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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Barbagrís (16 page)

BOOK: Barbagrís
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Barbagrís abandonó esta línea de pensamiento al llegar al siguiente puesto de la carretera. Se encontró frente a otro letrero que decía «Vida Eterna».

El letrero colgaba delante de un garaje medio derruido que se encontraba junto a una casa en estado semejante. Las puertas se habían caído, pero estaban en el interior y servían de biombo para ocultar la mitad posterior del garaje. Detrás de ese biombo ardía una fogata, que proyectaba la sombra de dos personas en el techo. Delante del biombo, sosteniendo una linterna entre sus manos heladas, había una vieja de boca desdentada sentada encima de una caja. Interpeló a Barbagrís en la forma de rutina:

—Si le interesa encontrar la Vida Eterna, éste es el lugar adecuado. ¡No escuche al predicador! El precio que pide es demasiado alto. Aquí, usted no tiene que dar nada, nada que después tenga que lamentar. Nuestra vida eterna puede obtenerse dentro de una jeringuilla, y el pago se hace sin ningún problema para su alma. ¡Entre, si desea vivir eternamente!

—Puesto entre la espada y la pared, no sé en quién confiaría menos, si en usted o en el predicador.

—¡Entre y renacerá, saco de huesos!

Molesto por la expresión, a pesar de haberla oído muchas veces, Barbagrís preguntó bruscamente:

—Quiero hablar con Bunny Jingadangelow. ¿Está aquí?

La vieja tosió y lanzó un escupitajo de color verde hacia el suelo.

—El doctor Jingadangelow no está aquí. No está a la entera disposición del primero que venga, ¿sabe? ¿Qué es lo que quiere?

—¿Puede decirme dónde está? Quiero hablar con él.

—Le daré una cita si lo que quiere es un curso de rejuvenecimiento o inmortalidad, pero ya le digo que no está aquí.

—¿Quién hay detrás del biombo?

—Mi marido, si es que se empeña en saberlo, y un cliente, lo cual a usted no le importa. Además, ¿se puede saber quién es? Nunca le había visto antes de ahora.

Una de las sombras aumentó de tamaño sobre el techo, y una voz aguda preguntó:

—¿Qué sucede ahí fuera?

Al cabo de un momento, apareció un joven.

El efecto que produjo en Barbagrís fue parecido al de un cubo de agua fría. A través de los años, había llegado a convencerse de que la infancia ya no era más que una idea enterrada dentro del cráneo de los viejos, y que la carne joven era un vago recuerdo. Haciendo caso omiso de los rumores, él mismo representaba la máxima juventud que podía ofrecer el marchito mundo en que vivía. Pero aquel… aquel mozalbete, vestido únicamente con una especie de túnica, con un collar rojo y verde, parecido al de Norsgrey, en torno al cuello, con los frágiles brazos y piernas al descubierto, y mirando a Barbagrís con ojos grandes e inocentes…

—¡Dios mío! —exclamó Barbagrís—. ¡Así que siguen naciendo!

El muchacho habló con una voz penetrante e impersonal.

—Tiene ante usted, señor, los beneficiosos efectos del doctor Jingadangelow y su conocido tratamiento de rejuvenecimiento e inmortalidad, respetado y recomendado desde Gloucester hasta Oxford, desde Banbury hasta Berks. Inscríbase aquí mismo para un curso, señor, antes de que sea demasiado tarde. Puede ser como yo, amigo, después de unas pocas dosis de prueba.

—Te creo tan poco como al predicador —dijo Barbagrís, recobrándose con dificultad de la impresión recibida—. ¿Cuántos años tienes, chico? ¿Dieciséis, veinte, treinta? Ya me he olvidado de las edades tempranas.

Una segunda sombra corrió sobre el techo, y un andrajoso y grotesco individuo, con una plantación de verrugas en la barbilla y la frente, apareció ante él. Iba tan extremadamente encorvado que apenas le era posible ver a Barbagrís a través de sus abundantes cejas.

—¿Desea usted el tratamiento, señor? ¿Quiere volver a ser vigoroso y bello como este joven y atractivo compañero?

—No es usted una buena publicidad de su propio producto, ¿verdad? —dijo Barbagrís, volviéndose nuevamente para contemplar al muchacho. Avanzó unos pasos para observarle más detalladamente. Cuando la sorpresa inicial se desvaneció, vio que el muchacho era un flácido y pobre espécimen de pastoso semblante.

—El doctor Jingadangelow descubrió su maravilloso tratamiento demasiado tarde para ayudarme, señor —dijo el grotesco individuo—. Podríamos decir que le encontré demasiado tarde en la vida, pero a usted si que podría ayudarle, tal como ha hecho con este joven amigo nuestro. Nuestro joven amigo tiene ciento noventa y cinco años en la actualidad, señor, aunque por su aspecto sea imposible deducirlo. Mírelo bien; está en la plenitud de la juventud, tal como podría estarlo usted.

—En la vida me habla sentido mejor —dijo el muchacho, con su voz estridente—. Estoy en la plenitud de la juventud.

De pronto Barbagrís le agarró por un brazo y le hizo girar de modo que la luz de la linterna que tenía la vieja iluminara claramente el rostro del joven. El joven lanzó un grito de súbito dolor. La inocencia de sus ojos se reveló como vaguedad. La espesa capa de polvos que cubría su rostro le confería el aspecto de una máscara. Abrió la boca y enseñó unos dientes negrísimos detrás de una capa frontal de pintura blanca. Desasiéndose, dio un furioso puntapié en la espinilla de Barbagrís y soltó una maldición al mismo tiempo.

—¡Eres un bribón, un asqueroso estafador; tienes más de noventa años… has sido castrado! —gritó airadamente Barbagrís al encorvado anciano—. ¡No tienes derecho a hacer una cosa así!

—¿Por qué no? Él es mi hijo. —Retrocedió unos pasos con el brazo levantado delante de la cara. Sacó la barbilla hacia filera con expresión de furia.

El «muchacho» empezó a gritar. Al ver que Barbagrís daba media vuelta, chilló:

—¡No toque a mi papá! Bunny y yo tuvimos la idea. Sólo estoy procurándome un honrado medio de vida. ¿Acaso cree que quiero pasar el resto de mis días demacrado y hambriento como usted? ¡Socorro, socorro, al asesino! ¡Ladrones! ¡Fuego! ¡Socorro, amigos, socorro!

—Cierre el… —Barbagrís no pudo seguir. La vieja se movió, saltando a su espalda. Balanceó la linterna junto a su cara. En el momento en que él daba media vuelta, el viejo descargó un grueso bastón sobre su nuca, y él se desplomó sobre el suelo de hormigón.

Se le presentó nuevamente una situación imposible. Varias mujeres jóvenes, muy ligeras de ropa, se hallaban sentadas a una mesa entreteniendo a hombres ya ancianos cuya fisonomía recordaba una vela mal plegada. Sus labios eran rojos, sus mejillas rosadas, y sus ojos negros y brillantes. La muchacha más próxima a Barbagrís llevaba medias de amplia malla que terminaban en la noble eminencia de sus muslos; aquí daban paso a unos pantaloncitos de satén rojo, con volantes en el borde, como para ocultar una rosa aún más esplendorosa entre sus pétalos, y de la misma tonalidad que una corta túnica, cerrada con invitadores botones de latón, que ocultaban parcialmente unos senos de tal esplendor que hacía sobresalir la barbilla de su poseedora.

Entre este espectáculo y Barbagrís había varias piernas, entre las cuales identificó las de Martha. Este hecho le hizo comprender que lo que veía no era un sueño y él no se hallaba inconsciente. Lanzó un gemido, y el dulce rostro de Martha descendió a su nivel; una mano se posó sobre su cara y un beso rozó su piel.

—Pobre amor mío, en seguida estarás bien.

—Martha… ¿dónde estamos?

—Te han atacado por poner las manos encima del eunuco que había en el garaje. Chariey los oyó y fue a buscarnos a Pitt y a mí. Vinimos lo más rápido que pudimos. Vamos a quedarnos aquí a pasar la noche, y mañana estarás perfectamente.

Impulsado por este comentario, reconoció dos de los otros pares de piernas; ambos manchados de barro y lodo; un par pertenecía a Charley y el otro a Jeff Pitt. Volvió a preguntar, esta vez con más energía:

—¿Dónde estamos?

—Tienes suerte de que no te hayan matado —gruñó Pitt.

—Estamos al lado del garaje donde te han golpeado —dijo Martha—. A juzgar por su popularidad, es una casa de bastante buena reputación.

Captó al vuelo la fugaz sonrisa que iluminó su rostro. Se le ensanchó el corazón al verla, y le apretó una mano para demostrar lo mucho que amaba a una mujer que incluso podía hacer una broma de algo desagradable. Volvió a sentirse lleno de vida.

—Ayudadme a levantar, ya estoy bien —dijo.

Pitt y Charley se apresuraron a sostenerle por debajo de los brazos. Sólo un par de piernas que no había reconocido permanecieron inmóviles. Mientras se ponía en pie, su mirada recorrió aquellos sólidos zancos y subió por el extravagante territorio de un abrigo hecho con pieles de conejo. Las pieles conservaban las cabezas de esos lagomorfos, los dientes, las orejas, los bigotes y todo; los ojos habían sido reemplazados por botones negros; algunas de las orejas, mal conservadas, se estaban descomponiendo, y un cierto efluvio —probablemente favorecido por el calor reinante en la habitación— se desparramaba a su alrededor; pero el efecto resultaba innegablemente majestuoso. Cuando los ojos de Barbagrís llegaron a la altura de los del dueño del abrigo, dijo:

—Bunny Jingadangelow, supongo.

—El doctor Bunny Jingadangelow a su servicio, señor Timberlane —dijo el hombre del abrigo, doblando suficientemente la región sacrolumbar para hacer una reverencia—. Me alegro de que mis remedios hayan tenido un efecto tan excelente y rápido sobre sus heridas…, pero ya hablaremos más tarde de sus deudas hacia mí. En primer lugar, creo que debería ejercitar la circulación dando una vuelta por el cuarto. Permítame que le ayude.

Se adueñó del brazo de Barbagrís, y empezó a hacerle andar entre las mesas. Durante un momento, Barbagrís no opuso resistencia alguna, mientras examinaba al hombre del abrigo confeccionado con pieles de conejo. Jingadangelow no parecía tener mucho más de sesenta años —posiblemente unos seis años más que Barbagrís—, y su aspecto era el de un hombre joven en comparación a los hombres de aquel tiempo. Llevaba bigote y patillas, pero la redondez de su barbilla alcanzaba una suavidad nunca vista. Todo su rostro daba una impresión tal de blandura que parecía imposible que una metoposcopia pudiera definir su verdadero carácter.

—Tengo entendido —dijo— que antes de que intentara atacar a uno de mis clientes, me buscaba usted para pedirme ayuda y consejo.

—Yo no he atacado a ninguno de sus clientes —replicó Barbagrís, librándose del brazo del hombre—. Sin embargo, lamento haber puesto la mano encima de uno de sus cómplices en un momento de ira.

—No diga tonterías, hombre; el joven Trotty es un anuncio, no un cómplice. El nombre del doctor Jingadangelow es conocido en todo los Midlands como el de un gran humanista, un humanista humano. Le daría una tarjeta si llevara alguna encima. Antes de que empiece a sentirse agresivo, debe comprender que yo soy una de las grandes figuras del… hum, ¿en qué siglo estamos?… de los años veinte.

—Debe de ser usted muy conocido. No pretendo discutírselo. Conocí a un pobre loco, Norsgrey, y su esposa, que acudieron a usted para someterse a un tratamiento…

—Espere, espere, Norsgrey, Norsgrey… ¿Qué nombre es ése? No está en mis libros… —Alzó la cabeza y apoyó uno de sus dedos en la mitad de la frente—. Oh, sí, sí, sí, es verdad. La mención de su esposa me ha despistado momentáneamente. Entre usted y yo… —Jingadangelow se llevó a Barbagrís hacia un rincón; se inclinó hacia él y le dijo en voz baja—: Claro que los lamentos de los pacientes son privados y secretos, pero el pobre Norsgrey no tiene esposa, ¿sabe?, tal como esta mesa que ve usted aquí; se trata de un tejón hembra con el que está muy encariñado. —Volvió a golpearse la frente con un dedo—. ¿Por qué no? Todo el mundo necesita quien le caliente la cama en estas frías noches de invierno. Pobre hombre, está loco de atar…

—Es usted muy comprensivo.

—Perdono todas las faltas y locuras humanas, señor. Es parte de mi trabajo. Debemos atenuar este valle de lágrimas en la medida que nos sea posible. Naturalmente, tal comprensión forma parte del secreto de mis maravillosos poderes curativos.

—Lo cual es lo mismo que admitir que vive a costa de locos como Norsgrey. El tiene la ilusión de que le ha hecho usted inmortal.

Durante esta conversación, Jingadangelow se sentó e hizo señas a una mujer que rondaba por allí cerca para que les sirviera algo de beber. El doctor contempló sus idas y venidas y agitó dos dedos en señal de agradecimiento. A Barbagrís, le dijo:

—¡Qué extraño me parece volver a oír objeciones éticas después de todos estos años! Me hace retroceder a… Debe de llevar usted una vida muy retirada. El viejo de Norsgrey, ya sabe, se está muriendo. Oye ruidos de hojas que se agitan y cosas así; es una hidropesía fatal. Así que… ha interpretado a su manera la esperanza de inmortalidad que yo le di. De todos modos, es un error agradable. Yo vivo, si me permite que le haga una confidencia, sin ninguna esperanza parecida; por lo tanto, Norsgrey y, afortunadamente, hay muchos como él, tiene más suerte que yo en cuanto al espíritu. Me consuelo pensando que yo tengo más suerte en las posesiones terrenales.

Barbagrís dejó su vaso encima de la mesa y miró en torno suyo. A pesar de que aún le dolía la nuca, se sentía invadido por el buen humor.

—¿Le importa que mi esposa y mis amigos se unan a nosotros?

—Claro que no, daro que no, aunque espero que no se haya cansado usted tan pronto de mi compañía. Confiaba en que una charla así podría servir de introducción a un posible negocio entre los dos. Me ha parecido reconocer en usted un carácter semejante al mío.

Barbagrís preguntó:

—¿Qué le ha hecho pensar tal cosa?

—Principalmente el sentimiento intuitivo con el cual estoy dotado. Usted es imparcial. No sufre como debiera en esta época desastrosa; aunque la vida es miserable, usted la disfruta. ¿No es así?

—¿Cómo lo sabe? Si, sí, tiene razón; pero acabamos de conocernos…

—La respuesta a su pregunta no siempre resulta agradable para el ego. La cuestión es que, aunque cada hombre sea único, todos se parecen mucho. Usted tiene una ambivalencia en su naturaleza; muchos hombres tienen una ambivalencia. Sólo tengo que hablar un momento con ellos para diagnosticaría. ¿Me explico?

—¿Cómo definiría mi ambivalencia?

—No soy adivino, pero voy a intentarlo. —Distendió los pómulos, alzó las cejas, clavó la mirada en su vaso y puso una cara realmente sensata—. Nosotros necesitamos los desastres que nos suceden. Usted y yo hemos pronosticado, de alguna manera, el colapso de la civilización. Somos dos supervivientes de un naufragio. Para nosotros dos, esto significa algo más que la supervivencia… ¡el triunfo! Antes de que llegara el desastre, nosotros lo deseábamos, y por esta razón es un éxito, una victoria para la voluntad. ¡No se asombre tanto! Estoy seguro de que no es usted un hombre que considere los rincones de la mente como un lugar muy saludable. ¿Ha pensado en el mundo donde nacimos, en lo que se habría convertido si no hubiera tenido lugar ese desgraciado experimento de la radiación? ¿No habría sido un mundo demasiado complejo, demasiado impersonal, para nuestro gusto?

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