—¡Lucie!
El policía extendió los brazos con las palmas hacia el techo.
—Estas notas conciernen a nuestro caso. Ese capullo de comandante de la gendarmería nos ha expulsado. Si hubiera hallado este cuaderno, nos habría impedido obtener la información. Ni hablar de soltar ni un ápice NUESTRO caso. En vez de maldecir, échale un vistazo a esas páginas.
Sharko suspiró. La mujer menuda que se hallaba frente a él era una «Lucie Henebelle» de pura cepa.
—Habrá que pensar en algo para devolverlo. No nos lo podemos quedar para nosotros, se trata de una prueba de convicción esencial. —Con las mandíbulas apretadas, Sharko pasó finalmente las páginas. Resiguió con un dedo el dibujo del principio, muy serio—. Otra vez este símbolo, idéntico al tatuaje del chaval.
—Cosa que demuestra que todo está relacionado.
Hojeó las hojas sueltas y las páginas del cuaderno.
—Esto lo han escrito dos personas diferentes.
—Lo sé. Una en el cuaderno y la otra en las hojas sueltas.
Observó la foto en blanco y negro. Sus ojos se abrieron como platos.
—Pero ¿este es Einstein?
—El mismo.
—No conozco al otro hombre, pero la mujer… parece Marie Curie. ¿Es Marie Curie?
Lucie se frotó los hombros, como si tuviera frío. Se situó junto a la calefacción, de espaldas a la ventana.
—No lo sé.
—Sí, es ella, estoy prácticamente seguro. Una foto increíble… Lástima que esté en parte quemada.
—Me hiela la sangre. Observa cómo los tres miran al objetivo. Parece como si no quisieran que les hicieran esa foto. Y, además, ese sitio, tan oscuro. ¿Qué buscarían allí? ¿De qué estarían hablando en ese momento?
Intrigado por la fotografía, Sharko prosiguió la exploración. Las fórmulas, las notas manuscritas. Su mirada se ensombrecía, su ceño se fruncía. Finalmente, cerró el cuaderno y descubrió un tampón ligeramente borrado, en la parte inferior de la cubierta posterior. Se lo mostró a Lucie.
—¿Lo habías visto?
La policía se aproximó a él, intrigada.
—«Hospital especializado Michel Fontan, Rumilly, 1999.» No, se me había escapado. ¡Mierda! Rumilly…
—Donde Philippe Agonla trabajó como empleado de mantenimiento, antes de trabajar en la lavandería de Les Adrets.
—Y donde, según Chanteloup, también recibió tratamiento debido a sus trastornos psiquiátricos. 1999 corresponde a esas fechas.
Mientras reflexionaban, les sirvieron unas bandejas con la comida. Sharko alzó la tapa e hizo un mohín.
—Es domingo, joder. No se puede comer algo tan infecto un domingo.
Lucie no puso tantas pegas y devoró lo que parecía cerdo con puré. Sharko la acompañó, por educación, y siguieron hablando del caso. Tras la manzana verde de postre, Lucie consultó el SMS que acababa de recibir en su móvil.
—«Tenemos que hablar. Tengo noticias interesantes. Espero que Franck esté bien. Llama antes de las tres, por favor». Es de Nicolas.
—¿Cómo se lo ha tomado?
Extendió los brazos en un aspaviento.
—Todo esto, me refiero.
—Le llamé ayer, antes de volver al sótano. No fue mal, aunque estaba muy asustado por ti y nos ha tildado de «inconscientes».
—Como de costumbre. Bueno, llámalo, pero sobre todo no digas nada de este cuaderno, ni de Einstein ni de nada de nada.
Lucie fue a cerrar la puerta y marcó el número de su superior. Encendió el altavoz y oyó que el jefe de grupo había hecho lo mismo a su vez.
—Gracias por llamar. Antes que nada, ¿cómo está Franck?
—A punto de salir a la calle, ya —respondió Lucie mirando a Sharko y guiñándole un ojo—. Solo necesita un traje.
—Perfecto…
—He puesto el altavoz. Franck puede oírte.
—Hola, Franck. Estoy en el despacho, con Pascal. Repasamos las últimas noticias y nos vamos a casa, estamos hechos polvo. ¿Sabéis que nuestro «Sabueso» no ha hecho musculación desde el viernes?
—Lo nunca visto desde que trabajo con vosotros.
—Y eso lo pone muy nervioso, es como un volcán a punto de entrar en erupción. Así que… Estamos en contacto con Pierre Chanteloup, de la SR de Chambéry, y Éric Dublin, del Servicio Regional de la Policía Judicial de Grenoble. Desde el punto de vista judicial, las cosas no están fáciles. Ese Chanteloup me parece muy terco y puede que lo bloquee todo.
—¡A quién se lo vas a contar! —exclamó Lucie—. ¡Es un perfecto gilipollas!
—Arthur Huart, el juez de instrucción, tiene buena mano. Sabrá apañárselas con los otros magistrados y evitar que se monte un buen pollo. Por nuestra parte, tenemos bastantes novedades. ¿Me oís bien?
Lucie asintió.
—Perfectamente —dijo—. Pero, para empezar, ¿hay noticias del niño del hospital?
—No. Ni de él ni de Valérie Duprès. Estamos en un punto muerto, pero la búsqueda prosigue. —Lucie y Sharko se habían sentado en la cama, uno al lado de otro. Bellanger seguía hablando—: Por lo que a nosotros respecta, Pascal ha hecho un trabajo excelente. Para ser breve, estamos casi seguros de que Duprès estaba investigando sobre los lugares más contaminados del planeta. Contaminación química, de dióxido de carbono o radiactividad. Disponemos de las fechas de sus viajes y hemos podido reconstruir a grandes trazos su periplo. Es muy probable que se interesara en el aspecto sanitario del tema. En La Oraya, por ejemplo, casi todos los niños padecen saturnismo, además de otros problemas de salud, entre los que se cuentan disfunciones de los riñones y del corazón. Quizá por esa razón eligió esa ciudad en el Perú más remoto.
Lucie y Sharko se miraron, muy serios. El comisario tomó el teléfono y se lo acercó a la boca.
—Problemas de riñón y de corazón… Como el chiquillo desaparecido.
—También le ha llamado la atención a Pascal. Por ello he llamado esta mañana al hospital de Créteil, pero tenemos ciertos problemas administrativos con ellos. Dado que le chaval ya no está ingresado allí, nos están poniendo palos en las ruedas para profundizar en los análisis sanguíneos. Como siempre, es una cuestión de pasta, de saber quién lo va a pagar. Así las cosas, vamos a recuperar las muestras de sangre y se las daremos a nuestros equipos de toxicología. Hemos tenido suerte, en el hospital aún tienen los tubos que conservan por lo general una semana y tienen sangre suficiente para hacer otros análisis. En resumidas cuentas, dejaremos pasar el domingo y mañana mismo pondremos en marcha el procedimiento.
Sharko veía cómo se tejían ya algunos lazos, de manera muy borrosa. En su mente resonaban tres palabras: radiactividad, Einstein y Curie.
—Has hablado de radiactividad —dijo.
—Sí. Después de ir China por la contaminación extrema de carbón, Duprès viajó a Richland, y luego tomó un vuelo a Albuquerque, en Estados Unidos. A lugares próximos a las ciudades implicadas en el proyecto
top secret
Manhattan, que permitió crear las primeras bombas atómicas en 1945.
—He oído hablar de ello vagamente, pero queda muy lejos.
—Richland es muy conocida, incluso muy turística, para aquellos a quienes interesa esa historia. La llaman Atomic City, la ciudad del hongo. Se ha convertido en una verdadera…
El comisario ya no escuchaba, se había puesto en pie de golpe chasqueando los dedos.
—¡Lucie! ¿Dónde está el ejemplar de
Le Figaro
?
—En la guantera.
—Ve a buscarlo, por favor, ¡deprisa! ¡Creo que he entendido por qué Duprès guardó ese periódico!
Mientras ella desaparecía, Sharko recobró la serenidad y repitió a sus colegas parisinos lo que Lucie le había contado una hora antes —evitando mencionar el cuaderno—, para que todos dispusieran de la misma información. Finalmente, la policía reapareció, con el periódico enrollado en la mano. Se lo tendió a Sharko y este lo hojeó rápidamente.
—Estaba en los anuncios clasificados, estoy seguro.
Sus ojos reseguían las líneas de izquierda a derecha y por fin plantó su dedo índice en mitad de la página izquierda.
—Aquí, ya lo tengo. Está en los «Mensajes personales», donde cualquiera puede publicar lo que le venga en gana. La primera vez no caí en la cuenta, porque por lo general ahí suele haber mensajes bastante estrambóticos. Escuchad, es literalmente lo que figura en el periódico: «En el País de Kirt pueden leerse cosas que uno no debería leer. Sé lo de NMX-9 y su famosa pierna derecha, en el Rincón del Bosque. Sé lo de TEX-1 y ARI-2. Me gusta la avena y sé dónde crecen los hongos, los ataúdes de plomo aún crepitan». Punto final.
Hubo un largo silencio. Bellanger pidió a Sharko que se lo leyera de nuevo y luego dijo:
—¿Y de verdad crees que eso tiene alguna relación?
—Estoy casi seguro. Parece un mensaje codificado. Lo de la avena no lo entiendo, pero me has dicho que Richland era la ciudad del hongo: «donde crecen los hongos». Y además está lo del plomo. El plomo en la sangre de los niños… Esos ataúdes, ¿no podrían ser los propios críos, condenados a morir por el plomo que llevan en su interior? Unos ataúdes ambulantes. ¿Ves a dónde quiero llegar?
—Eso creo —respondió Bellanger—. Y… —Silencio—. ¿Crees que Duprès es la autora del mensaje?
—Me parece evidente. Con eso de «Sé lo de…», señala a un objetivo, amenaza. Y sabe que ese objetivo lee
Le Figaro
atentamente.
—Tiene lógica. Y, temporalmente, no hay incoherencias. Duprès regresó de Nuevo México a primeros de octubre y el anuncio se publicó un mes más tarde, en noviembre. Y, además, Duprès nunca viajó a la India, como su solicitud de visado permitía aventurar. Tras su viaje a Estados Unidos, sus prioridades eran otras.
Lucie escuchaba y tomaba notas en su cuaderno, mientras Sharko se acariciaba el mentón. Poco a poco, Valérie Duprès tomaba cuerpo en su mente. Sus motivos y sus ambiciones comenzaban a esbozarse. Un viaje a lugares contaminados. Un libro que denunciara el impacto de la contaminación en la salud. Un descubrimiento en Richland o en Albuquerque, su último destino, que súbitamente cambia sus objetivos y acaba poniéndola en peligro. ¿A quién quería contactar a través del anuncio? ¿Qué sentido tenía aquel curioso mensaje? Y, sobre todo, ¿qué relación tenía con el niño del hospital o una foto de científicos de 1900?
Bellanger interrumpió sus pensamientos.
—Bueno. Démonos un respiro para pensar y dejemos reposar esta historia. Pascal se entretendrá este domingo con ese mensaje codificado, esas cosas le encantan. Id a prestar declaración ante Chanteloup mañana por la mañana y, si ya no hay nada que hacer por allí, volved aquí. En cuanto a tu arma, Franck, lo hablaré con la dirección. Eso va a generar tres kilos de papeleo.
Se despidió y colgó. Sharko se dirigió a la ventana, mesándose el pelo hacia atrás. Luego se volvió y miró fijamente a Lucie, que estaba concentrada en la lectura de las páginas de
Le Figaro
.
—¿Lo entiendes?
—En absoluto, como si fuera chino.
—No podía ser de otra manera. ¿Vas al hotel a por mi ropa?
—¿Ya quieres marcharte? ¿Estás de guasa?
—En absoluto. Tú ocúpate del hotel y yo me encargaré del médico. Luego, podemos elegir. O nos quedamos tranquilamente en el hotel, calentitos en la cama, o nos damos una vuelta por el hospital psiquiátrico de Rumilly. ¿Qué te parece?
Lucie se dirigió hacia la puerta.
—¿De verdad es necesario que te responda?
H
elada.
No había otra palabra que pudiera describir la atmósfera que envolvió a los dos policías en cuanto descendieron del vehículo frente al coloso de piedra que parecía tallado en el propio acantilado.
Para llegar hasta el centro psiquiátrico primero tuvieron que atravesar la localidad de Rumilly, adentrarse luego en las montañas, rodear un lago, cruzar un puente y circular aún un kilómetro más por carreteras sinuosas entre alerces.
Aquel monstruo constaba de tres plantas, estaba horadado por cristales austeros y protegido bajo unos tejados de los que solo las agujas perforaban la nieve. Dado que se hallaba a gran altitud, el viento gélido lo azotaba de forma constante y era imposible vagar por sus alrededores sin acabar congelado.
Por su situación aislada y su arquitectura, Lucie estimó que el edificio debía de ser muy antiguo, construido en una época en la que se pretendía alejar la locura y mantenerla al margen de la población, es decir, en medio de la nada. Era domingo por la tarde y nadie iba a visitar a los pacientes. El aparcamiento de un blanco inmaculado estaba prácticamente vacío, aparte de algunos vehículos estacionados en la zona reservada al personal.
Sharko no pudo reprimir su aprensión al cruzar la puerta de entrada. Por su condición de antiguo esquizofrénico —o esquizofrénico a secas—, conocía bien la locura y sus declinaciones a cuál más sórdida, y tenía la intuición de que aquella institución aislada no se ocupaba de las patologías más leves. Por ello, al llegar a la recepción y solicitar hablar con el responsable del hospital, le pareció que la frente se le perlaba de sudor y que los labios le temblaban.
Los condujeron al fondo de un largo pasillo típico de los antiguos hospitales psiquiátricos: techo muy alto, perspectivas mareantes y una acústica que favorecía la resonancia. No se cruzaron con ningún paciente. Solo apercibieron a uno o dos enfermeros que empujaban un carrito o salían de la farmacia. Tenían el rostro pálido, poco sonriente, y la espalda encorvada. El aislamiento entre aquellas montañas no debía de ayudarlos a pensar en otra cosa.
Léopold Hussières era un veterano del lugar. El director del hospital tenía unos sesenta años, la frente despejada y lucía unas gafas redondas que se quitó al llegar los policías. No hacía calor entre aquellas paredes —era lo menos que podía decirse al respecto— y Lucie se subió la cremallera de la chaqueta. Sentía que Sharko se encontraba incómodo, porque se retorcía los dedos discretamente como un niño pillado en falta.
—Me gustaría ver su documentación, si me lo permiten —dijo el psiquiatra.
Lucie le tendió su identificación y el médico la escrutó atentamente. Con extremada desconfianza, pidió también la de Sharko. El comisario le mostró un documento en lamentable estado.
—Lo siento, pero se ha mojado.
El médico alzó las cejas. Su aspecto era intimidante, con una bata abotonada prácticamente hasta el gaznate y de la que surgía el cuello de un jersey.
—¿La policía criminal parisina aquí, en medio de las montañas, en pleno invierno? ¿Qué sucede?