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Authors: John Norman

Bestias de Gor (27 page)

BOOK: Bestias de Gor
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El kur cogió el saco de carne. Yo quise arrebatárselo, pero él lo retiró frunciendo los labios sobre los colmillos. Luego se agachó junto al trineo, emitió un gruñido y alzó el látigo. Yo le miré fingiendo desmayo.

—¿Cómo puedo tirar del trineo con tanto peso? —dije—. Por favor...

Él metió la garra en el saco y cogió uno de los grandes trozos de carne. Me lo tendió, pero cuando fui a cogerlo lo retiró y me mostró los colmillos. Yo di un paso atrás. El kur se metió el gran trozo de carne en la boca y se lo tragó. Luego gruñó y alzó el látigo.

—Por favor —dije.

Sus ojos llamearon. Luego engulló otro pedazo de carne.

Entonces yo me di la vuelta y arrojé todo mi peso sobre los arneses, con gran esfuerzo. La bestia era muy pesada, y no era fácil tirar del trineo con su peso sobre él, por encima del hielo irregular.

Medio ahn más tarde, débil, con las piernas pesadas y la espalda dolorida, volví a girarme para mirar a la bestia. El kur volvió a rugir y alzó de nuevo el látigo. El saco que contenía la carne yacía sobre el trineo. La bestia parecía estar satisfecha. Tenía los ojos medio cerrados y estaba somnolienta.

Volví a tirar del trineo. Ahora no era más que una cuestión de tiempo.

Mi mayor temor era que la bestia almacenara la carne en su segundo estómago, en cuyo caso no sería digerida hasta que, por su voluntad, la comida pasara al auténtico estómago o estómago químico. Yo no sabía si había almacenado la carne en el segundo estómago. En primer lugar, en la fortaleza había suficiente comida, y los kurii no suelen almacenar en el cuerpo comida y agua en exceso a menos que prevean un período de escasez. La comida adicional es un exceso de peso y un obstáculo. En segundo lugar, la bestia parecía contenta y somnolienta, lo cual sugería que se había alimentado hasta quedar satisfecha.

De pronto, el trineo se hizo más ligero, porque el kur se había bajado de él. Me alarmé.

Estaba detrás del trineo, mirando a su alrededor. Estábamos en un lugar parecido a un valle, de unos cien metros de diámetro. Era un claro entre los riscos y cimas de hielo. Desde el aire sería fácilmente identificable, incluso desde una considerable altitud.

El kur parecía satisfecho. Comencé a sudar, y me bajé el cuello del anorak. Nadie desea sudar en el norte, nadie desea que el sudor se congele sobre el cuerpo o, peor aún, que se humedezcan las pieles y luego se congelen perdiendo su eficacia y además aumentando el peligro de desgarro. Si no se arregla de inmediato, una grieta en las vestiduras puede ser peligrosa en extremo. En el norte, la aguja y el hilo pueden ser tan importantes como los medios para hacer fuego.

El kur frunció los labios, en una sonrisa kur, al ver mi gesto. Supongo que en aquellas circunstancias parecía una estupidez. Pero es una de esas cosas que se hacen sin pensar cuando uno está en el norte.

Miré el claro en el que estábamos. Miré el trineo tras nosotros.

Me parecía un buen sitio para que el kur realizara su horrible tarea. Estaba relativamente abierto, era fácilmente identificable y distaba considerablemente de la fortaleza.

El kur me dijo que me soltara los arneses.

El viento había cedido. Era un lugar frío y desolado. El kur frunció los labios y vi que escupía por la comisura de la boca. La saliva se congeló de inmediato, y el kur se la sacudió con un movimiento de la garra. Su aliento era como niebla. Un sutil vapor le rodeaba allí donde el aire helado entraba en contacto con el calor de aquel cuerpo enorme y terrible. Me hizo un gesto de que me acercara.

Yo no obedecí.

De un manotazo apartó el trineo que estaba entre nosotros.

Volvió a indicarme con un gesto que me acercara, de nuevo hice caso omiso.

Le di la espalda. No era tan ingenuo como para pensar que podría escapar de un kur.

El kur se dejó caer sobre las cuatro patas. Vi que comenzaba a temblar de expectación. Entonces echó hacia atrás su enorme cabeza peluda y abrió las fauces, mostrando los largos colmillos blancos, y miró a las tres lunas de Gor. Entonces emitió un salvaje y espeluznante aullido hacia las lunas y el mundo congelado que nos rodeaba, hacia el hielo y el cielo y las estrellas. Supongo que los orígenes de ese aullido están perdidos en la antigüedad de la prehistoria del kur. Era el aullido del reto al mundo de un predador carnívoro. La bestia dio la vuelta un par de veces, feliz, casi a saltos; luego me miró de nuevo. Sacó las garras y arañó el suelo con placer. Me miró. Yo solté un chillido, pero de placer. Su respiración era agitada, apenas podía controlarla. Yo me alejé más.

Él me observaba, alerta, con placer. Gruñó suave pero intensamente, con excitación.

Entonces sus orejas se inclinaron hacia atrás. Yo retrocedí y el kur se lanzó rápidamente a por mí. Me debatí entre sus brazos. Vi sus ojos llameantes. Me alzó del hielo, queriéndome llevar hasta la boca. Me sostuvo en el aire mirándome por un momento. Entonces volvió a un lado la cabeza. Yo me debatía y me retorcía en vano. Sentía en mi rostro su aliento caliente, y apenas podía ver por el vapor que levantaba nuestra respiración. Entonces sus fauces se dirigieron a mi garganta. De pronto, tan súbitamente que por un momento no comprendí lo que pasaba, la bestia soltó un espantoso chillido y por un instante no se oyó nada más, un chillido de sorpresa y dolor que me ensordeció, y casi al mismo tiempo, fui lanzado al aire, se mezclaron el hielo y las estrellas, y golpeé el hielo y rodé y resbalé por él. Me incorporé sobre las rodillas. Estaba a más de ocho metros de la bestia. El kur estaba doblado y me miraba inmóvil. Me levanté vacilante. Él intentó dar un paso hacia mí, y su cara se contorsionó de dolor. Alzó una garra.

Luego, como golpeado desde dentro, gritó y cayó rodando sobre el hielo. Gritó dos veces más y se quedó tumbado sobre el hielo, inmóvil pero vivo, mirando hacia las lunas.

Los jugos digestivos liberados en su auténtico estómago siguieron con su implacable tarea química. Poco a poco, molécula por molécula, de acuerdo con las lentas leyes de la química, el tendón se fue disolviendo, debilitando la atadura que sostenía la afilada vara de ballena, hasta que el hilo se rompió. La bestia volvió a gritar.

La bestia debía haber devorado quince o veinte de aquellas trampas.

Pensé que ahora no tenía nada que temer.

Fui hacia el trineo, aunque de poca utilidad parecía ahora.

Por suerte alcé la mirada. De alguna forma, el kur se había incorporado.

Me estaba mirando. Qué indomable era. Tosió, atormentado por el dolor, y escupió sangre sobre el hielo.

Entonces gritó de dolor y se dobló cuando se abrió otra de las trampas.

Y entonces se lanzó a la carga sobre las cuatro patas. Yo interpuse el trineo entre ambos. El animal cayó gritando contra él y lo apartó a un lado con la garra. Rodó sobre el hielo, oscureciéndolo de sangre. Tosía y aullaba y rugía. Se desataron otras dos trampas de ballena y el animal miró a las lunas, agonizando. Se mordió los labios de dolor.

Yo me alejé de él. Ahora estaba seguro de que no tendría ninguna dificultad en eludirle.

Estaba sangrando profusamente por la boca y el ano. Casi se había arrancado el labio. El hielo estaba cubierto de sangre y excrementos y orina.

Me alejé de él y luego me di la vuelta y, siguiendo las huellas del trineo, me encaminé de nuevo hacia la fortaleza escondida en la isla de hielo.

Tiré del trineo en dirección a la fortaleza. La bestia me seguía, paso a paso, sangrando dolorida en la nieve. Yo no permití que se acercara mucho.

A juzgar por sus gritos, debía haberse tragado diecinueve trampas. Me sorprendía que no se conformara con tumbarse a morir. Cada paso que daba debía ser una tortura para él. Pero aun así continuaba siguiéndome. De él aprendí algo acerca de la tenacidad del kur.

Al final, unos cuatro ahns más tarde, murió. No es fácil matar a un kur.

Miré el enorme cadáver. No tenía cuchillo. Tendría que usar las manos y los dientes.

29. LO QUE OCURRIÓ EN LA FORTALEZA

—¡No es un kur! —gritó el hombre—. ¡Fuego!

Le eché las manos a la garganta y lo interpuse entre su compañero y yo. Oí el dardo entrar en su cuerpo y entonces lo aparté de mí y le vi reventar. El otro individuo, también ataviado con lo que parecía un traje plástico, intentaba meter otro dardo en el cañón del arma. Me volví hacia él y la recámara se cerró de un golpe y el arma cayó descargada a un lado; derribé al hombre al suelo y ambos quedamos medio enredados en la piel blanca del kur. Le agarré el cuello con el brazo izquierdo y le golpeé la cabeza con el canto de mi mano derecha. Entonces se quedó quieto, con el cuello partido. Es algo que nos enseñan a los guerreros.

Alcé la vista. Todo parecía tranquilo. Pero había habido disparos. Las armas tubulares disparan con un siseo, no hacen mucho ruido. Sin embargo la explosión de los dardos es mucho más ruidosa. La primera explosión había quedado amortiguada en el cuerpo de su víctima. Mas la segunda tenía que haber sido oída. El dardo había explotado, después de una larga trayectoria parabólica, a varios metros de altura.

Yo estaba de vuelta en la fortaleza. Cruzaba el hielo cerca de ella con el trineo. Esperaba que de esta forma no me confundieran con una común bestia del hielo. No sabía qué contraseñas o qué señales utilizarían los kurii blancos para evitar que los confundieran. Yo no tenía ninguna, pero las bestias del hielo no utilizan trineos, naturalmente. Y de hecho creo que el trineo permitió que me acercara a la fortaleza más de lo que habría podido hacerlo de no llevarlo. La piel de kur, bajo la incierta luz, también fue de ayuda. Había dejado el trineo al pie de la isla de hielo, y camuflándome con la piel del kur, había ido escalando paso a paso hacia la cumbre de la isla. La compuerta por la que yo había salido un tiempo atrás no se veía desde el exterior. Escalé hasta la cima de la isla de hielo buscando algún modo de entrar en la fortaleza. No buscaba las puertas oficiales, sino algún tipo de abertura que no estuviera vigilada. En la fortaleza corría aire fresco, y yo esperaba encontrar los agujeros de ventilación. Si los kurii habían instalado un sistema cerrado, debería intentarlo con alguna puerta más convencional.

Todo parecía tranquilo. Volví a coger la piel de kur. Vino tan rápido que no estoy seguro de haberlo visto. Tal vez oyera o sintiera el objeto cortando la piel del anorak y hundiéndose en el hielo a mis espaldas. Me aparté de un salto y el hielo explotó; entonces los vi venir, los dos armados, y resbalé cayendo en el hielo.

—Está muerto —dijo uno de los hombres.

—Voy a meterle otro dardo —dijo el otro.

—No seas idiota.

—¿Estás seguro de que está muerto?

—¿Ves? —dijo el primero—. No respira. Si estuviera vivo, el vapor de su aliento sería claramente visible.

—Tienes razón.

Pensé que ninguno de estos hombres había cazado al veloz eslín marino. Ahora me alegraba de haber conocido, con Imnak en los kayaks, a esta feroz bestia.

—¡Aaahh! —gritó el primer hombre cuando me levanté de un salto y le golpeé. Pero tenía que haber alcanzado primero al segundo hombre. Era el más suspicaz, el más peligroso de los dos. Su arma estaba dispuesta, cargada con un dardo. Alzó el arma rápidamente, pero yo ya estaba detrás. El otro hombre no había recargado su arma. Cuando acabé con el primero me volví hacia él. Hasta más tarde no me di cuenta de que me había golpeado por detrás. Soltó un largo grito mientras caía por el risco de hielo.

Le despojé rápidamente de sus ropas. Debía moverme deprisa, porque la exposición al invierno ártico podría significar una muerte rápida. En pocos momentos me había vestido con un traje de plástico con capucha y con una unidad calorífica colgada al cinto. No sabía cuánto duraría la carga de calor, pero no esperaba necesitarla mucho tiempo. Luego cogí el saco de dardos y las dos armas.

Había otro objeto en el hielo: una radio portátil. De ella salía una voz que hablaba con urgencia, preguntando en goreano qué ocurría. No intenté responder, pensando que era mejor que siguiera preguntándose qué habría pasado sobre la superficie de la isla de hielo. Estaba seguro de que si respondía en seguida me habrían identificado como un intruso humano, ya que ignoraba sus códigos o frases de identificación. Ahora podrían especular con varias posibilidades, como un error de transmisión, un accidente o el ataque de una bestia del hielo. Pronto enviarían una partida de investigación, pero esto no me disgustaba. Cuantos más hombres hubiera fuera de la fortaleza, menos quedarían dentro. También suponía que las compuertas no se abrirían desde el exterior. Pero sabía que en el interior al menos contaba con un aliado, Imnak, que arriesgaría su vida para protegerme. Ya lo había hecho.

Por fin pude encontrar una de las aberturas de ventilación; la fortaleza contaba con un sistema de tales aberturas, algunas para introducir aire fresco y otras para expeler el aire usado. Los kurii, con sus grandes pulmones, necesitan oxigenar su gran cantidad de sangre, y son extremadamente sensibles a la calidad de la atmósfera. Los kurii generalmente se trasladan a áreas remotas, no sólo para huir del hombre, sino para asegurarse una atmósfera menos polucionada.

No pude quitar la verja del agujero de ventilación. Estaba soldada al metal.

Di un paso atrás y disparé una de las armas. Luego la recargué con otro dardo, aunque no era necesario. La reja estaba abierta. La abertura no era muy grande, pero bastaría. Tanteé con la mano dentro del oscuro agujero, y luego introduje el arma. No encontré ningún tipo de peldaños. Ignoraba la profundidad de la entrada, pero calculé que serían unos tres metros o más. No tenía cuerda. Me deslicé por el agujero, sudando, la espalda apoyada a un lado y los pies al otro. Y así comenzó el lento y tortuoso descenso, centímetro a centímetro.

El más ligero error de cálculo y me precipitaría por el túnel hasta llegar al fondo.

Me llevó más de un cuarto de ahn descender por el canal ventilador.

La reja que había al final, a unos dos metros de un suelo de acero, no estaba fijada tan sólidamente como la exterior. Para mi asombro, la rejilla se levantó.

—¿Qué es lo que te ha retenido? —preguntó Imnak.

Estaba sentado sobre dos cajas, tallando un pez en un hueso de eslín.

—Me retuvieron —dije.

—Has hecho mucho ruido.

—Lo siento.

Vi que habían quitado los tornillos que fijaban la reja.

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