«Octubre de 2002. Esa misma carretera, por la noche. La rabia, la cólera y el miedo me empujan hacia un sádico que tortura y asesina a mujeres. Un monstruo perseguido e identificado, que retiene a Suzanne desde hace más de seis meses. Ya no duermo, ni vivo, no soy más que una sombra de violencia. Solo la adrenalina y el odio me permiten mantener los ojos abiertos. Esa noche me dispongo a enfrentarme a un asesino de la peor calaña. Lo han llamado el Ángel Rojo. Un monstruo que deposita una moneda antigua de cinco céntimos sobre la boca de sus víctimas, tras asesinarlas con una crueldad desmedida».
Hacía ya casi diez años y todo seguía aún a flor de piel. El tiempo no había borrado nada, simplemente había pulido las esquinas para hacer más soportable el presente. Uno no se recupera jamás de la desaparición de los seres queridos. ¿Cómo se puede vivir sin ellos y esperar poder llenar los vacíos? Sharko amaba a Lucie más que a cualquier otra cosa en el mundo, pero también la amaba porque Suzanne ya no estaba.
N7, D607, D82… A nadie se le ocurría salir a aquellas horas en tales condiciones, y la periferia de la ciudad dormía. A la luz de los faros, agonizaban los copos de nieve cada vez más presentes a medida que se reducían las dimensiones de las carreteras. Luego aparecieron los primeros árboles del bosque de Bréviande. Robles y fresnos desnudos, embrochalados como cascos de vidrio. Sharko jamás había vuelto a aquel lugar maldito y, sin embargo, recordaba perfectamente el camino. A menudo la memoria conserva lo peor.
En medio de la noche glacial se elevaba un extraño resplandor. La nieve, la luna y los tonos de un gris plateado de la reverberación revelaban unas curvas insospechadas. El vehículo se bamboleó durante unos interminables minutos por un camino cubierto de baches. Tras uno o dos kilómetros, Sharko no pudo proseguir y se vio obligado a bajar del coche. Como la última vez.
«Empuñando el arma, me acerco al cenagal. La cabaña se alza en medio de una isla invadida por helechos y altos árboles. Entre las tablillas de las persianas cerradas se filtra una luz que se derrama suavemente sobre una barca varada en la orilla, al otro lado. Ahí dentro está el Ángel Rojo, encerrado con Suzanne. No tengo elección. Tendré que cruzar a nado el agua estancada y fría, un fluido cubierto de lentejas de agua, nenúfares y madera muerta».
Franck se cayó en varias ocasiones, sorprendido por los hoyos y las raíces ocultas bajo la capa de nieve. Su vieja linterna Maglite —debía de tener unos quince años— iluminaba un ejército de troncos idénticos. ¿Qué hacía en mitad de la noche en un camino que ni siquiera alcanzaba a ver? Era una locura. ¿Y si se equivocaba completamente de dirección? ¿Dónde estaban los malditos cenagales? ¿Y la cabaña del asesino en serie al que mató a sangre fría? Habían pasado diez años y debía de haber sido saqueada o incluso demolida. Tal vez simplemente ya no existiera.
Sentía el frío en el cuello y los pies. Le parecía que los pulmones se le helaban por dentro cada vez que respiraba. El bosque lo rechazaba.
No distinguió ningún otro rastro de pasos. Nadie había ido hasta allí desde que empezó a nevar. Tomó aliento unos segundos, apoyando las manos en las rodillas. A su alrededor, el bosque crujía, y la nieve amontonada sobre las ramas caía al suelo y se aplastaba como palomas muertas. No había animales y parecía que el tiempo se hubiera detenido. Estaba a punto de retroceder cuando apercibió la silueta de la cabaña. El corazón le dio un brinco y Sharko se vio súbitamente inundado por un flujo de calor. Echó a correr, en permanente desequilibrio, con los guantes a ras de la nieve.
La pequeña cabaña seguía allí, en medio de la isla negra. Sin pensarlo dos veces, Sharko se precipitó a la barca que lo aguardaba, en la orilla de la marisma. Parecía nueva, e incluso tenía remos. Tenía la sensación de avanzar hacia una trampa, pero no pudo resignarse a dar media vuelta. Soltó el cabo atado a un tronco y se sentó en la embarcación, tras haber apartado la nieve a un lado.
«Un alma en la vida y en la muerte. Allá, ella te espera». Ahora, esa parte del mensaje estaba muy clara. El alma de Suzanne nació en Pleubian. Y, aunque su esposa no falleció físicamente a orillas de aquellos cenagales, su alma sí que murió allí, devorada por la locura y el sadismo de un diablo.
«Calado y muerto de frío, descubro el horror más brutal al entrar en la cabaña. Mi mujer, Suzanne, a quien busco sin descanso desde hace más de seis meses, a la que en tantos momentos he creído muerta, se halla atada en forma de cruz sobre una mesa, desnuda, con los ojos vendados y el vientre redondo de nuestra futura pequeña Éloïse. Ha sido torturada. Grita cuando le quito la venda. No me reconoce. Me desmorono, llorando, ante esa imagen abominable, cuando aparece el asesino y me encañona.
»Solo uno de los dos sobrevivirá…».
El policía ya estaba agotado de bogar con aquel frío, el cuello le silbaba y el aire húmedo se había convertido en un suplicio. La edad pesaba en sus músculos y huesos, pero remaba cada vez más y más deprisa, a pesar del dolor. Se preguntó qué habría hecho sin la barca. ¿Hubiera tenido el valor de cruzar aquella agua prácticamente helada a nado, como hacía tanto tiempo? Era muy extraño encontrarse allí, en aquella marisma azulada debido al frío, y le parecía estar viviendo una pesadilla despierto. Sin embargo, el contorno de la cabaña se dibujó con tal precisión que era imposible que se tratara de un sueño. La sencilla vivienda había envejecido. La pintura se desconchaba de las paredes, pero ofrecía aún el mismo aspecto que Sharko recordaba. Nadie se había ocupado de aquella cabaña maldita, la habían dejado allí, abandonada, a la espera de que el tiempo hiciera su trabajo y borrara lo inconfesable.
El policía acostó la embarcación con tanta pericia como pudo, y con la linterna y el arma en mano saltó a la orilla de un blanco uniforme, virgen allí también de cualquier huella. El paisaje era magnífico, casi dibujado al carboncillo. El agua, atrapada en algunos lugares por el hielo, palpitaba bajo cintas de niebla. A pesar de todo, Sharko tenía un fuerte dolor en el vientre, en el corazón. Los destellos seguían golpeándole dentro de la cabeza. Ninguna de las células de su maldito organismo deseaba entrar en aquel lugar. Significaba volver a abrir las puertas del pasado y afrontar de nuevo el horror que tanto había intentado olvidar.
La puerta ya no tenía pomo.
Entró con prudencia, apuntando al frente con su arma.
«Suzanne atada. La mesa ensangrentada. Los olores a sudor, lágrimas y sufrimiento. El vientre en forma de huevo».
A la débil luz de la linterna, Sharko escrutó la habitación central y la otra estancia minúscula, una a continuación de la otra. No había nadie. Ni cadáver ni carnicería. Con los nervios a flor de piel, resoplando como un animal acorralado, observó las paredes. No había mensajes en letras de sangre ni indicaciones. Respiró profundamente. ¿Era posible que se hubiera equivocado? ¿Que allí no hubiera nada que descubrir? Pensó en Lucie, que dormía sola en el apartamento, frágil y vulnerable.
—¿Qué hago yo aquí?
Se preguntó, en una fracción de segundo, si no se habría vuelto de nuevo esquizofrénico. Así comenzó, con visiones y delirios paranoicos. Los psiquiatras le dijeron que a veces uno nunca se curaba de esas cosas.
Bajo sus pies, el suelo de madera crujía. Algunas tablas estaban corroídas, agujereadas. Los cristales de las ventanas estaban todos rotos, sin excepción. Solo quedaban esqueletos de muebles, un viejo sillón desvencijado, de muelles oxidados. En el suelo había huellas de pasos por doquier, sobre el polvo. A lo largo de todos esos años, debía de haber venido gente, para ver qué aspecto tiene el antro de un asesino en serie. Por deseo de sensaciones y de hemoglobina. Aquella historia fue muy voceada por la prensa.
Tenso, siguió buscando, sin grandes esperanzas. El haz de luz de la linterna se posó súbitamente sobre una superficie lisa, junto a una pared. Se acercó, entornando los ojos y se arrodilló.
Una nevera.
Nueva.
Y encima, pegado con cinta adhesiva, un papel, con una sola frase: «Cuando llega la vigésima, el peligro parece momentáneamente alejado. 48.º 53’ 51 N».
Franck se frotó el mentón un buen rato. Otro mensaje, un nuevo enigma… No se había equivocado de cita. Le temblaban las manos porque se imaginaba lo peor. Allí dentro podía haber cualquier cosa. Pensó en una película conocida, en su final horrible, cuando en medio del desierto un mensajero entrega al protagonista una caja con lo impensable en el interior.
Apoyó una mano extendida sobre el lateral de plástico rígido, helado. Se puso en pie y fue de un lado a otro, con la mirada clavada en aquella caja hermética. El número escrito en el papel parecía indicar la primera parte de unas coordenadas de GPS. En cuanto al inicio del mensaje, no lograba comprender el significado. «Cuando llega la vigésima…». ¿Se referiría a un reloj?
¿Qué hacer? ¿Y si la caja le estallaba en plena cara? Tras darle muchas vueltas, volvió a situarse delante de la nevera. Colocó las manos, con guantes, una a cada lado, contuvo el aliento y alzó lentamente la tapa, con el arma justo a su lado, por si acaso.
La nevera estaba llena de placas de hielo y de cubitos.
Se humedeció los labios con la lengua. ¿Qué le reservaba la mente retorcida que firmaba sus mensajes con su sangre? Aquel loco podía ser cualquier desgraciado que en su momento se hubiera enterado de los acontecimientos. Un lector de periódicos, un espectador de la televisión o alguien que había decidido encarnizarse con un poli por cualquier razón peregrina. Sharko apartó la tapa y fue vaciando la nevera, hasta dar con un tubo de vidrio. O, más precisamente, una probeta precintada. La alzó y dirigió el haz de luz hacia su escaso contenido.
En el interior había algo blanquecino y espeso.
No cabía la menor duda. Era semen.
L
as nueve en punto de la mañana. El equipo al completo del grupo de Bellanger estaba reunido en el
open space
. Con la puerta cerrada, tazas de café en mano y rostros menos frescos que la víspera. Sharko estaba apoyado contra la pared del fondo, cerca de la ventana que daba a una capital totalmente blanca. Quedaban muy lejos sus sueños de islas y arena dorada… En aquel momento, tenía en realidad un verdadero infierno en su cabeza. Por supuesto, pensaba en el sórdido contenido oculto en el fondo de su portaequipajes, a unos pasos del número 36. La nevera, el tubo de semen, su ropa empapada, que había escondido para que Lucie no la descubriera al hacer la colada. Había regresado al apartamento a las cinco y diez de la madrugada. Su compañera no había visto ni oído nada. Arrugó la nota que le había dejado y la arrojó a la basura. A las ocho menos cuarto, llamó discretamente al laboratorio donde le realizaban los análisis para comprobar que no se hubiera producido algún robo. Cinco minutos antes de la reunión, llamó a la comisaría de Bourg-la-Reine, para informarse de la agresión al enfermero. No había ninguna pista.
Tal vez estuviera cometiendo la mayor tontería de su carrera al actuar por su cuenta, tal vez hubiera debido avisar a la policía para que registrara la cabaña y tomara las muestras necesarias. No obstante, poco importaban los remordimientos y su estado anímico. Había tomado una decisión y ya era demasiado tarde.
Miró a Lucie, sentada en su lugar, sorbiendo el segundo café de la mañana. La observaba a ella y Bellanger. Podrían hacer una buena pareja. No había nada en sus miradas que delatara alguna relación. ¿Se estaría volviendo completamente paranoico? Pensó en cómo había vuelto a la cama esa misma mañana. Como un marido infiel. ¿Tenía derecho a ocultarle semejante verdad? A medida que pasaba el tiempo, tenía una creciente sensación de estar enlodándose en la mentira. ¿A quién pertenecería aquella maldita muestra de semen? ¿Qué tenían que ver aquel inicio de coordenadas GPS, ese mensaje incomprensible y esa historia de la vigésima?
Situado ante una pizarra, dispuesto a tomar notas, Nicolas Bellanger reclamó la atención del grupo. Era evidente que había dormido poco. Ojeras, mal afeitado: la investigación comenzaba a erosionarlo. Expuso las líneas maestras de las investigaciones y luego pidió un informe completo del estado de la investigación a cada uno de ellos. El teniente Levallois relató sus descubrimientos: con la ayuda de colegas de otro equipo, había llevado a cabo la investigación de proximidad relativa a la víctima hallada en el congelador. Interrogatorio de los vecinos, de algunos amigos y de miembros de su familia.
—Christophe Gamblin no parecía tener preocupaciones, según sus allegados. Era muy trabajador, le gustaba salir con amigos, el cine y beber alcohol con moderación. De vez en cuando, salía con alguna mujer, pero sin continuidad. Gamblin reivindicaba su soltería. En el trabajo, nada destacable en los últimos tiempos. He echado un vistazo a los artículos que recibimos por correo electrónico y trabajaba en sucesos como los que solía cubrir. ¿Qué más? Ehhh… ¡Ah, sí, era un fanático de las nuevas tecnologías! IPhone, iPad o internet. Se comunicaba a menudo con sus conocidos a través de Skype, el teléfono a través de internet, MSN y Facebook. Era un cuarentón que estaba al día, por así decirlo.
—¿Has podido averiguar algo sobre su relación con Valérie Duprès, la periodista de investigación?
—Algo, sí. No eran pareja pero casi siempre estaban juntos, en cuanto podían. Salidas, ocio, Nochevieja… Desde hace seis o siete meses, sin embargo, Valérie Duprès no estaba tan presente. De su grupo de amigos, nadie la veía. Según ellos, Christophe Gamblin se mostraba misterioso en cuanto le preguntaban por ella. Todos sabían que la periodista estaba escribiendo un libro, pero poco más que eso. Duprès no era de carácter extrovertido, sino más bien cerrada e incluso muy desconfiada.
—¿Tenemos alguna información sobre ese libro?
—Por mi parte, no mucha, no he tenido tiempo. El tema es un misterio, eso seguro. ¿Tal vez Duprès tuviera miedo de que le copiaran la idea? Una cosa es cierta: en el pasado ya había tratado temas delicados, sabía ocultar su identidad y protegerse. Algunos de sus allegados conocían la existencia de sus falsos documentos de identidad. Véronique Darcin existe realmente, reside en Rouen y tiene la misma edad que Duprès. Ignora por completo que de vez en cuando le usurpan la identidad.
—En su casa no hemos encontrado ni rastro del proyecto de libro —completó Lucie—. Ni documentación ni notas. O ella misma se lo llevó todo o se lo habrá llevado el ladrón.