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Authors: John Norman

Bestias de Gor (28 page)

BOOK: Bestias de Gor
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—Has quitado con tu cuchillo los tornillos —dije.

—¿Habrías preferido arrancarla a patadas? —preguntó Imnak.

—No. ¿Cómo sabías que me encontrarías aquí?

—Pensé que tal vez te sería difícil explicarles a los guardias de las compuertas que tenías derecho a entrar.

—Pero debe haber muchos túneles de ventilación.

—Sí, pero no hay mucha gente arrastrándose por ellos.

—Mira —dije. Le tendí a Imnak una de las armas tubulares y varios de los dardos que llevaba en la bolsa.

—¿Para qué sirve esto? —preguntó él—. Destroza la carne, y no se puede atar ninguna cuerda en la punta.

—Sirve para disparar a la gente.

—Sí, para eso podría servir.

—Tengo la intención de localizar y hacer explotar el dispositivo oculto en esta fortaleza cuyo objetivo es evitar que los suministros caigan en manos enemigas —dije.

—Eso es fácil de decir.

—Tengo que encontrar un interruptor o una manivela que haga que todo este lugar haga bum, igual que cuando un dardo alcanza su objetivo y hace un gran ruido.

—¿Quieres provocar una explosión? —preguntó Imnak.

—Sí.

—Parece una buena idea.

—¿Dónde has oído hablar de explosiones? —le pregunté.

—Karjuk me habló de ellas.

—¿Dónde está Karjuk?

—En el exterior, en algún lugar —respondió.

—¿Te hablo alguna vez de un dispositivo que pudiera destruir la fortaleza? —quise saber.

—Sí.

—¿Te dijo dónde está?

—No. No creo que él mismo lo supiera.

—Imnak, quiero que cojas esta arma y que salgas de la fortaleza con todas las chicas que puedas.

Imnak se encogió de hombros, sorprendido.

—No pierdas el tiempo —le dije.

—¿Y tú?

—No te preocupes por mí.

—Muy bien —dijo Imnak.

Se dio la vuelta para marcharse.

—Si ves a Karjuk —le dije—, mátale.

—¿Pero dónde conseguiremos otro guardián?

—Karjuk no guarda al Pueblo —dije—. Guarda a los kurii.

—¿Cómo sabes tú lo que él guarda?

—Olvida lo de Karjuk.

—Bien. —Entonces se dio la vuelta y echó a correr por el pasillo.

Yo miré hacia arriba. En el techo estaban los rieles de esclava, unas guías de acero a las que estaban atadas las cadenas que las esclavas llevaban al cuello.

En ese momento, venían dos hombres por el pasillo, vestidos con túnicas marrones y negras.

—¿Por qué vas vestido así? —me preguntaron.

—Vengo de la superficie —dije—. Hay problemas ahí arriba.

—¿Qué tipo de problemas?

—Todavía no lo sabemos.

—¿Eres de seguridad? —me preguntó uno de los hombres.

—Sí.

—No se os ve muy a menudo.

—Es mejor que sólo conozcáis vuestras propias secciones —dije.

Encontré pocos humanos en los pasillos. En una ocasión me crucé con veinte hombres que se apresuraban por un pasillo en columnas de a dos, encabezados por un teniente; todos iban bien armados.

Pensé que se dirigían a la superficie, en ayuda del grupo de investigación que ya debía haber fuera.

Ahora sólo era cuestión de tiempo hasta que descubrieran la entrada del túnel de ventilación que yo había volado.

La chica que se acercaba por el pasillo era muy bonita. Era una esclava, naturalmente. Iba descalza. Vestía una breve prenda de seda marrón transparente, anudada muy suelta a la cintura. Iba con collar de acero y llevaba una vasija de bronce sobre el hombro derecho. Tenía el cabello y los ojos castaños. A su collar estaba atada una cadena que arrastraba tras ella.

Yo me detuve, y la esclava siguió avanzando hasta que estuvo a unos tres metros de mí. Se arrodilló sobre los tobillos con las piernas abiertas y las manos sobre los muslos, la espalda erguida y la cabeza gacha. Es una hermosa y significativa posición que muestra la sumisión de la hembra al hombre libre, su amo. Estaba a mi merced.

La observé por un momento, consciente de su debilidad y belleza.

—¿Amo? —preguntó sin alzar la cabeza. Yo no la golpeé.

Entonces alzó la mirada.

—¿Amo? —preguntó temblorosa.

—¿Es que quieres sentir el látigo? —le dije.

—Perdóname, amo. —Volvió a agachar la cabeza.

—Soy nuevo en la fortaleza —dije—. Necesito información.

—Sí, amo.

—Levántate y ven aquí. Y date la vuelta —le dije.

Ella obedeció. Yo le puse la cabeza hacia adelante echándole los cabellos a un lado. En la cadena había un gran candado que la ataba al collar. El candado pasaba por detrás del collar, junto a su cuello.

—Esto no debe ser cómodo —dije.

—¿Es que le importa al amo la comodidad de una esclava?

—No era más que una observación. —El suave vello de la nuca de una esclava es muy excitante.

—Hay varios tipos de collar —dijo ella—. Algunos llevan una anilla detrás para el candado. Creo que al principio no sabían cuántas chicas traerían aquí.

—Éste es un collar de esclava adaptado —dije—, aunque te queda demasiado grande.

—Es para poder poner el candado —dijo ella.

—¿Cómo te llamas?

—Belinda, si al amo le complace.

—¿Qué tipo de esclavas hay aquí? —pregunté.

—Hay cinco colores código en los collares: rojo, naranja, amarillo, verde y azul. Según el color, la esclava tiene distinta libertad de movimientos...

—¿Siempre llevas esas cadenas?

—No, amo. Sólo las llevamos cuando nos dejan sueltas.

—¿Y cuando no os dejan sueltas?

—Nos mantienen bajo llave.

—¿Todas las chicas llevan collares con código?

—No, amo. Las auténticas bellezas están en las salas de placer de acero, para placer de los hombres.

—Explícame el sistema de colores —dije.

—El azul es el más limitado. Los verdes pueden ir a donde los azules y más. Yo soy amarilla. Puedo ir donde las azules y las verdes, pero también tengo acceso a áreas que están prohibidas para ellas. No puedo ir tan lejos como permite el color naranja. La máxima cantidad de movimiento la disfrutan las chicas que llevan el collar con dos bandas rojas.

Me miró por encima del hombro.

—Pero seguramente el amo ya sabrá estas cosas.

Hice que se volviera para mirarme y la empujé contra la pared de acero.

—Perdóname, amo —dijo.

—Pon las palmas de las manos a tus espaldas sobre la pared —le dije.

Ella obedeció.

—Tú no eres de la fortaleza —dijo de pronto—. Eres un intruso —susurró.

Con el cañón del arma tubular solté el flojo nudo que unía en su cintura la seda de placer. La prenda se abrió y la esclava se estrechó con la pared. La mantuve allí hundiendo el cañón del arma en su vientre.

—No me mates, amo —dijo—. No soy más que una esclava.

—A veces las esclavas hablan demasiado —le dije.

—No hablaré.

—De rodillas.

Me obedeció.

—Eres muy hermosa, Belinda —le dije apuntándole al rostro con el cañón del arma.

—No hablaré —musitó—. No te traicionaré.

—Métete en la boca el cañón del arma —le dije. Ella me obedeció—. Ya sabes lo que esto puede hacer, ¿verdad? —le pregunté.

Ella asintió aterrorizada.

—No vas a hablar, ¿verdad?

Ella movió la cabeza ligeramente, expresando una aterrorizada negativa. Su boca estaba muy hermosa sobre el acero. No le había dado permiso para soltar el arma.

—Sí, muy hermosa —dije.

Con el arma en su boca la hice agacharse, y luego apoyé el arma en los rieles. Giró la cabeza a un lado; no se había atrevido a soltar el arma. Para mi asombro, comenzó a responder casi de inmediato, espasmódicamente.

—Qué esclava eres —la reprendí. Ella gimió y lloró, pero no pudo hablar. Cuando me levanté y le saqué el arma de la boca, me miró sorprendida. Se incorporó en el suelo sobre el muslo izquierdo, las palmas de las manos en el suelo, su adorable cuerpo moteado de escarlata, los vasos capilares excitados.

—Tu esclava —dijo.

Me di la vuelta. Pensaba que no diría nada. Seguí caminando por los pasillos. Junto a mí pasaron otros hombres y dos chicas. Miré sus collares: una era azul y la otra amarilla.

Caminaba con rapidez, pero la fortaleza era un laberinto. No creo que ninguno de los humanos que allí había supieran la localización del dispositivo que buscaba. Y ningún kur lo revelaría.

Una sirena comenzó a sonar. Resultaba estridente en el corredor de acero.

Yo no apartaba los ojos del sistema de rieles del techo. Entonces llegué a una bifurcación en el pasillo. El sistema de rieles, que yo esperaba seguir hasta su fin, también se bifurcaba. Y más allá se divisaban más bifurcaciones. Seguramente los raíles llegaban hasta los más lejanos rincones de este nivel, y alcanzarían otros niveles. La sirena sonaba persistente y enloquecedora. Maldije para mis adentros. En varios puntos del pasillo había monitores de un circuito cerrado de vigilancia en el techo. Vi que se movían, obedeciendo a un control remoto. El uniforme de guardia que llevaba parecía ser un buen disfraz, de momento. Me decidí por uno de los pasillos, intentando no mostrar vacilación o indecisión; quería que pareciera que conocía mi camino. Cuando volví a echar un vistazo a los monitores, ya estaban orientados en otra dirección. No les había llamado la atención. Dos hombres pasaron junto a mí, cada uno con una de las armas de dardos.

Maldije interiormente. Podría llevarme mucho tiempo explorar las áreas remotas de la fortaleza. En primer lugar, ignoraba dónde estaban tales áreas ni hasta dónde llegarían los dispositivos de vigilancia. Pensaba que el dispositivo destructivo que buscaba estaría más allá de las zonas que cubrían los rieles, seguramente en un área del sistema de vigilancia. Recordé que los monitores de la cámara privada de Zarendargar, Media-Oreja, no habían mostrado ningún dispositivo similar.

Recordé a la chica que había dejado en el pasillo detrás de mí, con la cadena colgando del sistema de rieles. Era una amarilla. Yo necesitaba una roja. La sirena dejó de sonar y comenzó a hablar por el sistema de megafonía una voz en goreano.

—Asegurad a todos los esclavos —decía—. Que todo el personal acuda a sus secciones.

El mensaje fue repetido cinco veces. Algunos hombres pasaron corriendo. Luego se hizo el silencio en los pasillos.

Era una orden muy inteligente. En tiempos de peligro los esclavos goreanos suelen ser encadenados o encerrados para que no puedan tomar parte en cualquier acción que se desarrolle. No les queda más que esperar las disposiciones de sus amos. Con el personal ya en sus secciones, los líderes de la fortaleza podrían recontar sus fuerzas y hacer efectivo el sistema de vigilancia. Una figura solitaria sería fácilmente identificada como el intruso.

Abrí una puerta en el pasillo. Vi a un hombre que estaba atando a las esclavas. Había colocado a diez chicas desnudas en fila, de rodillas, contra la pared de acero. Las ató con cadenas fijas en sus collares. Ató también sus muñecas a anillas en la pared. El hombre alzó la vista.

—¡Ya me doy prisa! —dijo enfadado. Yo no dije nada. Él cerró la anilla de la última chica de la fila, luego se metió la mano en el bolsillo y salió corriendo de la habitación, lanzándome una furiosa mirada.

Las chicas estaban asustadas, pero no hicieron el más mínimo ruido.

A un lado había varias cadenas de las que iban sujetas a los rieles. Encontré una que tenía un pesado candado atado, con dos bandas rojas. La cadena entraría en los rieles más largos de la fortaleza.

Entonces me dirigí hacia las chicas para comprobar los collares que llevaban, típicos collares de esclava alrededor de los que habían cerrado los pesados collares de pared.

Encontré dos que estaban marcados con dos pequeñas bandas rojas.

—¿Dónde está la llave de tus cadenas? —le pregunté a una de ellas.

—La tiene nuestro guardián, amo.

Eso me temía. Y no había intentado matar ni detener al guardián, porque si le echaban de menos en su sección conocerían de inmediato mi localización. Miré furioso a mi alrededor.

No pude liberar a ninguna de las esclavas del collar rojo. Las dos habían sido bien encadenadas por un amo goreano. No había tiempo para probar las cerraduras; cada una estaba sujeta con tres candados. Y si dirigía los dardos explosivos contra las cadenas, seguramente mataría a las chicas.

Me di la vuelta, cogí una de las cadenas y la metí en su riel, Luego salí del área en que estaban las chicas encadenadas. Si podía hacer detonar o iniciar la secuencia de detonación del aparato que buscaba, confiaba en que sólo destruyera las partes de la fortaleza en las que se almacenaban los suministros y las municiones. Tal vez Imnak pudiera encontrar a las chicas y liberarlas de alguna forma. Yo le había dicho que sacara de la fortaleza a todas las chicas que pudiera. Pero aun así, desnudas o con las sedas, ¿cómo resistirían más de un ahn en la noche polar? Probablemente en la fortaleza habría varias esclavas más, encadenadas. Al parecer serían víctimas inocentes de las guerras entre hombres y bestias. Entonces las aparté de mi mente; volví a ser un goreano, con una tarea por realizar; ellas no eran más que esclavas.

Regresé al pasillo arrastrando conmigo la cadena. No dudaba de que pronto llamaría la atención.

Me pregunté hasta dónde llegaría el riel por el que se deslizaba la cadena. Una cadena así, sin una belleza atada al extremo, no tardaría en ser advertida.

Pasé junto a varias puertas. Eran salas de entrenamiento y ejercicio, apartamentos. Si decidía esconderme, los hombres de la fortaleza iban a encontrar difícil hallarme. Pero poco ganaría yo con eso.

Bajé por unas escaleras hasta un nivel inferior, siguiendo el camino que me marcaba la cadena en el riel.

Oí correr a unos hombres al otro lado de la esquina. Solté la cadena y me refugié en una habitación; era una despensa. Los hombres pasaron sin prestar atención a la cadena. Pensarían que algún guardián habría sacado a la esclava siguiendo las instrucciones de seguridad dadas por la megafonía. Iba a salir de nuevo al pasillo cuando de pronto di un paso atrás. Habían pasado un guardián y una mujer con ropas de ocultamiento. Yo no sabía que en la fortaleza también había mujeres libres. Había un intruso en la fortaleza, y a ella la conducían sin duda a una zona de mayor seguridad. Tal vez estuvieran desalojando aquel nivel para poder realizar una estrecha búsqueda. Finalmente salí de la despensa.

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