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Authors: John Norman

Bestias de Gor (7 page)

BOOK: Bestias de Gor
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Centius de Cos no pareció darse cuenta del episodio. Parecía no advertir los gritos iracundos de la multitud. Vi levantarse a muchos hombres, varios de ellos con el puño en alto.

—¡Quiero cancelar todas las apuestas! —gritó un hombre de Gor. Supuse que había apostado por el campeón de Cos. Sería una forma muy triste de perder el dinero.

Pero los más enfadados del gentío eran, curiosamente los propios hombres de Ar. Les parecía una burla que se les ofreciera una victoria tan fraudulenta.

Scormus de Ar movió una pieza.

—Lancero por Jinete de Tharlarión —dijo amargamente el hombre que se sentaba a mi lado.

Ahora Centius de Cos había perdido cuatro piezas sin cobrarse una sola captura. Casi le habían barrido las piezas menores del lado de Ubar. Pero advertí que no había perdido ninguna pieza mayor. La respuesta de Centius de Cos a la pérdida de su Jinete de Tharlarión fue capturar la pieza a su vez con el Iniciado de Ubar.

Hubo un suspiro de satisfacción entre la multitud. Centius de Cos por fin había visto este movimiento elemental.

En el sexto movimiento, Scormus avanzó su Lancero de Ubar a cuatro de Ubar. No podía moverlo a cinco de Ubar porque allí habría estado amenazado por la Ubara y el Ubar rojos. Scormus volvía a tener un Lancero en el centro. Ahora defendería al Lancero para consolidar el dominio del centro y luego comenzaría un ataque masivo sobre el lado del Ubar de las rojas, que estaba debilitado. Scormus podría colocar su Piedra del Hogar en el lado de Ubara. Esto liberaría las piezas del lado de Ubar para el ataque sobre el lado de Ubar de las rojas.

Entonces Centius de Cos, como respuesta al sexto movimiento, colocó el Ubar en cuatro de Ubar, con lo cual tenía el Ubar en la misma columna de la Ubara, defendiéndose el uno al otro. El movimiento me pareció algo tímido. También parecía excesivamente a la defensiva.

Scormus de Ar preparaba su ataque cuidadosamente. Sería implacable y exacto.

De pronto me di cuenta de que las amarillas aún no habían colocado su Piedra del Hogar.

Las amarillas aún no habían movido ninguna pieza mayor, ni un Iniciado, ni un Constructor, ni un Escriba ni un Tarnsman, ni el Ubar ni la Ubara. Ninguna había sido movida de la línea de la Piedra del Hogar.

Comencé a sudar.

Observé el gran tablero. Tal como yo temía. En su séptimo movimiento Centius movió el Jinete de Tharlarión al tres de Constructor de Ubara.

La multitud se calló de pronto. Todos se habían dado cuenta de lo que yo acababa de advertir.

Todos estudiamos ansiosos el tablero.

Si Scormus quería situar su Piedra del Hogar le llevaría tres movimientos hacerlo.

En cambio Centius de Cos, pese a llevar las rojas, ya estaba colocando la Piedra del Hogar.

En el octavo movimiento, Scormus de Ar, enfadado, movió el Jinete de Tharlarión a tres de Constructor. Había tenido que posponer su ataque de momento.

Centius de Cos avanzó su Constructor de Ubara a dos de Constructor, para dejar libre el uno de Constructor para situar la Piedra del Hogar.

En el noveno movimiento, Scormus de Ar avanzó el Constructor de Ubara a dos de Constructor, para dejar libre el uno de Constructor para colocar la Piedra del Hogar en el décimo movimiento.

Centius de Cos situó su Piedra del Hogar en uno de Constructor de Ubara, en su noveno movimiento. No es necesario hacerlo hasta el décimo movimiento. Ahora podía disponer libremente del décimo movimiento.

Scormus de Ar, en su décimo movimiento, un movimiento detrás de las rojas, cosa incomprensible para muchos de los observadores, situó su Piedra del Hogar en uno de Constructor.

Las dos Piedras del Hogar se enfrentaban una a la otra, escudadas por sus respectivas piezas defensivas, Escriba e Iniciado, uno de los Lanceros centrales, un Lancero lateral, un Constructor, un Médico y un Tarnsman. Scormus debía renovar su ataque.

—¡No! —grité de pronto—. ¡No, mirad! —Me levanté con los ojos llenos de lágrimas. —¡Mirad! —gemí—. ¡Mirad!

El hombre a mi lado también lo vio, y luego otro, y otro. Los hombres de Cos se abrazaban unos a otros. Incluso algunos hombres de Ar gritaban de alegría.

Las rojas controlaban todas las diagonales. Nunca había visto una posición así, tan sutilmente alcanzada. El ataque no estaba dirigido al lado de Ubar, sino al lado de Ubara, en el que Scormus había colocado su Piedra del Hogar. Los movimientos que parecieron debilitar la posición de las rojas habían servido en realidad para producir un increíble desarrollo.

En el décimo movimiento, Centius de Cos movió su Jinete de Tharlarión a cuatro de Constructor. Con esto abría la línea de Constructor. Ahora esta pieza mayor, en combinación con el poderoso Ubar, se centraba sobre el Jinete de Tharlarión amarillo. El ataque había comenzado.

No voy a describir en detalle los siguientes movimientos. Fueron once exactamente.

En su vigesimosegundo movimiento, Scormus de Ar se levantó sin decir nada. Se quedó junto al tablero y luego, con un dedo, tiró su Ubar. Ajustó los relojes cerrando el flujo de arena. Luego se dio la vuelta y salió del escenario.

Por un momento la multitud se quedó silenciosa, atónita, y luego estalló el pandemónium. Los hombres saltaban unos sobre otros; los cojines y las gorras volaban en el aire. El anfiteatro se estremecía con el estruendo. Yo apenas podía oír mis propios gritos. La gente me bandeaba de un lado a otro.

Uno de los hombres del grupo de Cos estaba junto a la mesa de juego con la Piedra del Hogar amarilla en la mano. La alzó hacia la multitud. Los hombres comenzaron a invadir el escenario. Los guardias no pudieron detenerles. Vi que alzaban en hombros a Centius de Cos. Los estandartes y pendones de Cos aparecieron como surgiendo de la nada. En lo alto de la cúpula del anfiteatro un hombre alzó el estandarte de Cos, ondeándolo para las multitudes de los campos y las calles. Yo ni siquiera podía oír los gritos de los millares de personas del exterior del anfiteatro. Más tarde se diría que el Sardar mismo se estremeció con el estruendo.

—¡Cos! ¡Cos! ¡Cos! —oí, como un gran rumor, como olas atronadoras rompiendo en un acantilado.

Tuve que debatirme por conservar mi puesto en el palco.

Vi los plateados cabellos de Centius de Cos entre la abigarrada muchedumbre. Se dirigió hacia el hombre junto al tablero, que tenía en la mano la Piedra del Hogar amarilla. El hombre se la puso en las manos.

Hubo otro clamor.

Vi cómo se llevaban a Centius de Cos a hombros.

Los hombres no se decidían a abandonar el anfiteatro. Me abrí camino hacia una de las salidas. A mis espaldas oía cientos de voces cantar el himno de Cos.

Era ya tarde. Aquella noche en la feria no se hablaba de otra cosa que del encuentro de la tarde.

—Fue un juego cruel e imperfecto —se decía que había dicho Centius de Cos.

¿Cómo podía decir eso del juego de maestro que yo había contemplado?

Era uno de los encuentros más brillantes en la historia de la Kaissa.

—Yo esperaba —había dicho Centius de Cos— que entre Scormus y yo creáramos algo digno de la belleza de la Kaissa. Pero sucumbí a la victoria.

En la colina en la que se asentaba la tienda de Centius de Cos había profusión de luces y una gran fiesta. Las mesas y las sillas se extendían por el campo. Se servía tarsko y bosco asado gratis, y pan de Sa-Tarna y vino Ta. Sólo Centius de Cos faltó a la fiesta. Se quedó solo en su tienda estudiando a la luz de su pequeño candil una posición de Kaissa.

En la colina en la que se alzaba la tienda del grupo de Ar, había poco que celebrar. Se dijo que Scormus de Ar no estaba en la tienda. Después del juego se había marchado del anfiteatro. Había ido a la tienda. Pero ya no estaba allí. Nadie sabía dónde había ido.

Dejé de pensar en Centius de Cos y Scormus de Ar. Ahora debía centrarme en volver a Puerto Kar.

Ya nada me retenía en la feria. Pensé que podría marcharme esa misma noche. No tenía mucho sentido quedarse allí.

Giré por la calle de los tejedores de alfombras.

Sonreí para mis adentros.

Llevaba en el bolsillo los recibos de cinco esclavas que había comprado en la tienda pública aquella mañana, y de otras cuatro que adquirí en las tarimas junto al pabellón.

Entonces oí el grito; un grito de hombre. Reconocí el sonido porque soy de los guerreros; el acero hendiendo profundamente un cuerpo humano. Corrí hacia el ruido. Oí otro grito. El asaltante había embestido de nuevo. Rasgué una lona que me cerraba el paso y me abrí camino entre los puestos, tirando cajas y rompiendo otra lona, hasta salir a una calle adyacente.

—¡Socorro! —oí. Estaba en la calle de los vendedores de artefactos.

—¡No! ¡No!

Otro hombre corría hacia allí. Vi el puesto del que venía el sonido. Rompí la lona que cerraba el puesto. En el interior vi a un hombre caído, el mercader. Sobre él se inclinaba el asaltante. El puesto estaba iluminado por una débil y diminuta lámpara de aceite de tharlarión que colgaba de un poste. El ayudante del mercader, el escriba, estaba a un lado con la cara y el brazo sangrándole. El asaltante se dio la vuelta para mirarme. En la mano izquierda llevaba un objeto envuelto en piel, en la mano derecha llevaba un cuchillo. Me detuve.

Debía acercarme a él con cuidado.

—No sabía que eras de los guerreros, tú que te haces llamar Bertram de Lydius —sonreí—. ¿O eres de los asesinos?

El asaltante movió los ojos. Venían más hombres. Los goreanos no suelen tener mucha paciencia con los asaltantes. Rara vez viven lo suficiente para ser empalados en los muros de la ciudad.

El asaltante alzó la mano que sostenía el objeto envuelto en piel, y yo volví la cabeza cuando el aceite encendido de la lámpara me salpicó. La lámpara se soltó de las cadenas y pasó junto a mi cabeza. Rodé hacia un lado en la súbita oscuridad, y luego me levanté. Pero él no atacó. Le oí en el fondo del puesto. Oí el puñal cortando la lona. Parecía que quería huir. No lo sabía con certeza, era un riesgo que debía correr. Las tinieblas me cubrirían. Me dirigí lentamente hacia el ruido arrastrándome con los pies por delante. Si podía hacerle caer, tal vez pudiera levantarme primero y romperle el diafragma o pisarle la garganta, o darle una patada en la nuca para separarle la columna vertebral del cráneo.

Pero él no había decidido huir.

El corte en la lona era una trampa. Tenía sangre fría.

La oscuridad me protegía. Él estaba a un lado esperando para saltar sobre mí, pero yo era un objetivo muy escurridizo. La hoja del puñal rasgó mis ropas, y entonces mi mano atrapó su muñeca.

Rodamos en las tinieblas, luchando en el suelo. Las cosas caían de los estantes en mil pedazos. Oí a los hombres en el exterior. Estaban rasgando la lona de la entrada del puesto.

Nos levantamos.

Él era fuerte, pero yo me sabía superior a él.

Gritó de dolor, y cayó el cuchillo. Caímos los dos juntos hacia la parte de atrás de la tienda y traspasamos la lona hasta el exterior. Allí había un hombre esperando y sentí la cuerda en mi cuello. Aparté de un empujón al asesino y rodé a un lado, con la cuerda en el cuello. Vi a otro hombre en la oscuridad, que alzó las dos manos, y el primer asaltante echó la cabeza hacia atrás. Sentí aflojarse la cuerda en mi cuello. Me di la vuelta. El primer hombre había huido, y también su compañero. Entró un campesino, y luego dos hombres más.

—No —le dije al campesino.

—Ya está hecho —dijo él limpiando el cuchillo en su túnica. Creía que le había partido el cuelo con mis manos, pero no le había matado. Ahora tenía la cabeza medio sesgada, su sangre regaba las sandalias del campesino. Los hombres goreanos no tienen mucha paciencia con hombres como él.

—¿Y el otro? —preguntó el campesino.

—Eran dos —dije yo—. Los dos han huido.

—Llamad a un médico —oí.

Las voces provenían del interior del puesto.

Me incliné y aparté la lona, volviendo a entrar en el puesto. Había dos hombres con antorchas, y varios hombres más. Uno de ellos tenía al mercader en los brazos.

Aparté sus ropas. Las heridas eran graves, pero no mortales.

Miré al escriba.

—No defendiste muy bien a tu amo —le dije.

Recordé que cuando entré en la tienda él estaba apartado a un lado.

—Lo intenté —dijo. Se señaló la cara sangrante y el corte del brazo—. Pero no podía moverme. Estaba asustado. —Tal vez hubiera estado conmocionado, aunque no era eso lo que se leía en sus ojos. Tal vez era cierto que quedó paralizado de miedo—. Tenía un cuchillo —señaló.

—Y tu amo no tenía nada —dijo un hombre.

Volví a mirar al mercader.

—¿Moriré? —preguntó.

—El que te atacó era torpe —le dije—. Vivirás. —Luego añadí—: Si detenemos la hemorragia.

Me levanté.

Miré al escriba. Los hombres se encargarían de detener el flujo de sangre de las heridas del mercader.

—Habla —dije.

—Entramos en el puesto y sorprendimos a ese tipo, un ladrón seguramente. Se volvió hacia nosotros y nos atacó, a mi amo con más gravedad.

—¿Qué era lo que quería? —le pregunté. No hay muchas cosas en un puesto de curiosidades que puedan interesar a un ladrón. ¿Arriesgaría un hombre su vida por un juguete de madera?

—Eso, y sólo eso —dijo el mercader señalando el objeto que antes tenía el ladrón y que había dejado caer en la lucha. Estaba en el suelo, envuelto en piel.

—No vale nada —dijo el escriba.

—¿Por qué no lo compraría? —preguntó el mercader—. No es caro.

—Tal vez no quería que le vieran hacer la compra —dije yo—, porque sería ir dejando pistas tras él.

Uno de los hombres me tendió el objeto, oculto en las pieles.

Entró un médico con el instrumental al hombro. Comenzó a atender al mercader.

—Vivirás —le aseguró.

Recordé al asaltante. Recordé el puñal en su mano. Recordé su sangre fría, mientras me esperaba junto a la lona para clavarme el cuchillo.

Alcé el objeto envuelto en piel, pero no lo miré.

Ya sabía lo que era.

Cuando el médico terminó de limpiar y esterilizar y vendar las heridas del mercader, se marchó. La mayoría de los hombres también salieron. El escriba había pagado al médico.

Un hombre había vuelto a encender la pequeña lámpara dejándola en un estante. Ahora sólo estábamos el escriba, el mercader y yo en el puesto. Ellos me miraban.

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