—No hay quien lo entienda.
Chénaix comenzó a ordenar tranquilamente su mesa de despacho. Los lápices en el bote, los papeles apilados en una esquina. Detrás de él había un gran armario con revistas y libros de medicina.
—Y, precisamente, los investigadores de Grenoble no lo entendieron. Ya he tenido que tratar muertes accidentales debidas al sulfuro de hidrógeno, las de trabajadores del alcantarillado de París, sobre todo. Te lo digo porque detrás de un envenenamiento por sulfuro de hidrógeno no siempre hay un acto criminal. Pero en ese caso…
—¿Sí?
—Mi colega me ha explicado que el invierno siguiente, en 2002, se reprodujo la misma situación. Otra mujer, hallada en el lago de Annecy, también en la región de RódanoAlpes. Residía en Thônes, a veinte kilómetros de allí. Idénticas conclusiones. El sulfuro de hidrógeno y el agua del grifo. En el segundo caso, las concentraciones eran menores, 1,27 y 0,41, pero igualmente mortales. En esta ocasión, ya no había duda alguna de la pista criminal.
Lucie sintió que le aumentaba la adrenalina, tenía la impresión de que el caso adquiría una dimensión suplementaria. 2001, 2002: coincidía con las fechas de los periódicos de Christophe Gamblin.
—¿Un asesino en serie?
—Por lo que sé, solo ha habido dos asesinatos y no sé si puede hablarse de asesino en serie. Tú deberías saberlo mejor que yo. En cualquier caso, el
modus operandi
es el mismo. Los investigadores dieron vueltas y más vueltas al caso. Para ellos, las víctimas fallecieron por inhalación de sulfuro de hidrógeno, pero ignoran cómo sucedió. No hubo escape de gas ni inhalaciones accidentales en toda la región. Se trataba, según ellos, de sulfuro de hidrógeno fabricado químicamente.
—Un asesino químico…
Alguien pasó por el pasillo, a sus espaldas. Chénaix saludó con la mano a uno de sus colegas, que acababa de llegar para el turno de noche.
—Tal vez sí. Consideran igualmente que ambos cadáveres fueron sumergidos en una bañera llena de agua o en un contenedor suficientemente voluminoso como para que el agua del grifo pudiera penetrar por los orificios naturales y llegar hasta los intestinos. Luego, finalmente, los cadáveres fueron transportados a los lagos. Alguien los trasladó y trató de ocultar la causa de la muerte.
—No tiene sentido. ¿Por qué sumergir un cadáver, envenenado, dentro de una bañera?
—Tú eres la investigadora. Para acabar, a la vista del estado del primer cadáver, el tiempo transcurrido entre la muerte y el hallazgo del cuerpo se estimó en unas diez horas. Igual que en el segundo cadáver. En todo caso, no hubo sospechosos ni detenciones. Solo algunas pistas.
—¿Cuáles?
—Luc Martelle es como yo, le gusta husmear. Por aquel entonces, esta historia lo intrigaba, así que examinó el informe criminal.
Abrió un cajón y sacó unas hojas que agitó ante él.
—Y adivina…
—No me digas que…
—Sí, las copias de los principales elementos del caso, salidas directamente del Servicio Regional de la Policía Judicial. Creía que iba a venir Franck y sabía que esto le interesaría. Puedes llevártelo con los dos informes de autopsia.
—Eres genial.
—No sé si es un regalo o no, pero bueno… Ten en cuenta que Christophe Gamblin intentó hacerse con esos informes pero el forense no se los dio. Por eso fue luego al Servicio Regional de la Policía Judicial de Grenoble. En teoría, no tuvo acceso a ellos, pero ya sabemos cómo funcionan esas cosas. Seguro que obtuvo la información que buscaba. Habrá que verificarlo.
Con una sonrisa, se levantó y se puso un chaquetón azul marino que colgaba del perchero. Cogió también su maletín de piel y se puso unas carpetas bajo el brazo.
—No olvides entregar las muestras en Toxicología. Las están esperando.
Hizo tintinear sus llaves para indicar que tenía prisa. Lucie se puso en pie, a su vez, cogió las muestras y los informes y salió del despacho. Chénaix cerró con llave tras ella. Saludaron al vigilante nocturno y Lucie le dio de nuevo las gracias por el donut de chocolate.
Una vez en la calle, Paul Chénaix se abotonó el chaquetón hasta el cuello, se echó la capucha sobre su cabello húmedo y holló la alfombra de nieve con la punta de los pies. La tormenta había empeorado y los copos caían en un sentido y luego en otro, arrastrados por el viento.
—Vaya mierda de tormenta, ¡cuánto dura! Tengo que volver a casa… ¿Tienes el coche?
Lucie volvió la cabeza hacia su 206.
—Sí, pero habría sido mejor que hubiera cogido el metro. No va a ser fácil volver a L’Haÿ-les-Roses. Y además tengo que entregar las muestras.
—Hasta la próxima, pues.
—No olvides que tenemos que vernos, por Franck.
—¿Franck? Ah, sí, es verdad. Llámame y un día de estos nos vamos los tres a tomar una copa.
Desapareció andando con prudencia. Lucie se dirigió rápidamente a su vehículo y se encerró en él. Puso la llave en el contacto, encendió la calefacción a tope y se quedó allí unos minutos, frente al Instituto Médico Legal, con un montón de preguntas rondando en su cabeza. Pensaba en el asesino de las montañas. Imaginó a un hombre, de pie, contemplando los cadáveres de esas mujeres muertas, sumergidas en una bañera; a ese mismo hombre, enfrentándose luego a un frío polar para ir a arrojar los cuerpos a un lago. Todos los asesinos tienen un móvil, alguna razón para actuar. ¿Cuál era el de ese?
Lucie suspiró. Un caso sin resolver de hacía diez años. Una periodista de investigación que no daba señales de vida y cuyo apartamento había sido puesto patas arriba. Otro periodista que exhumaba los casos de esos falsos ahogamientos y moría en el fondo de un congelador. Un chaval errante traumatizado. ¿Qué unía todos esos hechos?
Lucie miró los periódicos de la década del 2000, dispuestos en el asiento del pasajero, bajo las muestras. Había otras dos ediciones, las de la región Provenza-AlpesCosta Azul. ¿Y si el asesino hubiera seguido actuando allí? ¿Y si hubiera cuatro, cinco o diez víctimas?
¿Qué juanete había pisado Gamblin con sus pesquisas para que le infligieran semejantes torturas?
Mientras la calefacción caldeaba el vehículo, Lucie no pudo evitar echar un vistazo a los informes de la policía de Grenoble.
Tras meses de investigación, se había llegado a conclusiones significativas. Ambas víctimas eran morenas, de ojos de color avellana, esbeltas y de alrededor de treinta años. Y esquiadoras. Los investigadores de Grenoble habían dado con otro punto en común: ambas frecuentaban la estación de esquí de Grand Revard, cerca de Aix-les-Bains. Una de ellas vivía a cincuenta kilómetros de Aix —en un pueblo llamado Cessieu— y la otra, a pesar de residir en Annecy, frecuentaba el hotel Le Chanzy, en Aix-les-Bains.
Los policías buscaron por todas partes, entre los trabajadores estacionales, los turistas o los empleados de hostelería, sin dar con el asesino. Sin embargo, tuvieron la intuición de que las víctimas, que vivían en la región, habían sido raptadas en su domicilio. En particular, la segunda. Hallaron una lamparilla de noche rota a los pies de la cama, en su dormitorio. Sin embargo, no había ninguna puerta ni ventana forzadas. ¿El asesino se había procurado la llave? ¿Conocía a la víctima?
Lucie hizo un balance rápido de su lectura en diagonal. Unas mujeres de físico parecido. Unos probables raptos en su domicilio, sin forzar los accesos. Una estación de esquí en común, adonde las víctimas, que no vivían lejos de allí, iban desde hacía años. Un asesino que arrojaba los cadáveres en lagos cercanos a los lugares de residencia de sus víctimas.
«Un tipo de los alrededores —pensó—, que seguramente se había cruzado con esas chicas y sabía dónde y cómo encontrarlas».
Miró la hora y llamó a su madre, para darle noticias suyas y saber si su labrador
Klark
estaba bien. Era tarde, pero Marie Henebelle nunca se acostaba antes de medianoche. Tras una breve conversación, Lucie le prometió que iría al Norte para fin de año.
Luego puso el coche en marcha y circuló lentamente, en dirección al Quai de l’Horloge.
En el coche flotaba un olor extraño.
Olisqueó y comprendió que aún llevaba pegado el olor rancio del cadáver de Christophe Gamblin.
L
a cena estaba servida cuando Lucie llegó, alrededor de las once y media de la noche. El olor a
taglietelle
al salmón flotaba agradablemente en las estancias del amplio apartamento de Sharko. La policía depositó sus papeles, el móvil e inmediatamente vio la carpeta del caso Hurault —con fotos, declaraciones, testimonios e informes— sobre la mesa baja del salón. Con el tiempo, todas las hojas tenían las esquinas dobladas a fuerza de leerlas, manipularlas y volverlas una y otra vez hasta que Sharko se dormía sobre ellas. Lucie creía que él ya se había desentendido de aquella historia que, sin duda, se quedaría sin solución, como el diez por ciento de los casos de la Criminal. ¿Por qué había vuelto a sacarlo ahora, precisamente cuando tenía entre manos un nuevo caso?
Con un suspiro, se descalzó, colgó su pistolera junto a la de su compañero y entró en el apartamento. Franck estaba en la cocina. Había cambiado su traje por unos vaqueros, un jersey sin marca y unas zapatillas. Se besaron brevemente. Lucie se dejó caer en una silla, sosteniendo su pie derecho con ambas manos.
—¡Menudo día!
—Me parece que todos hemos tenido un día de mierda.
Sharko había puesto en marcha su vieja radio y se oían las noticias.
—Parece que la carrera espacial ha vuelto a empezar —dijo el comisario con un suspiro—. Ese tipo, Vostochov, ahora habla de Júpiter. ¿Qué coño va a ir a hacer alguien a un sitio donde los vientos soplan a miles de kilómetros por hora? Sin olvidar que por lo menos serían necesarios doce años de viaje, ida y vuelta. ¿Soy yo que toco demasiado con los pies en el suelo o todo el mundo se ha vuelto loco?
Sirvió los
tagliatelle
. Lucie abandonó el masaje de su tobillo y se abalanzó sobre su plato.
—Júpiter o no, tengo mucha hambre. Siempre tengo hambre. Las mujeres embarazadas tienen esa hambre. Quizá debería volver a hacerme una prueba de embarazo.
Sharko suspiró.
—Lucie… No tienes que hacerte una prueba cada quince días.
—Lo sé, lo sé. Pero por mucho que hayan perfeccionado esos aparatos, cuando lees bien el folleto ves que siempre hay un margen de error, aunque sea ínfimo. O bien debería hacerme un análisis de sangre.
Sharko enroscaba lentamente los
tagliatelle
alrededor de su tenedor. No tenía hambre. Respiró hondo, apagó la radio y, de golpe, soltó:
—¿Qué me responderías si te dijera: «Lo dejamos todo, ahora mismo, y nos vamos un año, los dos»? No sé, a la Martinica, Guadalupe o Marte, ¿por qué no? Allí tendríamos todo el tiempo del mundo para hacer un bebé. Estaríamos bien.
Lucie abrió unos ojos como platos.
—¿Estás de guasa?
—Lo digo muy en serio. Nos cogemos un año sabático, o lo dejamos todo, definitivamente. Tarde o temprano, algo tendremos que hacer con mi dinero.
Tras el fallecimiento de su esposa y su hija, Sharko tenía sus cuentas bancarias llenas a rebosar, y ello no era óbice para que utilizara su sofá o su inmundo Renault 25 hasta el fin. Lucie se comió la pasta en silencio, con la mente confusa. Por lo general, ambos estaban en la misma longitud de onda y cuando uno proponía una cosa el otro seguía casi inmediatamente. Hoy era diferente. La propuesta de Franck era tan repentina como inopinada.
—¿Qué pasa, Franck?
Este dejó el tenedor sobre la mesa e hizo una mueca de asco. Decididamente, se sentía incapaz de tragar nada.
—Es… ese chaval, en el hospital.
—Explícamelo.
—Parecía muy enfermo. El corazón, los riñones, la vista. Alguien lo ha retenido contra su voluntad.
Lucie se bebió un buen vaso de agua. Sharko le mostró la foto del tatuaje, que había tomado con su móvil.
—Lo han tatuado en el pecho, con un número, como a un animal. Mira… Tiene marcas de cadenas en una de las muñecas, lo tenían encerrado. Esta investigación me huele mal. Creo que todo esto ya no es para nosotros, ¿me entiendes?
Lucie se puso en pie y lo abrazó por detrás, apoyando la barbilla en su hombro izquierdo.
—¿Y crees que tenemos derecho a abandonar a ese chaval?
—Nadie habla de abandonarlo. No podremos salvar a todos los niños del planeta. Un día u otro las cosas tendrán que detenerse.
—La ruptura vendrá de manera natural, con nuestro futuro bebé. Esperemos aún un poco antes de pisar el freno. Necesito estar activa, moverme, para no estar siempre rumiando. Los días pasan muy deprisa. Por la noche, al volver a casa, estoy molida. Está bien, eso me impide pensar demasiado. ¿Una isla, con palmeras? No sé. Creo que tendría la sensación de ahogarme. Y de pensar en ellas… Siempre.
No habían acabado de cenar, pero aquella noche no les apetecía en absoluto seguir sentados a la mesa. Además, era casi medianoche. Lucie recogió la mesa. Y, de paso, puso en marcha el hervidor.
—¿Has tenido vértigo alguna vez? ¿Saber que te morirás de miedo y, sin embargo acercarte cada vez más al vacío? Siempre lo he hecho, desde pequeña cuando íbamos al monte. Lo detestaba y lo adoraba. He sentido exactamente lo mismo con lo que ha sucedido hoy y no me había ocurrido desde hacía mucho tiempo. Eso me ha empujado a aceptar asistir a la autopsia. ¿Te parece una buena o una mala señal?
Sharko no respondió. Solo se oía el tintineo de los platos en el lavavajillas. El policía apretó los labios y no aprovechó ese momento de calma, de confidencias, para confesarlo todo: su esterilidad, la toma de muestras de sangre o el mensaje en la sala de fiestas. Tenía tanto miedo de perderla, de volver a encontrarse solo, como antes, contemplando cómo daban vueltas sus trenes en miniatura… Lucie le sirvió una infusión de menta y ella se preparó una de limón. Lo miró a los ojos:
—Creo que Christophe Gamblin, el redactor de sucesos, investigaba unos asesinatos en serie.
—Asesinatos en serie… —repitió él mecánicamente.
En el fondo de sí mismo, estaba resignado, puesto que Lucie no iba a dejar el caso. Jamás había dejado nada, a fin de cuentas. Trató de poner cierto orden en su vieja cabezota y de ahuyentar de su mente las fotos de la sala de fiestas de Pleubian para prestar atención a lo que ella tenía que decirle.
Mientras le explicaba sus descubrimientos del día, Lucie lo condujo al salón, taza en mano. Depositó la carpeta del caso de Frédéric Hurault sobre el sofá y extendió los cuatro periódicos de
La Grande Tribune
y el de
Le Figaro
sobre la mesa.