapa. Ya lo verás en las fotos.
Sharko pasó los dedos por los bordes del carenado de acero. Estaban abollados en varios lugares.
—Ahí dentro aún estaba vivo, y ha intentado salir.
Suspiró y miró a Lucie a los ojos:
—¿Estás bien?
Sin delatar sus emociones, Henebelle asintió y preguntó en voz queda:
—Esta mañana te has marchado muy temprano del apartamento. ¿No estabas en el despacho cuando ha llamado Bellanger?
—Me he encontrado un atasco en el cinturón de ronda. Y con el caso que nos cae encima, hoy no voy a conseguir recuperar el retraso que llevo con el papeleo. Y tú, ¿volviste tarde, ayer? Me podrías haber despertado.
—Para una vez que dormías más o menos bien… Tenía que acabar un procedimiento que el juzgado esperaba esta mañana. —Lucie bajó la mirada hacia un agujero, en el medio de la superficie lisa de la tapa. Prosiguió en un tono de voz normal—: Mira eso. Lo ha hecho con un taladro que ha aparecido en el suelo, sin huellas dactilares. Hay un pequeño cuarto de herramientas en el jardín, y han forzado la puerta. Ese tipo de cerrojos no es muy difícil de abrir, basta con un buen golpe. Es probable que la cadena, el candado y el taladro vengan de allí. Afuera, el suelo está muy frío y duro, así que no se ha localizado ninguna huella de pasos.
En la entrada aparecieron unos técnicos con unos radiadores eléctricos. Sharko tendió una mano abierta hacia ellos, invitándolos a esperar.
—¿Cuál es el motivo de ese agujero? ¿El asesino no quería que muriera asfixiado?
Tras ponerse unos guantes de látex, cerró la tapa del congelador y se inclinó sobre el pequeño orificio.
—O bien…
—… deseaba asistir a su muerte. Ver hasta qué punto lucharía y se debatiría.
—¿Te parece lo más plausible?
—Sin ninguna duda. Hemos encontrado una pequeña placa de cristal sobre el agujero. Así ha podido mirar y evitar la fuga de frío, atenuada aún más con la calefacción apagada. La ha frotado tras utilizarla, así que no hemos hallado ninguna huella. Veremos si hay restos corporales o ADN.
—Es meticuloso.
—Eso parece. Y, además, ese agujero explica la presencia de la linterna, que debió de meter ahí dentro al encerrar a Christophe Gamblin. No quería quedarse a oscuras, así que la ha encendido. A la vez, así ha permitido que su torturador lo viera. Debía de ser atroz. Y, además, si ha tenido fuerzas para gritar, nadie podía oírlo. Las paredes son gruesas, herméticas, y la casa es a cuatro vientos.
Lucie guardó silencio, apoyada con las manos enguantadas sobre aquel ataúd helado. Sus ojos se dirigieron hacia la ventana, donde bailaban los primeros copos de nieve del invierno. Sharko conocía su capacidad para meterse en la piel de las víctimas. Allí, en aquel momento, Lucie se hallaba mentalmente en el fondo del congelador, en lugar de Christophe Gamblin. Sharko, por su lado, se metió en la cabeza del asesino. El agujero había sido hecho en la parte superior y no en uno de los lados: ¿era un mejor punto de observación o expresaba voluntad de dominación? ¿Había utilizado aquel agujero para interrogar a su víctima? El torturador se había tomado su tiempo, sin que cundiera el pánico. Se requería una sangre fría increíble.
¿Cuál era el motivo de esa muerte, en medio del hielo? ¿Había alguna connotación sexual en semejante acto? ¿Había vigilado a Christophe Gamblin antes de actuar? ¿Lo conocía? La autopsia, la investigación y los análisis venideros sin duda aportarían algunas respuestas.