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racias al flujo incesante de vehículos, la nieve aún no había cuajado sobre el asfalto de la autopista A86, pero obligaba a disminuir drásticamente la velocidad. Sharko llegó al hospital de Créteil una hora y cuarto después de haber salido del centro de la capital, a apenas quince kilómetros de allí. Por el camino, había hablado con el comandante de policía de MaisonsAlfort, que también se había desplazado al pabellón de pediatría: aquella historia del robo en el domicilio de una de las cuatro Valérie Duprès de su lista lo tenía intrigado.
Los dos funcionarios de policía se encontraron en el vestíbulo del hospital público. Al igual que Sharko, Patrick Trémor vestía de civil, pero con ropa más deportiva: vaqueros, jersey de cuello de cisne caqui, gorra negra y chaqueta de piel. Tenía la voz grave y aspecto de motero. El poli parisino estimó que tendría su misma edad, rondando los cincuenta. Tras las presentaciones de rigor, se dirigieron a la primera planta.
Sharko fue directo al grano:
—¿Qué frutos ha dado la investigación?
—De momento, poca cosa. Hemos interrogado a los vecinos del lugar donde fue hallado el chiquillo y nadie lo conoce. Lo mismo en los orfanatos y las instituciones sociales. La ropa que vestía no tenía etiquetas. Por el momento no hay ninguna denuncia de desaparición. Pronto se distribuirá su retrato a todas las comisarías y gendarmerías de la zona, y si es necesario ampliaremos el radio de la búsqueda. Según el médico, presenta unas señales características en la muñeca derecha, como las que produce una anilla de acero muy ajustada que hubiera forzado.
—¿Estuvo encadenado?
—Es muy probable.
Sharko adoptó un aspecto serio, adusto. Un caso de secuestro de un niño o de maltrato… No podía haber nada peor para reabrir todas las cicatrices psíquicas de Lucie. Se preguntaba a sí mismo cómo iba a abordar el tema aquella misma noche, cuando ella le preguntara cómo había ido en el hospital. Esforzándose para mantener la concentración, recuperó el hilo de la conversación.
—Necesitaremos el papel que llevaba consigo, para el análisis grafológico. Es muy posible que la nota la escribiera la propia Duprès.
—Por supuesto, pero… Antes de venir aquí, he sabido que el juez designado para su caso se ha puesto en contacto con los magistrados del tribunal de Créteil. ¿Me lo parece a mí o la Criminal ya está intentando recuperar el caso?
—No estoy al corriente y no alcanzo a comprender las ambiciones de los jueces o de mis superiores. Sin olvidar que ya estamos desbordados de trabajo y creo que una ayuda externa nos vendría de perillas, así que ¿por qué harían algo así?
—La prensa. A la Criminal le gusta apropiarse de ese tipo de casos.
—Personalmente, la prensa me importa un carajo. Estoy aquí para tratar de comprender qué ha sucedido y no para discutir de guerras tribales. Espero que ese sea también su caso.
El comandante pareció tomarse bien la observación y asintió. Extrajo un papel doblado de su bolsillo y se lo tendió a Sharko.
—Esto es una copia, a la espera del original.
El comisario Sharko asió el papel y se detuvo en mitad de la escalera. «Valérie Duprès, 75, France». La caligrafía era temblorosa, irregular. Una frase escrita apresuradamente, en malas condiciones. ¿Por qué apuntar «Francia»? Suponiendo que Duprès hubiera escrito la frase, ¿se hallaba en el extranjero con el niño? Sharko señaló con el dedo varias marcas fotocopiadas.
—Las señales negras son…
—Suciedad, tierra o polvo, mezclada con sangre, según el laboratorio. Aún es demasiado pronto para saber si pertenece al niño, pero no lo creemos. Hay una especie de rastro papilar impreso en la sangre, en el reverso de la hoja, demasiado ancho para ser del niño. Habrá que comprobar si corresponde a su Valérie Duprès.
Sharko trató de imaginar la situación que habría podido conducir a semejante resultado. Tal vez la periodista de investigación ayudó al niño a escapar de un lugar donde lo retenían y ella había sido herida. Obligados a separarse, le habría metido el papel en el bolsillo. ¿Habría logrado ella huir? En tal caso, ¿dónde se hallaba y por qué no llamaba?
Contempló aquellas manchas oscuras sin volver a abrir la boca, imaginando ya el peor desenlace posible. La policía científica pronto podría decir si la sangre de la nota pertenecía a Valérie Duprès. Los restos biológicos hallados en el apartamento de esta —cabellos con raíz en los peines, saliva en el cepillo de dientes, escamas de piel en la ropa— se compararían con las células de sangre que un técnico recuperaría meticulosamente del papel. La comparación del ADN sería determinante.
—Ahora, infórmeme usted a mí —dijo Trémor.
Prosiguieron su lento avance. Sharko explicó los hechos. Un periodista hallado muerto dentro de un congelador, víctima de un asesino que lo había hecho sufrir. La investigación en los archivos de
La Grande Tribune
. Su colega, Valérie Duprès, desaparecida, y cuyo apartamento había sido registrado. Trémor escuchaba atentamente y apreciaba la lealtad y la sencillez de su interlocutor.
—¿Qué tipo de caso cree que tenemos entre manos?
—Largo y complicado, me parece.
Dieron con el médico que se encargaba del chiquillo anónimo. El doctor Trenti los condujo a la habitación individual del joven paciente. El niño tenía una perfusión en el brazo, estaba conectado a varios monitores y dormía. Tenía el cabello corto y rubio, los pómulos altos y prominentes, y no debía de pesar mucho.
—Hemos tenido que darle un sedante, no soportaba la perfusión de glucosa y, en general, tampoco las agujas. Ese chiquillo está aterrorizado, cualquier rostro desconocido lo asusta. Sufre hipoglucemia y está deshidratado, estamos intentando resolverlo.
Sharko se acercó al niño. Parecía dormir apaciblemente.
—¿Qué dicen las pruebas?
—De momento, se han llevado a cabo las pruebas biológicas habituales. Recuento, hemograma, ionograma, análisis de orina… A primera vista no hay nada anormal, al margen de una presencia excesiva de albúmina que indica un mal funcionamiento de los riñones. No ha sido objeto de violencia sexual y, aparte de esa marca amoratada de la muñeca, no presenta señales de maltrato. Por el contrario, sufre problemas anormales para un chiquillo de su edad. Los riñones, como acabo de explicarles, una presión arterial muy elevada y arritmia. Por el momento, en el monitor, el corazón le late regularmente, a unas sesenta pulsaciones, aproximadamente. Pero…
Cogió unos gráficos guardados en una carpeta plastificada a los pies de la cama y les mostró un electrocardiograma.
—Miren, hay fases en las que el corazón se le acelera y se le ralentiza, sin motivo aparente. Si tuviera cuarenta años sería un candidato perfecto para un ataque de corazón.
Sharko observó el gráfico y luego de nuevo al niño. Su rostro era hermoso y delicado. Debía de tener diez años, como mucho. Y, sin embargo, su corazón parecía muy enfermo.
—¿Se ha encontrado con otros casos semejantes?
—Sí, lo he visto, y puede deberse a numerosas causas. Cardiopatía congénita, anomalía coronaria, estenosis aórtica y le ahorro los detalles. Habrá que hacer más pruebas. Y hay otra cosa sorprendente: el niño presenta unas cataratas incipientes, tiene el cristalino ligeramente opaco.
—Cataratas… Es una enfermedad que afecta a los ancianos, ¿no?
—No necesariamente. Hay varias, y una de ellas, hereditaria, afecta a niños de corta edad. Sin duda, este es el caso, pero puede operarse.
—Y, sin embargo, él no ha sido operado. Arritmia del corazón, cataratas, los riñones: en su opinión, ¿de qué se trata?
—De momento es difícil decirlo, ha ingresado en mi servicio hace apenas cuatro horas. Lo único seguro es que no goza de buena salud. En cuanto despierte tengo intención de someterlo a exámenes paraclínicos. Escáner cerebral, pruebas exhaustivas de cardiología y gastroenterología y pruebas oftalmológicas. En cuanto a la sangre, la enviaremos a analizar en toxicología para detectar eventuales toxinas.
—¿Ha intentado hacerlo hablar?
—Sí, el psicólogo del hospital lo ha intentado, pero a la vista de su fatiga y de su miedo, ha sido imposible. Primero habrá que tranquilizarlo, decirle que no le va a pasar nada malo. El problema es que ignoramos si nos entiende.
Con las manos en los bolsillos de la bata, el médico rodeó la cama e invitó a los dos policías a acercarse.
—He avisado a los servicios sociales —añadió—. Las personas de atención a la infancia vendrán mañana. Este chaval necesita ser acogido en cuanto salga de aquí.
Levantó la sábana y bajó la mirada hacia el pecho del niño. A la altura del corazón, lucía un curioso tatuaje de tres o cuatro centímetros de ancho. Se trataba de una especie de árbol de seis ramas sinuosas repartidas como los rayos del sol en la copa de un tronco curvado. Debajo, escrito en tamaño muy pequeño, había un número: 1400. El tatuaje era monocromo, negro, y no era de excesiva calidad artística. Recordaba los toscos dibujos de los presidiarios con una aguja mojada en tinta. A todas luces, lo habían tatuado de cualquier manera.
—¿Le sugiere algo? —preguntó el médico.
Sharko y su colega de MaisonsAlfort se cruzaron una mirada inquieta. El comisario observó el tatuaje un poco más cerca. Con lo que había llegado a ver a lo largo de su carrera, ya ni siquiera se preguntaba qué monstruo había podido hacerle algo semejante a una criatura. Simplemente sabía que ese tipo de monstruos existía por doquier, y que había que atraparlos para evitar que causaran perjuicios.
—En absoluto. Parece un tipo de… símbolo.
Trenti señaló los extremos del dibujo con la punta del dedo índice.
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—Miren, aquí. En algunos lugares hay señales de cicatrización, muy leves. Diría que el tatuaje es reciente, deben de habérselo hecho, según mi opinión, hará una o dos semanas.
El capitán Trémor jugueteaba nerviosamente con su alianza. El frío del exterior le había tensado los rasgos del rostro y su expresión parecía más dura.
—¿Podrá enviarme una foto del tatuaje?
Antes de que el médico tuviera tiempo de responder, Sharko sacó su móvil y fotografió en primer plano el extraño signo, con el número debajo. ¿De qué infierno podía haber salido aquel pobre chaval agotado, marcado como una res?
Trémor miró a Sharko a los ojos y habló.
—Lleva razón. Vayamos a lo más sencillo y eficaz.
Lo imitó y también fotografió el tatuaje con su teléfono. En el momento en que el policía de la Criminal se guardaba el móvil, este comenzó a vibrar. Nicolas Bellanger…
—Discúlpenme —dijo, y salió al pasillo.
Una vez que estuvo en un lugar aislado, atendió la llamada.
—¿Diga? Sharko al habla.
—Soy Nicolas. ¿Cómo está el chaval?
Sharko le resumió rápidamente lo que acababa de descubrir. Tras una breve conversación sobre el tema, Bellanger se aclaró la voz.
—Escúchame… Te llamo por otra cosa. Tienes que venir al 36 lo antes posible.
Sharko percibió que el tono era anormalmente serio, casi azorado. Se situó frente a una ventana, contemplando las luces de la ciudad.
—No estoy lejos de casa. A la vista del tiempo, tenía intención de irme a casa directamente al salir del hospital. No te imaginas cómo están las carreteras. ¿Qué pasa?
—No puedo decírtelo por teléfono.
—Inténtalo. He tardado una hora y cuarto en llegar hasta aquí y no tengo ganas de que me pase lo mismo a la vuelta.
—De acuerdo. La gendarmería de un pueblo perdido de Bretaña, a quinientos kilómetros de aquí, me ha llamado. Hace una semana entraron en la sala de fiestas del pueblo. Reventaron la puerta en plena noche. Sobre la pared había escrita una frase; presta atención: «Nadie es inmortal. Un alma en la vida y en la muerte. Allá, ella te espera». Estaba escrito con las letras en sangre, con la punta de un palo de madera o algo semejante.
—¿Está relacionado con nuestro caso?
—A priori, no. Sin embargo, está relacionado contigo, seguro.
Sharko se restregó la arista de la nariz, con los ojos cerrados y una expresión grave.
—Si en cinco segundos no me cuentas el final de la historia, Nicolas, te voy a colgar el teléfono.
—Ahora te lo cuento. Los gendarmes se tomaron ese acto suficientemente en serio como para pedir unos análisis y tratar de averiguar de dónde procedía la sangre. El del ADN mostró que se trataba de sangre humana, así que consultaron el FNAEG,
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diciéndose que, tal vez, el delincuente habría sido lo bastante estúpido como para escribir el mensaje con su propia sangre.
Hubo un silencio. Sharko sintió que el corazón se le desbocaba, como si hubiera adivinado lo que su jefe de grupo se disponía a anunciarle.
—Esa sangre, Franck, es tuya.
La Grande Tribune
, edición RódanoAlpes del 8 de febrero de 2001:
El cuerpo de una mujer de unos treinta años fue hallado sin vida ayer por la mañana según informaciones confirmadas por la gendarmería de Montferrat. Fue extraída a primera hora, vestida y con su documentación, de las gélidas aguas parcialmente heladas del lago de Paladru, en Charavines, a unos cincuenta kilómetros de Aix-lesBains. Un paseante avisó a las fuerzas de seguridad. La autopsia se practicará en el instituto Médico Legal de Grenoble para determinar las causas de la muerte. ¿Se trata de un accidente o de un crimen? Esa última hipótesis parece plausible puesto que el automóvil de la víctima aún no ha sido hallado en los alrededores del lugar del drama y cabe preguntarse qué podía hacer esa mujer una madrugada tan fría junto a ese lago aislado, en cuyas orillas abruptas ya han ocurrido varios accidentes. Olivier T.
L
ucie pensaba en el siniestro suceso que acababa de leer en su coche.
Muerta ahogada, en pleno invierno. Sospechas de un caso criminal. ¿Por qué Christophe Gamblin se había interesado en ese artículo en particular, de hacía ya diez años? ¿Se había resuelto el caso? ¿Los otros tres periódicos procedentes de los archivos relataban casos semejantes? Lucie aún no había tenido tiempo de echarles un vistazo —ya llevaba más de diez minutos de retraso—, pero en aquel momento solo deseaba una cosa: comprender qué había llevado a Christophe Gamblin a sumergirse en el sótano de
La Grande Tribune
durante sus vacaciones.
Se detuvo unos segundos delante del mastodonte de ladrillos rojos, frente a la estación de Austerlitz, al otro lado del Sena. «La casa de los muertos», le vino a la cabeza con aprensión, un lugar en el que personas que poco antes aún estaban vivas entraban para que las descuartizaran. A la izquierda, surgían sombras del metro del Quai de la Rapée. Allí había indicadores de Bastilla o de la plaza de Italie, lugares agradables para los turistas. Sin embargo, ¿sabían aquellos paseantes o trabajadores que a solo unos metros, en el interior de aquel edificio fundido con el paisaje urbano, se estudiaban con sumo detalle los peores crímenes de París?