Authors: John Norman
En el exterior encontré a dos parejas más de individuos: dos guardianes y dos mujeres libres. Supuse que tal vez las estaban entrenando en la fortaleza para ulteriores tareas.
—No está aquí —les dije a los hombres señalando con la cabeza a la despensa de la que acababa de salir. Luego añadí—: ¡Deprisa!
Ellos se apresuraron.
Por un momento vislumbré un tobillo bajo las pesadas ropas de ocultamiento que llevaba la mujer. Era un tobillo esbelto y excitante. Sonreí. Pensé que no les habrían dicho que cuando su trabajo político y militar hubiera terminado, les pondrían las sedas y el collar de esclavas.
Otro hombre venía corriendo, llevando ante él a una esclava.
—Hay que ponerla a salvo —le dije adustamente.
—Sí.
Oí que otro hombre venía a mis espaldas. Me di la vuelta juntándole con el arma que llevaba.
—No dispares —dijo—. Soy Gron, de la sección Al-Ka.
—¿Qué estás haciendo en este área? —le dije.
—Vengo a buscar a Lady Rosa.
—¿En qué apartamento está? —pregunté.
—En el cuarenta y dos, nivel Central Minus uno, pasillo Mu.
—Correcto —le dije bajando el arma.
Su respiración se aligeró.
—Yo iré a por ella —dije. Y realmente, necesitaba una mujer—. Vuelve a la sección Al-Ka.
Él dudó por un momento.
—Deprisa —dije con enfado—. Hay una posibilidad de peligro.
Alzó la mano y se dio la vuelta. Pronto desapareció por el pasillo.
Determiné que me encontraba en el pasillo Mu por las marcas goreanas grabadas en la pared cerca del punto en el que el corredor se bifurcaba en dos direcciones. Me parecía probable estar en el nivel adecuado ya que había encontrado al hombre a alguna distancia de las escaleras más cercanas.
No vi a nadie más en el corredor. Arrastré de nuevo la cadena.
Pronto llegué a la puerta de acero marcada con el número cuarenta y dos. Vi que los rieles del techo entraban en el apartamento, sin duda para que Lady Rosa tuviera a su servicio esclavas bien encadenadas. Abrí la puerta y metí la cadena que llevaba, encajada en los rieles. El apartamento era muy lujoso, recubierto de seda. Estaba débilmente iluminado por cinco velas.
Una mujer se levantó sorprendida de la gran cama redonda en que estaba sentada. Llevaba las ropas de ocultamiento. Se cubrió el rostro con un velo de seda.
—Deberías llamar, idiota —dijo—. Apenas me ha dado tiempo a esconder mis rasgos.
Me miró con los ojos llameando sobre el velo. A pesar de él sus facciones no quedaban muy ocultas. Tenía un rostro estrecho pero hermoso. Sus ojos eran extremadamente negros, y también sus cabellos, que asomaban bajo la capucha del traje. Sus pómulos eran altos, su rostro regio, aristocrático y frío.
Estaba furiosa.
—¿Eres Lady Rosa? —pregunté.
Ella se presentó fríamente.
—Soy Lady Graciela Consuelo Rosa Rivera-Sánchez —dijo—. ¿Qué pasa? —preguntó.
—Hay un intruso en la fortaleza —dije.
—¿Le han capturado ya?
—No. ¿Cuánto tiempo llevas en la fortaleza?
—Cuatro meses —dijo. Luego añadió—: Cuatro meses goreanos.
—¿Conoces el sistema de rieles de cadenas para controlar el movimiento de las esclavas? —pregunté.
—Por supuesto.
—¿Y sus últimas terminaciones?
—Sí —dijo—, pero a los humanos no se les permite ir más allá de esos puntos.
Sonreí.
—¿Cómo ha podido penetrar un intruso en la fortaleza? —preguntó.
—Por un túnel de ventilación. Hablas muy bien el goreano —le dije—, aunque con cierto acento.
—He tenido un entrenamiento intensivo.
Aunque su acento era aristocrático y español; ningún amo goreano haría objeciones.
—¿Y por qué querría un intruso entrar en la fortaleza? —preguntó.
—De momento, necesita una mujer —dije.
—No entiendo.
—Quítate las ropas.
Ella me miró perpleja.
—Tal vez prefieras que lo haga yo. Soy el intruso —le expliqué.
Ella retrocedió.
—Nunca —dijo.
—Muy bien. Échate en la cama boca abajo con los brazos y las piernas abiertas. —Saqué el cuchillo que llevaba al cinto. No es fácil intentar rasgar las ropas de ocultamiento con las manos desnudas, porque pueden esconder agujas envenenadas.
—Estás bromeando —dijo ella.
Hice un gesto con el cuchillo indicando la cama.
—No te atreverás —siseó.
—A la cama —dije.
—Soy Lady Graciela Consuelo Rosa Rivera-Sánchez —dijo.
—Si eres lo bastante hermosa —dije—, tal vez te llame Pepita.
—Me quitarás las ropas, ¿verdad? —dijo.
—Soy goreano. —Di un paso hacia ella.
—No me toques. Yo lo haré.
Sus pequeñas manos acudieron reluctantes a los lazos que cerraban en su cuello las vestiduras.
Su piel era tersa, largos sus cabellos, espesos y maravillosamente negros, contrastando vivamente con la notable palidez de sus brazos, sus hombros y su espalda.
Encontré un peine sobre un tocador. Peiné sus cabellos agarrando a la mujer por el cuello.
Ella sollozó de rabia cuando una pequeña aguja envenenada con kanda cayó de su pelo, atrapada entre los dientes del peine.
Le hice darse la vuelta rudamente. Ella me miró con los ojos llameantes.
—Ahora estoy indefensa —dijo.
—Sí.
Con el cuchillo corté las finas tiras de su ropa de seda, y se las quité con el mango del cuchillo sobre su piel, hasta que la ropa cayó a sus tobillos. Ella se estremeció ante el frío de la hoja sobre su piel. Miró el cuchillo con aprensión.
—¿Qué quieres de mí? —me preguntó—. ¿Vas a violarme?
Miró la gran cama redonda cubierta de seda verde. Se imaginaba a sí misma sobre ella a mi merced, utilizada para mi placer.
—Tendrás que ganarte tu derecho a servir sobre una cama así —le dije—. Una zorra como tú tiene primero que aprender sus lecciones sobre el polvo de una tarima o en las pieles sobre el cemento, a los pies del lecho de su amo, bajo la anilla de esclava.
La cogí del pelo y la llevé a un lado de la sala, junto a unos baúles.
De uno de ellos saqué dos correas de sandalia. Con una le até las manos a la espalda. Una correa de sandalia es más que suficiente para atar a una hembra. La otra correa la até alrededor de su cintura. Luego cogí un gran velo rojo. Era un velo de intimidad, muy diáfano, cuya opacidad depende de las vueltas que se le dé en torno al rostro. Una mujer libre puede demorar a un amante ansioso durante días, permitiéndole cada noche una visión menos oscura de sus rasgos, hasta el momento en que tal vez le permita ver su rostro desnudo. Tales tonterías, por supuesto, no son toleradas en una esclava.
Le até el velo de intimidad en la nuca y lo crucé sobre sus pechos con dos vueltas; luego los até con la correa a su cintura. Cogí después los dos extremos sueltos y los pasé entre sus piernas, atándolos luego a la correa de sandalia en su vientre.
Ella me miró horrorizada.
—Servirán como seda de esclava —le dije.
Empujándola del brazo la coloqué ante un gran espejo.
Ella gimió al contemplarse.
—Mira este nudo corredizo —le dije—. La correa puede soltarse con un simple tirón.
—¡Bestia! —sollozó.
Le miré su esbelto muslo. Pensé que podría quedar bien marcado con la marca corriente de Kajira.
—Te he puesto la seda roja, ¿es adecuado? —le dije.
—¡Desde luego que no! —exclamó.
—Tal vez pronto lo será.
Ella se debatió con furia, pero en vano. Luego cejó en sus esfuerzos.
—Te daré oro, mucho oro, si me liberas —dijo.
La llevé hasta el umbral del apartamento, donde colgaba la cadena de los rieles.
—¿Qué quieres de mí? —suplicó—. El suelo está muy frío —dijo—. Desátame.
Yo estaba atando la cadena a su cuello. La aseguré cuatro veces. Sintió su peso. La cadena ocultaría el hecho de que no llevaba collar. Era una cadena con dos bandas rojas. Miré a la esclava. Ahora era un componente del sistema de cadena y rieles de la fortaleza.
—Soy Lady Graciela Consuelo Rivera-Sánchez —dijo.
—Calla, Pepita.
Jadeó. Luego dijo:
—¡No! ¡No me obligues a salir de la habitación vestida de este modo!
La saqué al pasillo de un empujón. Ella me miró dolorida, la cadena colgando tras de sí. Se daba cuenta de que iba a llevarla por donde quisiera.
—En el sistema de cadenas rojas, que es el más extenso, ¿hay alguna terminación más lejana que en los otros?
—Sí.
Esto me sorprendió.
—Llévame hasta allí.
Ella se irguió con orgullo.
—No —dijo. Dio un respingo al sentir el cañón del arma en su vientre. La empujé hasta tenerla contra la pared—. No te atreverás —dijo.
—No eres más que una mujer.
—¡Te llevaré! Pero no te servirá de nada. A los humanos no se les permite pasar más allá de ese punto.
—¿Por dónde? —pregunté.
Sus ojos me indicaron la dirección.
La empujé rudamente en esa dirección con el rifle.
—Más deprisa —le dije.
Caminamos rápidamente por el pasillo.
—Si nos cruzamos con hombres —dijo ella—, sólo necesito llamarles.
—Hazlo, y sólo quedarán tus restos en la cadena. —No la había amordazado porque eso habría levantado sospechas.
Al poco rato, jadeaba. Era una chica de la Tierra, y no estaba en las condiciones de la esclava goreana, que lleva una dieta casi perfecta impuesta por los amos y cuyos músculos están tonificados por un régimen de ejercicios, las piernas endurecidas por las largas horas de entrenamiento de danza sensual.
Corrimos por los pasillos durante varios ehns. A veces descendíamos escaleras. Ella sudaba y jadeaba. La cadena le pesaba al cuello y sobre los hombros.
—De prisa, hermosa Pepita —la animé.
Estábamos cuatro niveles por debajo del central. Vimos acercarse a cuatro hombres.
—Camina —ordené.
Yo caminé a su lado, ocultando su muslo izquierdo.
Ella se estremeció al ver cómo los hombres la miraban. Uno de ellos se echó a reír.
—Una chica nueva —dijo.
A menos de un ehn de allí terminaban los rieles.
—Éste es el punto más lejano que alcanza el sistema de rieles —dijo la mujer—. Los humanos no pueden ir más lejos.
—¿Has visto a los que no son humanos? —pregunté. Yo sabía que había pocos kurii en la fortaleza.
—No —respondió—, pero sé que son una forma de alienígenas. Sin duda serán humanoides, tal vez no se les pueda distinguir de los hombres.
Sonreí. No había visto a las bestias a las que servía.
—Te he traído hasta aquí —me dijo—. Ahora libérame.
Abrí el candado y le quité la cadena. Luego cerré el candado en un eslabón, a un metro del suelo. Ésta es la posición inactiva de la cadena, con el candado puesto a un metro del suelo, de modo que se puede atar a una chica con rapidez, y si no hay ninguna esclava atada a la cadena, ésta puede deslizarse por el riel sin arrastrar por el suelo.
Ella se dio la vuelta ofreciéndome las muñecas atadas para que se las soltara. En vez de eso, la cogí de los cabellos y la hice caminar junto a mí, arrastrando conmigo la cadena, hasta que llegué a una bifurcación en el pasillo. Arrojé la cadena por los rieles del pasillo y luego, sin soltar a la chica, volví al punto en que terminaban los rieles.
—Libérame —suplicó—. ¡Oh! —gritó cuando le tiré del pelo.
—Eres demasiado hermosa para ser libre —le dije.
Entonces le di un empujón, lanzándola más allá del punto de terminación del sistema de rieles. Ella se dio la vuelta aterrorizada.
—Los humanos no pueden pasar de este punto.
—Ve delante de mí —le dije.
La chica se giró con un gemido y empezó a andar. Ya no se veían lentes monitores que cubrieran el pasillo. La cosa estaba resultando tan fácil que me intranquilicé. Al final del pasillo había una puerta de acero. Yo imaginaba que el dispositivo de destrucción estaría más allá del alcance de las esclavas, en un área que no estuviera cubierta por los monitores y a la que los humanos pudieran llegar. Pero ahora me sentía intranquilo.
Intenté abrir la puerta al final del corredor. Estaba abierta. Miré a la chica y le hice una señal para que se acercara.
Ella me obedeció. Se irguió y me miró enfadada. Yo abrí y cerré mi mano izquierda. Vi que la chica había sido entrenada en las costumbres goreanas, pero jamás había pensado que le harían a ella misma esa señal. Vino junto a mí, se agachó y bajó la cabeza. La cogí de los cabellos. Ella dio un respingo. Las mujeres están indefensas en esta posición. En la mano derecha llevaba el arma de dardos. Me asomé con cuidado al umbral de la puerta. Luego entré con la chica. La gran habitación parecía desierta.
Al parecer era una sala normal de almacenaje, aunque bastante grande. Estaba llena de cajas que ostentaban marcas que no pude leer. Algunas eran cajas de embalaje, y parecían contener maquinaria. Estaban dispuestas de forma que había pasillos entre ellas.
Oí un ruido. Solté a la chica y alcé el arma con las dos manos.
Una figura vestida de negro surgió desde lo alto de las cajas.
—No está aquí —dijo.
—Drusus —exclamé. Recordé que era de los asesinos y que yo le había vencido en la arena.
Llevaba un arma de dardos.
—Deja tu arma, lentamente —le ordené.
Dejó el arma a sus pies.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté.
—Pienso que lo mismo que tú —dijo—. He buscado una llave o una manivela o una rueda, o lo que sea, que pueda destruir este lugar.
—Tú sirves a los kurii —dije.
—Ya no. He luchado, y un hombre me perdonó la vida. He pensado mucho sobre esto. Aunque tal vez sea débil para ser un asesino, quizá tenga la fuerza para ser un hombre.
—¿Cómo sé que dices la verdad?
—Porque los kurii que estaban aquí guardando el lugar han muerto a mis manos.
Señaló entre las cajas. Hasta mí llegaba el olor de la sangre kur. No aparté los ojos de Drusus. La chica, de pronto, dio un salto atrás, en un vano intento de liberar sus manos, y lanzó un grito.
—Cuatro veces disparé, cuatro he matado —dijo Drusus.
—Dime lo que ves —le dije a la chica.
—Hay cuatro bestias, o sus restos —dijo—. Tres aquí y uno más allá.
—Coge tu arma —le dije a Drusus.
Él recogió el fusil y miró a la mujer.