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Authors: John Norman

Bestias de Gor (12 page)

BOOK: Bestias de Gor
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La rubia miró a Sidney Anderson.

—Yo soy Thimble —dijo.

—¿No estáis avergonzadas de ser esclavas? —preguntó Sidney.

—¡Sí, sí! —gimió la chica rubia.

—Bien —dijo Sidney.

Ellas la miraron.

—¿Vas a liberarnos —suspiró la rubia. Luego añadió— ...Ama?

Sidney Anderson la miró con desdén.

—Cuando os miro sólo veo a mujeres que merecen ser esclavas.

—¡Ama! —protestó la rubia.

—Lleváoslas.

—¿Quieres que las matemos? —preguntó un guardia.

—Lavadlas y arregladlas, y luego encadenadlas en la gran casa de los guardias.

Se llevaron a las chicas.

—Sin duda tendrás otras chicas para los hombres —dije.

—Ellas son las únicas. He dado órdenes de que no introduzcan zorras en el campamento.

—Cuando fui capturado se llevaron también a una esclava rubia llamada Constance. Creí que la habían traído aquí.

—No.

—¿Dónde la llevaron?

—No lo sé.

Tiró de la correa que yo llevaba. Entonces me la quitó del cuello y volvió a anudársela en la anilla de su cinto.

Luego se dirigió a los guardias que había por allí.

—Llevadle al poste de azotes. Atadle y azotadle bien. Luego encadenadle. Mañana irá a trabajar al muro.

—Los cazadores rojos dependen del tabuk —dije—. Sin él morirán de hambre.

—Eso no es asunto mío —dijo ella.

Los hombres me agarraron.

—Ah —dijo ella—, tal vez sepas algo de un barco de suministros que fue enviado al alto norte.

—Conozco ese barco.

—Se ha hundido. Mañana verás a la tripulación. También ellos trabajan en el muro.

—¿Cómo atrapasteis el barco?

—Tenemos aquí cinco tarnsmanes —dijo ella—. Ahora están de patrulla. Dispararon al barco desde el aire. Luego supimos que la tripulación había abandonado la nave. El barco ardió, encalló en las rocas y se hundió.

La miré.

—¿Por qué retenéis el tabuk? ¿Qué ganáis con eso?

—No lo sé —dijo ella—. Sólo cumplo órdenes.

Dos hombres me agarraron y me alejaron de su presencia. Esperaba averiguar el motivo de que retuvieran el tabuk. Me parecía ver claro el papel que eso jugaba en los planes de los kurii. Me asombraba que la mujer no le diera importancia.

Parecía que no sabía más que lo que estrictamente necesitaba saber.

10. LO QUE OCURRIÓ EN LAS PROXIMIDADES DEL MURO

—¿Todavía vive? —preguntó un hombre.

Yo yacía encadenado en un corral de esclavos.

—Sí —dijo el cazador rojo.

—Es fuerte —dijo otro hombre.

—Ahora descansa —dijo Ram—. Casi ha anochecido.

—También te han cogido a ti —dije. Le había dejado en Lydius, en la taberna de paga.

Sonrió con cansancio.

—Aquella misma noche —dijo—. Me sorprendieron en la alcoba con Tina. Me encapucharon y me encadenaron a punta de espada.

—¿Y la chica?

—En un cuarto de ahn ya estaba gritando que era mía. —Se humedeció los labios—. ¡Menuda esclava es!

—Eso pensaba —dije—. ¿Dónde está?

—¿No está aquí?

—No.

—¿Dónde la han llevado? —preguntó.

—No lo sé.

—La quiero conmigo.

—¿Crees que es la esclava ideal?

—Tal vez —dijo—. No lo sé. Pero no estaré contento hasta que vuelva a tenerla a mis pies.

—¿Cuál es tu nombre? —le pregunté al cazador rojo—. Perdona —dije. Los cazadores rojos no suelen dar su propio nombre. ¿Y si el nombre se desvanecía? ¿Y si al escapar de sus labios ya no volvía a ellos?

—Un hombre al que algunos cazadores en el norte llaman Imnak puede compartir tu cadena —dijo él.

Parecía pensativo. Luego pareció alegrarse. Su nombre no le había abandonado.

—Yo soy Tarl.

—Saludos, Tarl.

—Saludos, Imnak.

—Te he visto antes —dijo un hombre.

—Te conozco —dije yo—. Eres Sarpedon, dueño de una taberna en Lydius. Parece que ahora lleva tu taberna un tal Sarpelius.

—Lo sé. Me gustaría ponerle la mano encima.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Iba viajando remontando el Laurius, para ver si las mujeres pantera habían capturado alguna esclava nueva que yo pudiera comprar a cambio de puntas de flecha y caramelos, para que trabajara en mi taberna. Pero me sorprendieron en el río cinco tarnsmanes, y me encadenaron. Era parte de un plan, por supuesto. Mi ayudante Sarpelius estaba de acuerdo con ellos.

—Está usando tu taberna para reclutar trabajadores para el muro —dijo Ram.

Varios hombres gruñeron enfadados.

—Como le ponga las manos encima a Sarpelius, todos recibiréis satisfacción por las molestias.

—Bien —dijo un hombre.

—Te conozco —dije—. Eres Tasdron, capitán de Samos.

—El barco se incendió y se hundió —dijo él—. El barco de suministros que iba hacia el norte.

—¿De qué barco habláis? —preguntó Imnak.

—Cuando me enteré de que el rebaño de Tancred no había acudido a las nieves del glaciar Eje, hice que enviaran un barco al norte —dije—, con comida para los hombres de la base polar.

Imnak sonrió.

—¿Cuántas pieles habrías pedido a cambio de los suministros? —preguntó.

—No tenía pensado sacar beneficios —dije.

El rostro de Imnak se ensombreció.

La gente del norte es orgullosa. No quería ofenderle a él ni a su pueblo.

—Era un regalo —dije. Podría entender que fuera un intercambio de regalos.

—Ah —dijo.

Los amigos pueden intercambiar regalos. Los regalos son importantes en la cultura de los hombres de la base polar. Los intercambian a la más mínima ocasión.

—Sé que eres sabio y yo soy estúpido —dijo Imnak—, porque sólo soy un hombre de la base polar, pero mi pueblo, en verano, cuando vienen los rebaños, suma cientos de personas.

—Oh —dije. No sabía que fueran tantos. Poco podía haber hecho un solo barco para aliviar el desastre del hambre, incluso aunque hubiera podido llegar a su destino.

—Además —dijo Imnak—, mi gente está tierra adentro, esperando que venga el rebaño. Me complace saber que has entendido esto y que sabías dónde encontrarles, y que hubieras tenido en cuenta cómo transportar hasta ellos, tan adentrados en la tundra.

—Sólo había pensado en el barco —dije—. Y no había caído en la cuenta de las dificultades que supondría llevar los suministros a donde más los necesitaban.

—¿Me engañan mis oídos? —dijo Imnak—. No puedo creer lo que estoy oyendo. ¿He oído a un hombre blanco decir que ha cometido un error?

—He cometido un error —dije—. Un hombre sabio en el sur puede ser un estúpido en el norte.

El oír que admitía mi error sorprendió a Imnak por un momento.

—¡En pie! ¡En pie! —gritó un guardia batiendo los barrotes de madera del corral con su lanza—. Es la hora de las gachas y de que marchéis al trabajo.

Dos guardias iban despertando a los hombres.

—Soltad a este hombre de la cadena —dijo Ram señalándome—. Ayer fue azotado con la sierpe.

No es raro que muera un hombre después de ser azotado con la sierpe, un látigo de pesada cola forrada de acero y púas de hierro.

—Han ordenado que trabaje hoy —dijo el guardia.

Ram me miró perplejo. Yo ya estaba de pie. Recordé que mi adorable captora había dicho que hoy tendría que trabajar.

Pronto nos sacaron del corral. Cuando íbamos a la cabaña de las cocinas pasamos junto al estrado donde habían erigido el poste de azotes, que eran dos maderos separados entre sí, con un travesaño entre ellos a unos dos metros de altura. En el travesaño había soldada una anilla de la que ataban las muñecas del prisionero. Los pies del prisionero se ataban a una anilla en el suelo del estrado.

Estábamos de rodillas en el exterior de la cabaña de las cocinas. Nos dieron nuestros cazos de madera en los que nos sirvieron gachas mezcladas con trozos de tabuk hervido. Nos sirvió la chica rubia que una vez fuera Bárbara Benson, y ahora Thimble, y la chica morena que una vez fuera Audrey Brewster, y que ahora era la esclava Thistle.

La rubia Thimble gritó cuando uno de los hombres de la cadena la agarró. Le golpeó con el cazo, y el hombre la tiró al suelo junto a él. Al instante cayeron sobre él los guardias y le separaron de la chica a golpes de lanza. Le golpearon cruelmente.

—La esclava es para los guardias —le dijeron.

Thimble estaba aterrorizada. Le habían rasgado la camisa.

—Vuelve a llenar los potes —dijo el jefe de los guardias—. Hoy tienen mucho trabajo.

Thimble y Thistle comenzaron por el extremo derecho de la fila. Servían los potes alejándose cuanto podían de la fila.

En mi cadena había unos cuarenta hombres. A lo largo del muro de unos setenta pasangs había varias cadenas como la mía. Había unos trescientos o cuatrocientos hombres, con sus guardias, trabajando en el muro. Pensé que era acertado que yo estuviera en una de las cadenas centrales. Sin duda mi captora lo habría decretado así. Estaba muy orgullosa de mi captura, cosa que consideraba un logro de sus propios méritos. Me quería en una posición de máxima seguridad, en el centro del muro, cerca de su cuartel. Pensé que eso también le daría el placer de verme en sus cadenas.

Pasamos de largo por la alta plataforma.

Ella se encontraba allí, con dos guardias.

—Se ha levantado muy temprano esta mañana —dijo uno de los hombres.

Cerca de la plataforma había apilados algunos troncos y pesadas piedras que habían cargado otros trabajadores la tarde anterior. También había herramientas.

—Levantad esos troncos —dijo un guardia—. Llevad esas piedras.

Ram, Imnak, Tasdron y yo cogimos uno de los troncos.

Mi captora nos miraba con la cara encendida de placer.

—Trabaja bien, Tarl Cabot —me dijo.

Echamos a andar a la vez con el pie izquierdo. Luego siguió el pie derecho, atado a la cadena.

El tronco era muy pesado.

—Es como una piedra —dijo Ram. Bajó el barrote de hierro que agarraba con pieles. El barrote rompía la permanente capa de hielo.

Yo también metí el barrote en el agujero. Saltó un trozo de hielo sucio.

Hacíamos el agujero en diagonal, porque los troncos que teníamos que colocar eran puntales que soportarían el muro en ese punto. Estábamos a medio pasang de la plataforma, y en este punto el muro estaba debilitado. El punto débil estaba a la izquierda de la plataforma. El centro del muro había sido construido sobre la ruta principal de la migración del tabuk. Los animales a veces tendían a presionar contra la pared. También a veces los animales que había junto al muro eran presionados contra él por el peso de otros animales detrás de ellos. A veces, en lugares abiertos, los animales cargaban y golpeaban el muro con los cuernos. Las bestias no entendían este obstáculo en su camino.

Supe que dos o tres veces el muro había cedido en algunos puntos, pero los hombres lo arreglaron de inmediato.

—Poned piedra aquí —dijo un guardia.

Los hombres que llevaban la piedra la pusieron contra el muro. Pero el soporte no sería tan efectivo como los troncos que nosotros colocábamos como puntales.

Al otro lado del muro había millares de tabuks. Y cada día llegaban por miles, de los caminos al este de Torvaldsland.

—Con el permagel —le dije a Ram— los troncos no pueden fijarse a mucha profundidad.

—Tienen la profundidad necesaria —dijo él—. Costaría mucho trabajo echarlos abajo.

—Imnak —dije—, ¿te gustaría irte a casa?

—Hace cuatro lunas que no asisto a un baile de tambores —dijo.

—Tasdron —dije—, ¿te gustaría tener un nuevo barco? —Lo acondicionaría para luchar contra los tarnsmanes. Que intentaran entonces atraparlo.

—No seáis estúpidos —dijo un hombre—. Es imposible escapar. Estamos encadenados, y hay muchos guardias.

—No tienes aliados —dijo otro hombre.

—Estás equivocado —dije yo—. Nuestros aliados se cuentan por millares.

—¡Sí! —dijo Ram—. ¡Sí!

El jefe de guardia tenía las llaves de nuestras cadenas.

—Menos charla —dijo un guardia—. Estáis aquí para reforzar el muro, no para pasar el tiempo hablando como estúpidas esclavas.

—Me temo que el muro va a ceder por aquí —dije indicando un punto de la muralla.

—¿Dónde? —preguntó él acercándose al muro para examinarlo con las manos.

No fue nada inteligente por su parte darle la espalda a los prisioneros.

Le golpeé la cabeza por detrás con un tronco. Les hice un gesto a los hombres que había por allí para que se acercaran. Nadie debía ver al guardia caído. Ahora yo sostenía su espada.

—¿Qué está pasando aquí? —dijo el jefe de guardia.

—Vas a hacer que nos maten a todos —dijo un hombre.

Se abrió camino entre nosotros. Entonces vio a su compañero caído. Se volvió con la cara pálida, la mano en el puño de su espada. Pero la espada que yo llevaba le apuntaba al pecho. Ram le quitó las llaves rápidamente. Me soltó a mí y luego se soltó él mismo, y le pasó las llaves a Tasdron.

—No tenéis escapatoria —dijo el jefe de guardia—. Estáis atrapados con el muro a un lado, y los guardias a otro. —Llama a tus compañeros —le dije.

—No quiero —respondió él.

—La elección es tuya —le garanticé. Alcé la espada.

—¡Espera! —dijo. Entonces llamó—: ¡Jason! ¡Ho-Sim! ¡Venid al muro!

Ellos se apresuraron a obedecer. Ya teníamos cuatro espadas y dos lanzas. No llevaban escudos, porque su tarea se reducía a la supervisión de los trabajadores.

—¡Capitán! —gritó otro guardia a unos cuarenta metros de distancia—. ¿Estás bien?

—Sí.

Pero el hombre había captado el movimiento de una lanza entre los trabajadores.

Se dio la vuelta de pronto y corrió hacia la plataforma y los edificios principales.

—¡Una lanza! —dije.

Cuando tuve la lanza en la mano el hombre había desaparecido de la vista.

—¡Va a dar la alarma! —dijo el jefe de guardia—. Estáis perdidos. Devolvedme las armas y volved a poneos las cadenas. Pediré que os perdonen la vida.

—Bien, compañeros —dije—, ahora hay que trabajar con coraje. No tenemos tiempo que perder.

Todos se pusieron a empujar en la apertura del muro.

—¡Estáis locos! —dijo el jefe de guardia—. Os matarán a todos.

En cuanto conseguimos sacar uno de los troncos, Imnak se deslizó por la abertura y salió entre los tabuks.

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