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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (41 page)

BOOK: Atomka
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—Buenos días, Franck. He recibido todos tus mensajes, pero no te he podido llamar hasta ahora porque no tenía cobertura.

—Solo dime que todo va bien. Que no te ha pasado nada.

—Estoy bien, tranquilo. Pareces asustado. ¿Qué pasa?

—Nada. Háblame. Cuéntame.

—Para ser breve, aquí las cosas han avanzado mucho. Voy de camino al aeropuerto e intentaré coger el próximo vuelo a París para llegar mañana, jueves 22.

A Sharko le dolían los dedos de tanto estrujar el teléfono móvil.

—¿Has descubierto algo?

—Dos elementos de gran importancia. El primero es que Dassonville está aquí.

—¿Cómo dices? Pero…

—No te preocupes, no hay problema.

—¿No hay problema, dices? ¡Pero si ese tipo es un asesino de la peor calaña!

—Ha huido y no volveré a verlo, eso seguro.

—Porque lo has…

—¡Déjame hablar, maldita sea! Hay que tramitar los procedimientos con la policía de Nuevo México, y lo antes posible. Hace casi cuatro horas que he perdido su rastro y ahora ya debe de estar lejos. Estaba en Albuquerque porque quería eliminar a una antigua periodista. Y esa periodista es el segundo punto importante. Me ha dado un nombre: Léo Scheffer.

A Sharko le zumbaba la cabeza. Dassonville en Nuevo México… Trató de concentrarse en la carretera. Allí, en aquellas carreteras más aisladas, no habían echado sal y sus neumáticos se hundían en la nieve fresca.

—¿Quién es ese Scheffer?

—Un especialista en radiaciones, doctor en medicina nuclear, que se marchó de Estados Unidos a Francia, agárrate, en 1987, o sea un año después de la aparición en nuestro país del famoso manuscrito y del asesinato de los monjes. Creo que Scheffer y Dassonville son cómplices y que se conocieron en los años setenta, en algún congreso científico en París. Creo que el monje fue a buscar a Scheffer en 1987, manuscrito en mano, para que lo ayudara a descubrir los secretos del mismo.

Sharko oyó un bocinazo.

—Por aquí circulan como locos —dijo Lucie—. Volviendo a Scheffer, está claro que no es trigo limpio. Según la periodista, realizó experimentos con cobayas humanos, al igual que su padre, un físico brillante muy implicado en el proyecto Manhattan. Todo eso me hace pensar en los chavales de las fotos. Unos pequeños cobayas humanos.

Sharko crispó las manos en el volante. Pensó en la niña asiática del metro, en sus promesas. Lucie prosiguió:

—El mensaje de
Le Figaro
iba dirigido directamente a Léo Scheffer. Valérie Duprès dio con su pista y quizá quiso asustarlo u obligarlo a actuar. Luego imagino que logró encontrar a uno de los chavales y arrancarlo momentáneamente de su destino pero, hoy, está desaparecida. Scheffer está metido en esa historia hasta el cuello, igual que Dassonville. Y el antiguo monje se ha encargado de hacer limpieza.

A la luz de los faros, Sharko vio los primeros árboles del bosque de Sénart. Recordaba que había que rodearlo hasta llegar a un brazo del Sena. Luego, habría que continuar a pie, con los pies en la nieve una vez más.

—Muy bien —dijo el comisario—. Llama a Bellanger y explícaselo todo, hasta el menor detalle. En cuanto sepas la hora de tu vuelo, me llamas. Iré a buscarte al aeropuerto.

—¿Vas en el coche? ¿Qué hora es en Francia? ¿Las diez de la noche?

—Voy para casa. Aquí aún nieva, no veas cómo está todo.

—¿Qué hay de nuevo por vuestra parte?

«¿Qué hay de nuevo? Gloria, una ex prostituta de la que jamás te he hablado, hallada apaleada con una barra de hierro en una torre de cambio de agujas. Fallecida envenenada en el hospital. El Ángel Rojo y el asesino de los insectos, reencarnados en una mente enferma que me persigue».

Sharko tuvo que reflexionar para retomar el caso.

—Hay algo curioso en uno de los chiquillos operados, en las fotos. Al parecer, hay dos fotos hechas con varios años de diferencia, y el niño no ha envejecido.

—Es un disparate.

—En esta historia todo es un disparate. En cuanto al chiquillo del hospital, el que estuvo en contacto con Valérie Duprès y fue hallado muerto en el estanque, los análisis sanguíneos indican que su organismo estaba contaminado por elementos radiactivos: uranio, cesio 137 y también plomo no radiactivo. Hemos llegado a la conclusión de que creció en un entorno muy contaminado, como Chernóbil.

Hubo un breve silencio. Sharko oyó que también Lucie iba en coche.

—Todo coincide —dijo ella—. Ese niño contaminado, o al que se contaminó de forma voluntaria, está relacionado a la fuerza con Scheffer. Hay que actuar de inmediato, Franck. Si Scheffer está confabulado con Dassonville, seguramente ya estará al corriente de que andamos tras él. Voy a tener que colgar.

Sharko vio la cinta negra del Sena desplegarse a su izquierda mientras la luna aparecía intermitentemente. Ya no nevaba. Un kilómetro más y podría aparcar. Si su memoria no lo traicionaba, a menos que se dispusiera de una embarcación, el gran estanque en el que flotaban las gabarras solo era accesible a pie tras quinientos o seiscientos metros de marcha por el bosque.

—Espera, Lucie. Quiero decirte… Pase lo que pase, por muchos obstáculos que se alcen entre nosotros, siempre te querré.

—Yo también te quiero. Tengo muchas ganas de verte y de que todo esto termine. Dentro de tres días es Nochebuena y espero que los dos tengamos un poco de tiempo. Hasta mañana.

—Hasta mañana…

… «mi pequeña Lucie», añadió cuando ella ya había colgado.

Se adentró con el coche por un camino hasta tan lejos como le fue posible y al fin cerró el contacto.

Su linterna tomó el relevo de sus faros.

De nuevo el bosque y de nuevo el barro. Aquellos grandes troncos negros le pusieron la piel de gallina. ¿Qué le aguardaba, esta vez, en la cala de
La Courtisane
? ¿Qué horrores?

Pensó en las consecuencias de sus actos. Si en el 36 llegaran a descubrir que había actuado solo de nuevo, esta vez no se lo perdonarían.

Sin embargo, era la única manera de enfrentarse a su adversario.

Como años antes, Sharko sabía que probablemente solo habría un único superviviente.

50

E
l decorado no había cambiado lo más mínimo.

La reja desvencijada que rodeaba la extensión de agua seguía allí, a sus pies, con los mismos paneles en los que se leía «Peligro. Prohibido el paso». Al fondo, iluminadas por la luna, unas grandes masas oscuras inmóviles habían sido cubiertas lentamente por la nieve. Los cascos gemían y la chapa se resquebrajaba, y daban la impresión de que hubiera materia viva en aquel cementerio de gabarras.

Sharko bajó por la pendiente resbaladiza y avanzó con prudencia junto a la reja, dirigiéndose a la derecha. Las carcasas rotas lo dominaban. El paisaje era increíble, digno de una película de terror, con aquel bosque alrededor, los barcos entre la vida y la muerte y nieve por doquier. Halló un agujero de gran tamaño en la reja y se coló por él. Avanzó junto al agua, pistola en mano, iluminando los cascos, uno tras otro.

De repente, apagó la linterna y contuvo la respiración.

A un centenar de metros, una barca surcaba la superficie líquida, deslizándose en silencio entre dos gabarras.

De repente, la silueta negra que remaba se detuvo.

Sharko permaneció quieto.

El ojo blanco de una linterna se abrió y exploró la orilla, justo a su lado.

El policía se agachó y echó a correr en silencio hacia delante, mientras el haz de luz le pisaba los talones. La fatiga de los últimos días se desvaneció y dejó paso a adrenalina pura.

La luz se apagó de repente.

La sombra volvió a remar, haciendo oscilar los reflejos de la luna en el agua.

Se dirigía a la otra orilla.

Más lejos, Sharko alcanzó el canal por el que las gabarras agonizantes llegaban hasta allí. El curso del agua no medía más de unos diez metros, pero era imposible cruzarlo.

«¡Mierda!».

La barca seguía allí pero se alejaba a toda prisa, hasta que desapareció entre dos popas inmóviles. ¿Era posible que el asesino lo hubiera visto? La luz era escasa y probablemente insuficiente para distinguir una silueta entre la hierba.

El comisario estaba furioso. Tenía que actuar cuanto antes. Dio media vuelta, obligado a rodear el agua por la izquierda. La superficie era inmensa, el estanque debía de medir un kilómetro de perímetro y unos cien metros de ancho, y la silueta se dirigía exactamente hacia el punto opuesto. Con todo, el policía no desistió. Se adentró a buen paso en la nieve, con los dedos extendidos y los brazos oscilando acompasadamente. Los cristales crujían ruidosamente bajo sus pies y cada sonido parecía amplificarse. Un kilómetro era una larga distancia, muy larga, y Sharko avanzaba con dificultad por aquel suelo traidor, con aquellas piedras ocultas con las que sus pies se tropezaban a veces. Cuando al fin volvió a ver la barca, unos diez minutos más tarde, estaba acostada a la orilla.

Y vacía.

Se precipitó hasta la embarcación, sin resuello, agarrando el arma con fuerza. El bosque estaba justo allí, a unos diez metros.

Se quedó estupefacto y tuvo que encender la linterna para asegurarse de que no se equivocaba.

Desconcertado, recorrió la orilla a derecha e izquierda, con la mirada en el suelo: no había ni una sola huella de pasos en la nieve. Nada.

Como si el individuo se hubiera volatilizado.

Imposible.

Sharko reflexionó, solo había una solución. Se volvió hacia la extensión líquida.

Y lo comprendió.

Allá, al otro lado, en el preciso lugar del que venía, una pequeña silueta surgía del agua.

«El traje de inmersión», pensó el policía. Apretó los puños con rabia y tuvo ganas de gritar su hartazgo.

El individuo alumbró una potente linterna, que apuntó hacia él. Por reflejo, Sharko se parapetó tras la barca, el arma en la prolongación de su brazo tendido. Era inútil tratar de disparar a aquella distancia, estaba demasiado lejos.

El haz luminoso se encendía y se apagaba. A veces un buen rato, a veces rápidamente.

Era Morse.

Sharko había aprendido ese alfabeto mucho tiempo atrás, en el servicio militar. ¿Cómo podía saberlo el asesino, maldita sea? Trató de estimular su memoria. A era corto, largo. B era largo y tres veces corto…

Frente a él, la señal se repetía. Sharko se concentró, rodeado por el frío y la nieve.

B.U.E.N.A J.U.G.A.D.A S.E A.C.E.R.C.A E.L F.I.N.A.L D.E L.A P.A.R.T.I.D.A

Se quitó el guante y, con una mano temblorosa, empezó a su vez a enviar señales, con su propia linterna.

T.E M.A.T.A.R.E

Delante, la linterna permaneció encendida en su dirección, sin moverse.

Luego, de golpe, se apagó.

Sharko entornó los ojos: la silueta había desaparecido.

El policía sabía que era inútil lanzarse tras él. Estaba demasiado lejos. Se incorporó, muy desconcertado. ¿Qué loco podía pasearse vestido con un traje de inmersión? ¿Era una manera de no dejar rastro, ninguna huella? ¿O una manera de huir fácilmente en caso de peligro?

Furioso, el comisario de policía se instaló en la barca y se puso a remar por el agua verde y negra. Navegó entre los colosos de acero de proas resquebrajadas y vientres mordidos por el óxido.
La Dérivante… Vent du Sud
… Ahí estaban todas, fieles a la cita, como seis años atrás.

Al fin apareció
La Courtisane
, una impresionante embarcación de transporte de treinta y ocho metros con una cala que parecía el lomo de una ballena. Su nombre medio borrado por el tiempo estaba escrito en grandes caracteres en el casco. Sharko maniobró con precaución y llegó a la escalerilla. Amarró la barca a uno de los barrotes, subió al puente trasero y saltó por encima de los cabos y los pedazos de cristales rotos de la timonera. Estar allí parecía irreal. Oteó de nuevo hacia el bosque, jadeando: el espeso ramaje negro y los grandes árboles inmóviles que lo rodeaban. El asesino de Gloria tal vez aún estuviera allí, oculto en las tinieblas, observándolo.

Los peldaños que conducían al compartimiento inferior lo aguardaban. Olía a hierro húmedo y a madera empapada de agua. A Sharko le costó mucho descender. Una joven víctima lacerada de la cabeza a los pies aún gritaba en su mente. En aquella época, lo aguardaba allí, justo detrás de la puerta metálica, en pleno verano. Las temperaturas eran caniculares, de 37 o 38 °C. Hoy, no superaban los 0 °C.

«El asesino le había taponado las heridas con propóleos de abejas… Los propóleos comenzaron a fundirse en cuanto abrí la puerta. Y la chica se desangró».

Con aprensión, apoyó su mano enguantada sobre la manecilla, apuntando con la pistola.

La hizo girar lentamente y entró con suma prudencia, orientando su linterna en todas las direcciones.

Sus ojos se abrieron como platos.

Las paredes de chapa estaban cubiertas de fotos. Centenares de fotos de él, encabalgadas, superpuestas, tomadas en cualquier sitio. Él, asomado en el balcón de su apartamento o ante la tumba de Suzanne. Primeros planos, planos generales, en cualquier momento del día, en cualquier situación. Y fotos más antiguas. La más dolorosa era una en la que posaba con Suzanne y la pequeña Éloïse, a orillas del mar. Una foto que conservaba como oro en paño en uno de sus álbumes, en el apartamento. Como la foto que estaba justo al lado, en la que vestía traje de faena militar y no tenía ni veinte años.

La hilera de CD dispuesta sobre una mesilla le propinó otro golpe. En cada disco, una pequeña etiqueta: «Vacaciones 1984» o «Nacimiento de Éloïse». No cabía ninguna duda: se trataba de copias de sus viejas cintas de ocho milímetros.

Todas, allí estaban todas. Incluso había un paquete de tarjetas de visita profesionales.

El asesino había entrado en su domicilio. Donde vivía, donde dormía Lucie. Había tenido acceso a toda su intimidad, a su agenda, a sus documentos.

Sharko se abalanzó sobre los discos y los arrojó al suelo. Con un alarido, se tiró de los cabellos con las dos manos. Le saltaron las lágrimas, acto seguido, mientras su linterna rodaba por el suelo. El polvo danzaba en el haz amarillento. Había tuberías por todas partes y las bombillas estaban rotas. Aquel lugar parecía la guarida de un psicópata, un ser nacido para destruir. Una copia conforme del Ángel Rojo.

El policía se ahogaba. Descubrió también, pegados y clavados con chinchetas en un tablero de corcho, los resultados de sus espermatogramas que había roto y arrojado a la basura, justo enfrente del laboratorio de análisis médicos.

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