Volvió la pantalla de su ordenador hacia sus colegas.
—Está aquí, al sur de los Urales, o lo que es lo mismo: en medio de la nada. Es la única ciudad de esa región de Rusia que cuenta con aeropuerto. Scheffer tal vez solo haya aterrizado y desde allí puede haber ido a cualquier otro lugar. Arnaud Lachery está trabajando en ello con la policía moscovita y tratará de darnos más información. Le he enviado nuestros informes, para que esté al corriente.
Mostró otra página de internet en la que aparecían fotos de calles grises, bordeadas por edificios de una arquitectura de característica frialdad soviética.
—Algo me hace creer que Scheffer se ha quedado en los alrededores de Cheliabinsk. A ochenta kilómetros de allí está Ozersk, que es lo que se conocía como una Atomgrad. Esa localidad era una de las ciudades secretas soviéticas durante la Guerra Fría. Tuvo varios nombres, Cheliabinsk 40, Mayak o Kychtym, y no figuraba en ningún mapa, era completamente invisible para los ojos occidentales. Al principio, se trataba de un complejo militar e industrial ultrasecreto, elegido en 1946 por el padre de la primera bomba atómica soviética, Ígor Kourchatov.
—De nuevo lo nuclear…
—Sí, de nuevo. Como dices, en cierta medida se trataba de la versión soviética del proyecto Manhattan. En aquella época, la ciudad albergaba a más de cincuenta mil personas, confinadas entre muros de diez metros de altura rematados por alambradas. Para edificarla, las autoridades echaron mano de los prisioneros de los gulags.
Suspiró e hizo aparecer otra página de internet.
—Y lo que tenía que pasar con lo nuclear pasó: Ozersk fue escenario de un grave accidente en 1957. La primera advertencia atómica de la historia, con unas dimensiones que fueron la mitad de las de Chernóbil. Sus industrias producían entonces plutonio 239 destinado a las armas nucleares soviéticas. Una explosión química propulsó a más de un kilómetro de altura unas cantidades espantosas de elementos radiactivos e irradió gravemente a miles de civiles y militares.
—Nunca se ha oído hablar de ello.
—Es normal: el secreto sobre la catástrofe solo fue desvelado en los años ochenta y seguimos contando con muy poca información. Sin embargo, en los alrededores de Ozersk hay una gran zona de suelo contaminado, de un ancho de veinte kilómetros y de una longitud de más de trescientos, puesto que, además de la explosión, el complejo arrojaba sus residuos radiactivos a cielo abierto en esa zona pantanosa y de un suelo parecido a una esponja. En la actualidad es una zona siniestrada, glacial y condenada, donde nadie podrá volver a poner los pies. El simple hecho de pasear a orillas de un lago de la zona llamado Karachai te proporciona en media hora la dosis de radiactividad tolerable a lo largo de toda una vida. El infierno en la Tierra.
Bellanger se frotó las sienes.
—¿Y qué demonios ha ido Scheffer a hacer allí?
—Qué HAN ido a hacer allí, dirás, porque según los americanos, Dassonville también ha volado a Moscú. Aún no tengo noticias de Lachery respecto a su destino una vez que aterrizó en el aeropuerto ruso, pero me apuesto lo que sea a que también ha ido a Cheliabinsk y luego a Ozersk.
—Como si se hubieran citado en el corazón de la radiactividad.
—Exactamente. Lachery, con quien he hablado por teléfono, me ha explicado que esos dos fulanos van cada año a Rusia, con visados turísticos. Y ambos solicitaron un nuevo visado hace tres semanas. Justo después de la publicación del anuncio por palabras en
Le Figaro
. Se olieron el peligro y prefirieron adelantarse a los acontecimientos, por si las cosas se envenenaban demasiado.
Hubo un silencio, cargado de significado: Dassonville y Scheffer se hallaban ahora a miles de kilómetros de allí, en un país del que los policías no sabían nada.
Y tal vez jamás regresarían.
—¿Le has preguntado a Lachery por Ozersk? —dijo Sharko.
Robillard meneó la cabeza.
—Solo es mi hipótesis, no quería…
—Hazlo.
—Muy bien.
Lucie estaba pensativa.
—Los Urales, en pleno invierno, debe de ser como el Polo Norte —dijo ella—. ¿Te imaginas a qué temperatura deben de estar allí?
—Alrededor de -20 o -30 °C en estos momentos —respondió Robillard.
—-30 °C… En cierta forma, hay una especie de lógica.
—¿Qué lógica?
—La de ese frío y ese hielo que nos acompañan desde el inicio de la investigación. La energía nuclear y el frío extremo, reunidos en una misma ciudad en el fin del mundo. Como si se tratara de una culminación, de la conclusión a «alguna cosa» que aún se nos escapa.
Se concedieron un nuevo momento de reflexión común. Bellanger consultó su reloj y suspiró.
—Tengo cita con el fiscal para ponerle al corriente del caso. No será fácil explicárselo todo.
Volvió la cabeza hacia Sharko y Lucie.
—¿A qué hora os vais al aeropuerto?
—Tal como está el tiempo, comemos y nos marchamos para no llegar tarde al embarque —dijo Sharko—. Ir hasta Charles-de-Gaulle no va a ser un paseo.
—De acuerdo. Pascal, ponte de nuevo en contacto con Interpol, para que avisen al agregado de seguridad interior en tierras ucranianas para que sepa que vamos a ir allí, aunque sea para respetar el protocolo.
Se volvió hacia Lucie y Sharko.
—La comisión rogatoria para Rusia está lista y, aunque no la necesitáis, la tendréis, así como el contacto de Lachery y de los policías moscovitas con los que colabora. Volveré para traeros todo eso y desearos buena suerte antes de que os marchéis.
Lucie se había aproximado a la ventana. Miraba fijamente el cielo, tan gris como el plomo. ¡Y pensar que el interior de los cuerpos de los niños ucranianos escupía tantas partículas por segundo como copos caían ante ella en aquel momento!
—Tengo la impresión de que sí que vamos a necesitar un poco de suerte —murmuró.
L
a terminal del aeropuerto Charles de Gaulle estaba a rebosar. Era como unas enormes fauces que ingurgitaban y escupían viajeros en un incesante bullicio. Tirando de sus maletas de ruedas, Sharko y Lucie se abrieron camino entre el gentío hasta llegar al punto de encuentro de la terminal 2F, donde los esperaba Vladimir Ermakov. El hombrecillo no era difícil de reconocer: su cabellera de un blanco amarfilado desentonaba con todo lo demás. Vestía un pantalón verde de camuflaje, buen calzado de montaña y una gruesa parka forrada que llevaba abotonada.
En el avión, Lucie se acomodó en el asiento del medio, pues Vladimir había elegido el de la ventanilla. Mientras esperaban, el traductor les había explicado sus funciones dentro de la asociación: ir a buscar y llevar de vuelta a los niños de diversos países, responder a las solicitudes de las familias de acogida para eliminar la barrera del idioma, traducir las cartas que se enviaban o se recibían a lo largo de todo el año, ocuparse de la documentación, los visados… Iba regularmente a Ucrania y Rusia para preparar los viajes, entrevistarse con los padres y explicarles los objetivos de la asociación. Había obtenido la nacionalidad francesa en 2005, era un activo militante contra la energía nuclear y estaba contratado con plena dedicación por la Fundación de los Olvidados de Chernóbil. A todas luces, la asociación le permitía ganarse la vida y realizarse.
—Lamentamos privarle de su Navidad en familia —dijo Lucie—, pero nuestra investigación es muy importante.
—No hay problema. En Francia vivo solo e iba a pasar la Nochebuena en compañía de algunos miembros de la asociación.
Tenía una voz dulce y un hermoso acento del Este, vibrante y cantarín.
—¿Sus padres viven en Ucrania?
—Fallecieron.
—Oh, lo lamento.
Vladimir le dirigió una tímida sonrisa.
—No lo lamente. No los conocí. Vivían en Pripyat, la ciudad colindante con la central nuclear. Mi padre era militar, al servicio de la Unión Soviética, y murió excavando en la central de Chernóbil con miles de hombres para tratar de llegar a la sala del reactor unos días después de la explosión. Mi madre murió dos años después de nacer yo, debido a una malformación del corazón. Por lo que a mí respecta, nací una semana antes de la catástrofe. Fui prematuro y por ese motivo permanecí en el hospital de Kiev. Eso me salvó la vida…
Deslizó los dedos por la ventanilla, mientras el avión comenzaba a rodar y las azafatas dictaban las instrucciones de seguridad.
—Volví a Pripyat hace diez años. La ciudad entera está congelada en el tiempo, todos los relojes están parados. Los autos de choque y la noria parece que se hayan detenido de repente. Allí, los árboles crecen más deprisa y deforman el cemento con una energía anormal. Como si la naturaleza se volviera amenazadora y no quisiera que el hombre volviera a poner los pies allí.
Rebuscó en su cartera y extrajo un trocito de papel satinado, del tamaño de una foto de identidad.
—Son mis padres, Piotr y Marusia. Su apartamento, cuyo balcón daba directamente a la central, seguía igual y las puertas estaban abiertas. Allí encontré esta única foto y por fin pude descubrir sus rostros. El átomo se los llevó, a los dos, de diferentes maneras.
Miraba a Lucie con insistencia. Sus ojos eran muy redondos, tan azules como el cobalto, y la ausencia de cejas aumentaba la fuerza de su mirada. Volvió a guardar la foto.
—Me han dicho que quieren ir a los pueblos donde hizo escala el autobús. Ahora tienen que explicarme qué sucede y dejar de ser tan misteriosos. ¿Qué pueden ir a buscar dos policías franceses tan lejos, a las puertas de la Navidad? Allí no hay más que miseria y radiactividad.
Sharko se inclinó hacia él.
—Creemos que hay niños de esos pueblos pobres que desaparecen a lo largo de los años, para ser utilizados en sórdidos experimentos. Creemos también que el bienaventurado creador de su asociación, Léo Scheffer, está implicado en esas desapariciones.
Vladimir abrió unos ojos como platos.
—¿El señor Scheffer? Es absolutamente imposible. No pueden imaginarse todo lo que hace por la asociación. Todas las sonrisas que hace aparecer en las caras de esos niños que no conocen otros paisajes que las tierras irradiadas. Gracias a él existe la esperanza y Chernóbil no es solo un punto en el espacio y el tiempo, ¿me entienden? Sin gente como él, probablemente yo no estaría aquí, hablando con ustedes. Me ha ayudado mucho.
—Scheffer abandonó precipitadamente el hospital y ha huido a Rusia. Alguien inocente no lo habría hecho.
—No, se equivocan. El culpable tiene que ser otro.
Apoyó la frente contra la ventanilla y se encerró en el silencio. Los policías se dieron cuenta de hasta qué punto Scheffer se había forjado una solida reputación de benefactor de la humanidad. Se crean centros para discapacitados, se atiende a los niños irradiados y, por detrás, el diablo muestra la cola a sus anchas.
El avión despegó. Sharko contempló con alivio la capital que se empequeñecía rápidamente. El asesino de Gloria estaba allí, en algún lugar, agazapado en la sombra, dispuesto a mover su ficha en el tablero. Con un poco de suerte, se hundiría y los hombres de Basquez, de guardia ante la residencia, al fin podrían cazarlo.
Comió el contenido de la bandeja de la cena que sirvieron media hora después de despegar y acabó adormeciéndose.
Tres horas más tarde, Kiev se desplegaba en medio de la oscuridad. Un disco luminoso plantado sobre las colinas, situado a solo ciento diez kilómetros del reactor número cuatro de Atomka, el mote simpático que Vladimir daba a la central.
—Aquella noche de abril de 1986, los dos millones de habitantes de Kiev tuvieron la meteorología a su favor —dijo el joven traductor inclinándose hacia la ventanilla—. Yo fui uno de los afortunados. Mis padres, en cambio, estaban en mal sitio. Los vientos empujaron la nube radiactiva hacia el noroeste y las lluvias descargaron todas las partículas sobre el suelo y los ríos. Bielorrusia, Polonia, Alemania, Suecia… Todo el mundo fue alcanzado, en grados diferentes. Milagrosamente, Francia no fue alcanzada y los aduaneros del cielo detuvieron la nube justo en sus fronteras. —Se encogió de hombros—. ¡Mentira! Otra de las burdas mentiras sobre la energía nuclear. Todo el mundo fue alcanzado. En Córcega, el número de cánceres de tiroides o los problemas de regulación de la glándula han aumentado de manera descomunal veintiséis años después de Chernóbil. Los niveles han alcanzado el triple de la media nacional. Esas personas son las huellas vivas del paso de la nube.
Hablaba con acritud, pero tranquilo. A lo largo del descenso, criticó a los gobiernos pronucleares, al
lobby
del átomo o los residuos nucleares enterrados bajo tierra como triste herencia para las generaciones futuras. Los policías lo escuchaban con atención y respeto. Su lucha era noble y justificada.
Una temperatura helada recibió a los tres viajeros al salir del aeropuerto de Boryspil. El cielo estaba despejado y el viento se colaba por los resquicios de los cuellos de los abrigos. Lucie imaginaba el soplo cargado de partículas mortales, inodoro, insípido e invisible, que había atravesado todos los organismos vivos a su paso, años antes. Habría podido ser aquel viento. Sintió un escalofrío.
Vladimir apartaba a los taxistas piratas que se abalanzaban sobre ellos, llamó al vehículo de una compañía oficial e indicó que los llevara al hotel Sherbone, en el centro de Kiev.
—Mañana me encargaré de alquilar un coche —dijo una vez instalado en el asiento delantero del vehículo—. Si les parece, saldremos a las diez de la mañana. Si tenemos que ir a los cuatro pueblos, tendremos que recorrer más de cien kilómetros por carreteras en mal estado y probablemente heladas.
—Mejor a las nueve —respondió Sharko—. Primero tenemos que ir a la embajada francesa para entrevistarnos con el agregado de seguridad interior. Suena muy pomposo y burocrático, pero no tenemos más remedio si queremos respetar las reglas. Y gracias por todo, Vladimir.
En silencio, los dos policías saborearon el paisaje y el espectáculo de luz. Era una ciudad que parecía haber vivido varias vidas. Las catedrales bizantinas se codeaban con edificios estalinistas, y los parques eran lentamente devorados por edificios modernos. Las siete décadas de comunismo eran visibles en cada esquina, fundidas en el decorado cual espías.
Lucie nunca había viajado tanto como desde que era policía. Canadá, Brasil, Estados Unidos y ahora Europa del Este… Países de los que solo descubría su rostro más siniestro, ciudades en las que nunca se tomaba el tiempo para visitarlas porque siempre había asesinos a los que dar caza y el tiempo apremiaba. Hoy se adentraba en Kiev, pero ¿qué conocía ella de todos esos pueblos, de esas calles, de esas gentes que caminaban anónimamente, con el cráneo cubierto por un gorro con orejeras, aparte de sus viejos recuerdos de los años de escuela?