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Authors: John Norman

Bestias de Gor (8 page)

BOOK: Bestias de Gor
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Yo todavía tenía en la mano el objeto envuelto en piel.

—La trampa ha fallado —dije.

—¿Trampa? —balbuceó el escriba.

—Tú no eres de los escribas —dije—. Mira tus manos. —En el silencio se oía el crepitar de la llama en la diminuta lámpara.

Tenía las manos más grandes que las de un escriba, y eran rudas y ásperas, de dedos cortos. No había manchas de tinta en la punta de los dedos.

—Seguramente estarás bromeando —dijo el tipo disfrazado de escriba.

Señalé al mercader.

—Mira sus heridas —dije—. El hombre contra el que luché era un maestro, un diestro asesino, de los guerreros o de los asesinos. Sabía lo que se hacía, y no quiso matar al mercader, sólo fingir un ataque mortal.

—Dijiste que era torpe —dijo el tipo vestido con el azul de los escribas.

—Perdona a mi compañero —dijo el mercader—. Es tonto. No se da cuenta de que hablas con ironía.

—Trabajáis para los kurii —dije.

—Sólo para uno —respondió el mercader.

Lentamente saqué el objeto de entre las pieles que lo envolvían.

Era una talla, de un kilo de peso, de piedra azulada, esculpida al estilo de los cazadores rojos. Representaba la cabeza de una bestia. Era la cabeza de un gran kur. Su realismo era espeluznante: con el pelo rizado, los labios fruncidos enseñando los colmillos, los ojos. La oreja izquierda de la bestia estaba medio arrancada.

—Saludos de Zarendargar —dijo el mercader.

—Te espera —dijo el hombre de azul— ...en el confín del mundo.

Por supuesto, pensé. El agua no significa nada para los kurii. Para ellos el confín del mundo podía significar tan sólo uno de los polos.

—Dijo que la trampa fallaría —dijo el mercader—. Tenía razón.

—También falló la primera trampa, la del eslín.

—Zarendargar no tiene nada que ver con eso —dijo el mercader.

—Lo desaprobaba —añadió el tipo vestido de escriba.

—No quería hacer una trampa de su encuentro contigo —dijo el mercader—. Se alegró de que fallara.

—Hay tensiones entre el alto mando kur —dije.

—Sí —respondió el mercader.

—¿Pero tú trabajas sólo para Zarendargar?

—Sí. Él no lo admite de otra forma. Debe tener sus propios hombres.

—¿Y el asaltante y sus compinches? —pregunté.

—Están en otra cadena de mando —dijo el mercader—, una que emana de las naves, y de la que Zarendargar es subordinado.

—Ya veo.

Alcé la estatuilla.

—Compraste esta talla a un cazador rojo, un tipo con el torso desnudo y un saco al hombro —le dije.

—Sí. Pero a su vez él la había obtenido de otro hombre. Le dijeron que nos la trajera, que nosotros pagaríamos por ella.

—Naturalmente —dije—. Así que si la trampa fallaba, se suponía que yo no me daría cuenta de nada. Entonces podríais darme esta estatuilla en agradecimiento por haberos salvado del asaltante. Y yo al verla habría entendido su significado y me habría apresurado hacia el norte, esperando coger por sorpresa a Media-Oreja.

—Sí —dijo el mercader.

—Pero él estaría esperándome.

—Sí.

—De todas maneras —dije—, hay una parte del plan que no acabo de ver clara.

—¿Qué es?

—Media-Oreja tenía la clara intención de que yo supiera, con toda certeza, que él me esperaba.

El mercader parecía atónito.

—De otro modo, habría dado órdenes para que fuerais asesinados.

Se miraron asustados el uno al otro. El tipo con el que había luchado, el que se hacía llamar Bertram de Lydius, podría haber acabado con ambos fácilmente.

—Eso habría puesto una nota de autenticidad en el descubrimiento, supuestamente accidental, de la estatuilla —dije.

Se miraron el uno al otro.

—El hecho de que no fuerais asesinados por un hábil asesino, deja claro a los ojos de un guerrero, que no estaba planeado que murierais. ¿Y por qué no? Porque sois aliados de los kurii. De esta forma se descubre un doble plan, una trampa y un cebo, pero un cebo que es evidente y explícito, no tanto un cebo como una invitación. —Les miré—. Acepto la invitación.

—¿No vas a matarnos? —preguntó el mercader.

Fui hacia el mostrador y aparté la lona. Salté por encima del mostrador y me volví para mirarles.

Alcé la estatuilla.

—¿Puedo quedarme con esto?

—Es para ti.

—¿No vas a matarnos? —preguntó el tipo de azul.

—No.

Me miraron.

—No sois más que mensajeros —dije—. Y habéis hecho bien vuestro trabajo. —Les arrojé dos discotarns de oro y les sonreí—. Además, no se permite la violencia en la feria.

5. PARTO DE LA CASA DE SAMOS

—El juego fue excelente —dije.

Samos se levantó furioso.

—Mientras tú te divertías en la feria, aquí en Puerto Kar ha habido una catástrofe.

Yo había visto las llamas que salían del astillero cuando volvía en tarn del Sardar.

—Estaba loco —dije—. Sabes que es cierto.

—Tenía el barco casi listo. ¡Podía haberlo hecho! —gritó Samos.

—Tal vez no estaba satisfecho con el diseño —sugerí—. Tal vez temía pintarle los ojos, tal vez tenía miedo de confrontar su sueño con las realidades del Thassa.

Samos se sentó con las piernas cruzadas junto a la mesa de la sala. Gimió y dio un puñetazo en la mesa.

—¿Estás seguro de que era él? —pregunté.

—Sí. Desde luego que era él —dijo amargamente.

—¿Pero por qué?

—No lo sé —dijo Samos—. No lo sé.

—¿Dónde está ahora?

—Ha desaparecido. Sin duda se habrá arrojado a los canales.

—No lo entiendo —dije—. Aquí hay un misterio.

—Aceptó un soborno de los agentes kurii.

—No. El oro no puede comprar los sueños de Tersites.

—El barco está destruido.

—¿Qué es lo que queda? —pregunté.

—Cenizas. Madera carbonizada.

—¿Y los planos?

—Sí. Y los planos.

—Entonces puede ser reconstruido —dije.

—Sólo tenemos una oportunidad —dijo Samos—. Debes coger otro barco, el Dorna o el Tesephone. O puedes llevarte mi nave insignia, el Thassa Ubara.

—Pero hay pocas esperanzas de que esos barcos lleguen al confín del mundo —sonreí.

—Hasta ahora nadie lo ha hecho. Nadie ha ido y ha vuelto —dijo Samos mirándome—. Por supuesto no puedo ordenarte que realices el viaje.

Asentí.

Ningún líder que no estuviera loco ordenaría algo así a un subordinado. Un viaje tan largo y terrible no podía ser realizado más que por voluntarios.

—Siento lo del barco —dije—, y no entiendo qué es lo que ha pasado, pero yo ya había decidido que, en cualquier caso, no me aventuraría hacia el oeste sino hacia el norte.

Samos me miró enfadado.

—Por supuesto, espero descubrir algún día lo que ocurrió en el astillero —añadí.

—Puede que el mismo Tersites destruyera el barco, sobornado por los kurii —saltó Samos—, precisamente para evitar que llegaras al confín del mundo.

—Tal vez —admití.

—¡Allí es donde te espera Zarendargar!

—Nosotros creemos que el confín del mundo está más allá de Tyros y Cos, detrás de un centenar de horizontes —dije—, pero quién sabe dónde lo localizan los kurii. —Me levanté y me dirigí al mapa de mosaico incrustado en el suelo de la gran sala. Señalé hacia abajo—. Quizá es aquí donde los kurii creen que está el confín del mundo. —Señalé el norte helado, el mar polar, el hielo del desolado polo—. ¿No es eso un confín del mundo? —pregunté.

—Sólo un cazador rojo puede vivir en un sitio así —musitó Samos.

—¿Y los kurii?

—Tal vez.

—¿Y otros, quizás?

—Quizás.

—Mi opinión —dije—, es que Zarendargar espera en el norte.

—No —dijo Samos—. La estatuilla es un truco, para apartarte del lugar donde realmente se encuentran, en el auténtico confín del mundo, allí. —Señaló el extremo oeste del mapa, la tierra desconocida más allá de Cos y Tyros.

—Hay que tomar una decisión —dije—. Y yo ya la he tomado.

—Yo tomaré la decisión —dijo Samos—. Te ordeno que permanezcas en Puerto Kar.

—Pero yo no estoy bajo tus órdenes —le señalé—. Soy un capitán libre.

Me di la vuelta para dirigirme hacia la puerta.

—¡Detenedle! —exclamó Samos.

Los dos guardias cruzaron las lanzas para cerrar el paso. Me di la vuelta y miré a Samos.

—Lo siento, amigo —dijo—. Eres demasiado valioso para que te arriesgues en el norte.

—¿He de entender que tienes la intención de retenerme en tu casa por la fuerza?

—Estoy dispuesto a aceptar tu palabra de que te quedarás en Puerto Kar.

—Por supuesto no voy a darte mi palabra —sonreí.

—Entonces debo retenerte por la fuerza. Lo siento. Me encargaré de que te traten de acuerdo con tu rango de capitán.

—Confío en que puedas convencer a mis hombres de tu benevolencia.

—Si atacan la casa —dijo Samos—, encontrarán mis defensas preparadas. De todas formas, espero que dadas las circunstancias no decidas llevar a tus hombres a una lucha inútil. Estoy seguro de que los dos estamos contentos con nuestros hombres.

—Desde luego —dije—, espero que encuentren mejores cosas que hacer que morir entre tus muros.

—Sólo te pido tu palabra, Capitán.

—Me parece que no me queda elección.

—Perdóname, Capitán.

Me di la vuelta y cogí las lanzas de los guardias. Las retorcí de pronto, sorprendiendo a los guardias que no tuvieron prestos los reflejos y las dejaron caer al suelo.

—¡Basta! —gritó Samos.

Traspasé la puerta y pasé una de las lanzas por los cerrojos, asegurando la puerta a mis espaldas. Al instante oí que golpeaban en ella. Cogí la maza de un gong de alarma que colgaba en el pasillo y comencé a golpearlo locamente. Con ello ahogaba el ruido. Se empezaron a oír pasos por los pasillos, oí el entrechocar de las armas. Corrí por el pasillo y golpeé otra alarma.

Apareció un guardia.

—¡Allí! —grité—. ¡En la gran sala! ¡Deprisa!

Aparecieron cuatro guardias más.

—¡Vamos! —gritó el primero.

Pasaron a toda velocidad junto a mí.

En un momento llegué a la doble puerta, la puerta principal de la casa de Samos.

—¿Qué ocurre, Capitán? —me preguntó uno de los guardias.

—Creo que no es nada —dije—. Un guardia nuevo, sobresaltado por una sombra o un ruido, ha hecho sonar la alarma. ¿Está listo mi barco? —pregunté.

—Sí —dijo uno de los guardias. Abrió la puerta interior, y luego la pesada puerta de hierro.

—¡Detenedle! —oímos—. ¡Detenedle! —Los gritos venían del pasillo.

—Parece que hay un intruso —dije.

—No pasará por aquí.

—Bien dicho —le felicité.

—Te deseo suerte, Capitán —dijo el hombre.

—Te deseo suerte, guardia —respondí. Atravesé el pequeño patio ante la casa de Samos y bajé al barco.

—¿A casa, Capitán? —me preguntó Thurnock.

—Sí.

6. ME DIRIJO AL NORTE

Yacía boca abajo junto al pequeño estanque, y con la palma de la mano me llevaba agua a la boca.

Me levanté al oír el ruido de cuatro o cinco tharlariones.

—¿Has visto por aquí a un esclavo? —me preguntó la mujer.

—No —dije.

Estaba muy hermosa y atractiva con el traje de caza: una breve túnica, una capa escarlata y una gorra con una pluma. Llevaba un pequeño arco amarillo, de madera de Ka-la-na. Portaba espuelas en las brillantes botas negras. A la izquierda de la silla había un carcaj amarillo.

—Gracias, guerrero —dijo, y llevó al tharlarión al lado del estanque.

Iba con cuatro hombres, que también montaban tharlariones. Los hombres la seguían.

Ella tenía el pelo oscuro y los ojos negros.

No envidiaba la suerte del esclavo.

Estábamos en los campos del sur del río Laurius, unos cuarenta pasangs al interior desde el puerto de Thassa, a unos cien pasangs al sur del río de Lydius. Mi tarn estaba cazando. Lo había comprado en el interior.

No había tenido intención de detenerme en Lydius. Mis asuntos me llamaban mucho más al norte.

No sabía cuánto tardaría mi tarn en cazar algo y volver. Generalmente suelen tardar un ahn.

Pude ver una pequeña caravana que se acercaba en la distancia. No eran más de catorce personas.

Cuatro esclavos llevaban en una silla de manos a una mujer libre, vestida de blanco y velada. A cada lado de la silla caminaba una chica. Iban veladas, pero con los brazos desnudos. Del hecho de que expusieran los brazos a la vista de los hombres deduje que eran esclavas.

Además de la mujer libre y los esclavos encadenados a la silla, había siete guerreros, seis lanceros y el capitán.

Caminé hasta el borde del estanque para salir a su encuentro. Se acercaban al estanque, al parecer para repostar agua.

Esperé apoyado en mi lanza, con el casco a la espalda y el escudo tras mi hombro izquierdo.

La caravana se detuvo al verme. Luego a una señal de la mujer de blanco, siguieron adelante. Se detuvieron a pocos metros de mí.

—Tal —dije alzando la mano derecha con la palma hacia la izquierda.

No respondieron.

El capitán dio un paso hacia delante. No me parecieron gente amable.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy uno de los guerreros —dije—. Y soy un viajero, ahora un visitante de este país.

—¿Cuáles son tus asuntos?

—Están en el norte.

—Es un bandido de los bosques del norte de Laura —dijo la dama.

—No, señora —dije con deferencia. Incliné la cabeza hacia ella, porque era libre y, evidentemente, de alta casta.

—Ésta es la caravana de Constance, señora en Kassau, en ruta hacia Lydius, de retorno de Ar —informó el capitán.

—Debe ser muy rica —dije. Seguramente era cierto, porque no había viajado en una caravana pública.

—Aparta —dijo el capitán.

—Un momento, capitán —dije. Miré a la mujer libre—. Soy un hombre, señora. Soy de los guerreros. He hecho un largo viaje.

—No entiendo —dijo ella.

—Presumo que os detendréis aquí poco tiempo, para repostar agua, si es que no acampáis para pasar la noche.

—No entiendo —dijo la grácil figura de la silla.

Le sonreí.

—Tengo comida —dije—. Tengo agua. Pero hace cuatro días que no tengo una mujer.

Ella dio un respingo. La noche antes de dejar Puerto Kar había tenido a Vella desnuda en mi habitación. La había utilizado con rudeza varias veces antes de dormir, y luego por la mañana en cuanto desperté.

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