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Authors: John Norman

Bestias de Gor (10 page)

BOOK: Bestias de Gor
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En pocos momentos los cuatro guardias llegaron hasta nosotros.

Alcé la mirada, con la esclava en mis brazos.

—¿Has visto a Lady Tina de Lydius? —me preguntó uno de los hombres.

—¿La cazadora? —dije yo.

—Sí.

—Estuvo aquí y me preguntó por un esclavo.

—¿Hacia dónde fue?

—Aquí —dijo uno de ellos—. Aquí hay huellas.

Siguieron las huellas hasta la orilla del estanque. Si lo hubieran atravesado se habrían dado con la pareja sumergida. Pero estos hombres eran al parecer más experimentados que la chica, y primero rodearon el estanque para ver si había más huellas saliendo de él. En seguida encontraron las del tharlarión, y salieron tras ellas.

Me imaginé que la chica y el hombre estarían helados cuando salieran del agua, de modo que me tomé la libertad de encender un fuego. Mi esclava, a la que llamé Constance, trajo la leña.

Entonces vi la cabeza del hombre alzarse muy despacio, casi imperceptiblemente. Luego sacó a la chica, con las muñecas atadas a la espalda, y se acercó al fuego.

—Es mejor que te quites esa ropa mojada —le dije a la mujer.

Ella me miró con horror.

—¡No! —suplicó a su captor.

No dejó de temblar mientras él le arrancaba la túnica y la capa. Luego el hombre la arrojó sobre la hierba y le quitó las botas. Después le desató las manos. Utilizó el cuchillo para cortar su cinturón en estrechas tiras, improvisando varias correas. Volvió a atar las manos de la chica a la espalda, y luego le ató también los tobillos. Ella se puso de rodillas mirándonos.

—Soy Lady Tina de Lydius. Exijo que me liberéis de inmediato.

—Pareces rica y educada —le dije.

—Sí. Soy de los altos mercaderes.

—Yo también era de los mercaderes —dijo Constance.

—Silencio, esclava —saltó la mujer.

—Sí, ama. —Echó una rama al fuego y se apartó. No estaba acostumbrada a su collar.

La mujer libre miró al hombre que la había capturado.

—¡Libérame!

El hombre se agachó junto a ella y la cogió del cuello, apuntando el puñal en su vientre.

—¡Te libero! ¡Te libero! —gritó ella.

—Toma un poco de carne —le dije yo. Había asado un poco de bosko en el fuego.

El hombre, que ahora era libre, se acercó y se sentó junto a mí. La mujer se encogió entre las sombras. Constance se arrodilló a mi izquierda, un poco detrás de mí. De vez en cuando, alimentaba el fuego.

El hombre libre y yo comimos.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Ram —dijo el hombre—. Una vez fui de Teletus, pero ahora no tengo amigos en esa isla.

—¿Cuál fue tu crimen?

—Maté a dos hombres en una pelea de taberna.

—Son muy estrictos en Teletus —dije.

—Uno de ellos tenía un alto puesto en la administración de la isla.

—Ya veo.

—He estado en muchas ciudades —dijo.

—¿Qué haces para vivir? ¿Eres un bandido?

—No, soy tratante. Viajo al norte del glaciar Eje para cambiar pieles de eslín por pieles de leem y larts.

—Un trabajo solitario —le dije.

—No tengo Piedra del Hogar. —Se alzó de hombros.

Le compadecí.

—¿Cómo es que te hicieron esclavo?

—Los bandidos ocultos.

—No entiendo.

—Se habían acercado a la ciudad norte del glaciar Eje.

—¿Cómo puede ser eso? —pregunté.

—Tarnsmanes de patrulla —dijo él—. Me atraparon, y aunque era libre me vendieron como esclavo.

—¿Por qué se acercarían esos hombres al norte? —pregunté.

—No lo sé.

—Los tarns no pueden vivir en esas latitudes.

—En verano sí —dijo él—. De hecho millares de pájaros emigran cada primavera a hacer sus nidos en la base polar.

—Los tarns no.

—No. Los tarns no. —Los tarns no eran pájaros migratorios.

—Seguramente un hombre puede burlar a esas patrullas —dije yo.

—Sin duda algunos lo hacen —respondió.

—Tú no tuviste tanta suerte.

—Yo ni siquiera sabía que venían como enemigos —rió—. Les di la bienvenida. Entonces me atraparon. Me vendieron en Lydius. —Alzó la vista hacia la mujer libre—. Allí me compró esta dama.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó ella.

—Tal vez seas una esclava.

—¡Os odio a todos! —dijo lady Tina—. ¡Y nunca seré una esclava! ¡Ningún hombre puede convertirme en una esclava!

—No te haré mi esclava a menos que supliques ser mi esclava.

Ella echó la cabeza hacia atrás riendo.

—Antes moriré —dijo.

—Es muy tarde —dije yo—. Creo que deberíamos dormir.

Cogí del brazo a Constance y la arrojé a sus pies. Era un simple acto de cortesía goreana.

—Complácele —dije.

—Sí, amo —musitó ella.

—Sí, zorra —dijo lady Tina—. ¡Complácele! ¡Complácele, zorra apestosa!

—Gracias, amigo —dijo Ram. Cogió a Constance del brazo y la arrojó al suelo ante él.

Después de unos ehns, ella se arrastró a mi lado en las pieles, temblando. Él dormía.

Miré a la mujer libre. Se debatía en sus ligaduras. Pero no podía liberarse. Había estado mirando furiosa, y creo que con envidia, la violación de Constance.

—¿Lo oyes? —pregunté.

Era temprano por la mañana. Ram se sentó en la hierba. Yo estaba cerca del tarn, que había vuelto por la noche con el hocico lleno de sangre y pelos de un pequeño tabuk amarillo. Le había limpiado con hierba. Acababa de ensillar a la bestia.

—Sí —dijo él—. Eslines.

Podíamos oír su rugido en la distancia. Debían ser tres o cuatro.

—Tenemos tiempo —dije.

—¿Cuánto peso puede llevar el tarn? —preguntó Ram.

—Es muy fuerte. Si es necesario, puede llevar al jinete y una cesta de tarn cargada.

—¿Puedo pedirte entonces que me lleves?

—Dalo por hecho.

Enrollé las pieles y las puse cruzadas sobre la parte trasera de la silla del tarn, atándolas con dos correas.

—Esta anilla —le dije a Ram señalando la anilla a la izquierda de la silla—, es tuya.

—Excelente —dijo.

—Ven aquí, Constance —dije.

—Sí, amo.

—Despierta, lady Tina —oí que decía Ram.

—Cruza las manos ante ti —le dije a Constance. Cuando lo hizo, se las até. Luego la llevé hasta la parte derecha de la silla y metí su pie izquierdo en la anilla que allí había. Le até las muñecas al pomo de la silla.

Miré a los campos. Había cinco eslines, a medio pasang de distancia. Estaban excitados, husmeaban y corrían siguiendo un rastro.

Subí a la silla. Ram puso el pie izquierdo en la anilla que yo le había dicho y se agarró al pomo de la silla.

7. ME CAPTURAN EN LYDIUS

Le di una patada a la puerta y entré.

El hombre que había en la mesa se levantó.

—¿Dónde está Bertram de Lydius? —pregunté.

—Soy yo —dijo el hombre de la chaqueta de piel—. ¿Qué quieres? ¿Eres un asesino? No llevas el puñal. ¿Qué he hecho?

Me eché a reír.

—Tú no eres el hombre que busco. En el sur, un hombre que quería matarme usurpó tu identidad. Pensé que tal vez fuera en realidad Bertram de Lydius.

Le describí al hombre que se había hecho pasar por Bertram de Lydius, pero no pudo reconocerlo. Me pregunté quién sería realmente.

—Tienes muy buena reputación como entrenador de eslines, conocida incluso en el sur —le dije—. De otro modo, no habría permitido a ese hombre entrar en mi casa.

—Me complace no ser el que buscas —dijo Bertram de Lydius—. No le envidio.

—El que yo busco es hábil con el cuchillo. Sospecho que es de los asesinos.

Tiré un céntimo de tarsko sobre la mesa.

—Tendrás que arreglar la puerta —le dije.

Entonces me marché. No es que pensara que el hombre que entró en mi casa fuera realmente Bertram de Lydius, pero tenía que cerciorarme.

Caminé por las calles de Lydius hasta llegar a una herrería, en una de las calles principales.

Entré en la tienda.

—¿Todavía estás llorando? —le pregunté a Constance.

—Me duele la marca, amo —dijo.

—Muy bien, llora.

—Espera —dijo el herrero. Soltó el pesado collar de hierro que llevaba Ram al cuello.

—¡Ah! —dijo Ram.

A su lado, en el suelo, estaba Tina de rodillas.

Ram le dijo al herrero que cortara un trozo del collar abierto.

Miré a Tina.

—Enséñame tu muslo, esclava —le dije. Ella obedeció—. ¿Cómo le ha sentado el hierro?

—Gritaba como una hembra de eslín, pero ya está tranquila.

Las marcas de las esclavas eran hermosas. Me sentía complacido.

El herrero terminó de cortar el trozo del pesado collar que Ram había llevado.

Ram agarró a Tina del pelo y la hizo ponerse en pie. Le puso la cabeza sobre un yunque.

El herrero le miraba.

—Pónselo al cuello —dijo Ram.

Vi cómo el herrero curvaba expertamente el pesado collar sobre su cuello a golpes de martillo. Luego lo cerró.

—Alza la cabeza, esclava —dijo Ram.

Ella alzó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas. La cadena del collar descansaba entre sus pechos.

Le dije al herrero que liberara a Constance de la cadena que llevaba al cuello. Les di a las chicas dos túnicas blancas de esclava que había comprado en la ciudad.

—Vamos a la taberna de Sarpedon —dije—. Está muy bien.

En menos de un cuarto de ahn llegamos allí.

Sin embargo yo estaba de mal humor. En los muelles, había visto muchas balas de pieles. Eran pieles de tabuk del norte.

—¿Deseáis alguna cosa? —preguntó el propietario, un hombre panzudo con un delantal de cuero.

Ram y yo estábamos sentados en una de las pequeñas mesas. Las chicas se arrodillaban junto a nosotros.

—¿Dónde está Sarpedon? —pregunté.

—Está en Ar —dijo el hombre—. Yo soy Sarpelius, y llevo la taberna en su ausencia.

—Hay muchas balas de pieles en los muelles —dije.

—Son de Kassau y del norte —dijo.

—¿Ha salido de los bosques el rebaño de Tancred este año?

—Sí —dijo el hombre—. Eso he oído.

—¿Pero todavía no ha cruzado el glaciar Eje?

—No lo sé.

—En los muelles hay muchísimas pieles.

—Son de los rebaños del norte.

—¿Han venido al sur los mercaderes desde el norte? —preguntó Ram.

—Unos pocos.

—¿Es normal que haya tantas pieles en Lydius en primavera? —pregunté. Normalmente los cazadores de pieles prefieren el tabuk del otoño, porque sus pieles son más espesas.

—No lo sé —dijo el hombre—. Soy nuevo en Lydius. —Nos miró sonriendo—. ¿Puedo serviros en algo, amos?

—Nos servirán nuestras chicas —dijo Ram—. En seguida las mandaremos a las tinas.

—Como deseéis. —Sarpelius se dio la vuelta y se marchó.

—Nunca ha habido tantas pieles en Lydius —me dijo Ram—, ni en primavera ni en otoño.

—Tal vez sean del rebaño de Tancred.

—Hay otros rebaños —dijo él.

—Es cierto —dije. Pero estaba atónito. Si el rebaño de Tancred había salido de los bosques, ¿por qué no había cruzado todavía el glaciar Eje? Seguramente los cazadores no podrían detener la avalancha de un rebaño así, compuesto sin duda por doscientos o trescientos mil animales. Era uno de los mayores rebaños migratorios de tabuk del planeta. Por desgracia para los cazadores rojos, era el único rebaño que cruzaba el glaciar Eje para pasar el verano en la base polar. Sería más difícil desviar el camino de tal rebaño que desviar el curso de un río. Y aun así, si había que dar crédito a los informes, el hielo del glaciar Eje no se había visto este año invadido por las huellas del rebaño.

Puse un tarn de oro sobre la mesa.

—Quédate —dije—. Pero yo he de irme. Hay aquí muchas cosas raras. Me temo lo peor.

—No entiendo —dijo él.

—Adiós, amigo —le dije—. Esta noche me llevo el tarn al norte.

—Te acompañaré.

—No puedo compartir esta tarea —dije—. Mi vuelo estará erizado de peligros, mi tarea es peligrosa.

En la puerta encontré a Sarpelius.

—El amo hace muchas preguntas —observó.

—Hazte a un lado —le dije.

Se apartó y yo pasé junto a él. Constance corrió tras mí con su leve túnica blanca. Ya fuera de la taberna me volví para mirarla. Tenía unas hermosas y finas piernas y unos dulces pechos. Estaba muy hermosa con mi collar.

—¿Amo? —preguntó Constance.

—No será difícil venderte —dije—. Eres muy hermosa.

—¡No! —suplicó—. ¡No me vendas, amo!

Le di la espalda.

Me encaminé hacia el mercado. Debía marcharme pronto. La chica me seguía sollozando.

—¡Por favor, amo! —Yo no le había dicho que me siguiera. No era necesario. Era una esclava.

De pronto la oí gritar sorprendida. Me di la vuelta.

—No saques la espada, amigo —dijo un hombre.

Me apuntaban cuatro ballestas listas para disparar. Los dedos se tensaban en los gatillos.

Alcé las manos.

Habían puesto al cuello de la esclava dos correas de lona. Tiraban de la chica hacia atrás. Ella intentaba quitarse las correas con los dedos, pero en vano. Apenas podía respirar. El hombre que había a su espalda y que sostenía las correas, apretó más el lazo. Ella, aterrorizada, cejó en sus intentos de resistirse.

—Allí, entre los edificios —me dijo el hombre, al parecer el líder.

Fui de malos modos a donde me decía y me quedé en el oscuro callejón con las manos alzadas. Arrastraron rudamente a la chica con nosotros.

—Las flechas están envenenadas con kanda —dijo el líder señalando las armas que me apuntaban—. El menor arañazo te matará.

—Ya veo que no eres de los asesinos. —Ellos evitan los proyectiles envenenados por una cuestión de orgullo. Y además, sus códigos los prohíben.

—Eres un extranjero en Lydius —dijo el hombre.

—No puedo creer que seáis magistrados investigando mis asuntos —dije—. ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?

—Bienvenido a Lydius —dijo el líder. Me tendió una copa de metal que había llenado de una bota que colgaba de su cintura.

Me encogí de hombros. Eché hacia atrás la cabeza y apuré la copa. Tenía la copa en la mano derecha. Cayó al suelo.

Uno de los hombres había apartado su ballesta. Vi cómo amordazaban a Constance con una capucha de esclava. Luego le quitaron las correas del cuello.

Me apoyé en la pared.

Vi que a Constance le esposaban las manos a la espalda.

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