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Authors: John Norman

Bestias de Gor (13 page)

BOOK: Bestias de Gor
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—Al menos él escapará —dijo uno de los hombres.

—Le matarán ahí fuera —dijo otro.

Me decepcionó el hecho de que Imnak huyera. Creí que tenía más sangre fría.

—¡Deprisa, compañeros! —dije—. ¡Deprisa!

Sacamos otro tronco y lo echamos a un lado.

Ahora oímos sonar la alarma. El sonido viajó deprisa por el aire claro y frío del norte de Torvaldsland.

—¡Deprisa, compañeros! —les animé—. Vosotros también —dije haciendo un gesto hacia los tres guardias que seguían conscientes—. Trabajad bien y tal vez os salve la vida.

También ellos se pusieron a la tarea de desencajar los troncos del suelo helado.

De pronto un tabuk se lanzó contra la abertura, empujando a los hombres a un lado.

—¡Deprisa! —dije—. ¡Al trabajo otra vez!

—¡Nos matarán! —gritó el jefe de guardia—. ¡No conocéis a estas bestias!

—¡Vienen los guardias! —gimió un hombre.

Cuarenta o cincuenta guardias se acercaban corriendo con las armas en ristre.

—¡Me rindo! ¡Me rindo! —gritó un hombre corriendo hacia los guardias.

Vimos cómo le mataban.

Volví a coger la lanza, y la arrojé contra los guardias que estaban ahora a unos quince metros. Vi que caía uno.

Los guardias se detuvieron de pronto. No tenían escudos. Cogí otra lanza.

—¡Trabajad! —les dije a los hombres a mi espalda.

—¡Arriba! —oí que gritaba Ram.

Dos tabuks más entraron por el agujero del muro. No era suficiente. No sabían que el muro estaba abierto. Pasaron otros cuatro tabuks.

No eran bastantes.

Amenacé a los guardias con la lanza. Los guardias se desplegaron.

Quitamos otro tronco.

Pasaron dos tabuks más.

—¡Matadle! —oí al líder de los guardias que venían.

Pasaron otros cuatro tabuks.

¡No eran bastantes tabuks! Los guardias se acercaban más y más blandiendo las espadas.

—¡Aja! ¡Aja! —oí al otro lado de la empalizada—. ¡Aja! ¡Deprisa, hermanos! ¡Aja!

Hubo un clamor entre los hombres que estaban destruyendo el muro.

De pronto pasaron junto a mí cuarenta tabuks o más, con sorprendente velocidad. Iban guiados por un magnífico animal, un tabuk gigante con un cuerno de más de un metro de longitud. Era el líder del rebaño de Tancred.

—¡Aja! —oí al otro lado de la muralla.

De pronto fue como si se hubiera roto una presa. Me arrojé hacia atrás contra los troncos. Los guardias huyeron.

Como una salvaje avalancha, gruñendo, sacudiendo las cabezas y los cuernos, los tabuks pasaron junto a mí. Vi al líder a un lado, gruñendo y husmeando y alzando la cabeza. Estaba observando la estampida pasar junto a él, y luego corrió a la cabeza del rebaño. Junto a mí pasaban más y más tabuks, como un río de animales. Oí caer los troncos mientras ellos se abrían camino. Algunos de ellos caían sobre los animales que los arrastraban en el torrente de piel y cuernos. Me moví hacia la izquierda cuando se soltaron más troncos. En pocos minutos el río de tabuks medía más de doscientos metros de anchura. La tierra retemblaba bajo mis pies. Apenas podía ver ni respirar por el polvo.

Sabía que Imnak estaba junto a mí, sonriendo.

11. VUELVO MIS OJOS AL NORTE

En cuanto se rompió el muro, Drusus, de los asesinos, huyó con varios hombres.

También varios guardias habían huido al sur. Con la muralla rota, poco sentido tenía quedarse allí a morir.

Tuvimos pocas dificultades con los guardias y los trabajadores que estaban al este de la abertura del muro. Los hombres encadenados estaban ahora libres, menos los que habían estado en los extremos de la cadena, que habían sido guardias. Yo era de los guerreros, y Ram demostró ser muy hábil con la espada. Los guardias no opusieron mucha resistencia, y pronto estuvieron esposados. Sorprendimos también al campamento de cazadores. Algunos huyeron hacia el sur, pero a otros los capturamos. Obtuvimos varios arcos y cientos de flechas. Entre nosotros había unos nueve hombres de los campesinos. A ellos les entregué los arcos.

Cuando llegamos al final del muro, Imnak gimió al ver los campos bañados de tabuks muertos.

Con un grito repentino cayó sobre un cazador atado. Yo impedí que le matara.

—Debemos irnos —dije. Vomité a causa del hedor.

Le até las muñecas con nudos de captura. Hubo un gran clamor entre mis hombres.

—Soy tu prisionera, capitán —dijo.

Yo no dije nada. Se la entregué, con las manos atadas, a uno de mis hombres.

—Haremos que cumplas tu palabra —dijo intranquilo Sorgus, el bandido de pieles.

—Está bien —le dije.

Él y sus hombres, unos cuarenta, se habían refugiado en la sala de madera que servía de cuartel general al comandante. Ahora se alzaban tensos entre mis hombres. Les había permitido conservar sus armas. No tenía interés en matar a los esbirros.

Los hombres y los guardias que habían estado en el centro del muro y en la parte oeste, incluyendo los cazadores de aquel extremo, habían huido en su mayor parte. Otros, bajo las órdenes de Sorgus, habían luchado por volver la victoria a su favor. De todas formas, ninguno se había dado cuenta de que nueve de nuestros hombres, campesinos, llevaban arcos de madera amarilla de Ka-la-na. Detrás de esos nueve hombres había otros sosteniendo carcajes de flechas. De los noventa y cinco hombres de Sorgus, cincuenta sucumbieron a la fiera lluvia de flechas que cayó entre ellos. Sólo cinco de sus hombres pudieron llegar hasta los arqueros. A éstos los maté yo. Entonces Sorgus, con los cuarenta seguidores que le quedaban, al ver desplegarse a los arqueros a sus espaldas, se metió en la cabaña y se encerró allí.

—Está esperando que vuelvan los tarnsmanes que están de patrulla —dijo Ram.

No teníamos ninguna protección frente a un ataque desde el aire.

—¿Cuándo tienen que volver los de la patrulla? —pregunté.

—No lo sé —dijo Ram.

—¡Sorgus! —le grité.

—Te oigo —respondió él.

—¡Ríndete!

—¡No! —Hablaba a través de una puerta acribillada de flechas.

—No quiero matarte, ni a ti ni a tus hombres. Si te rindes ahora permitiré que conservéis las armas y que os retiréis tranquilamente.

—¿Crees que soy un idiota? —dijo él.

—¿Cuándo creéis que volverán los tarnsmanes?

—¡Pronto!

—Podrían tardar días —dijo Ram.

—Espero por tu bien, Sorgus, que vuelvan dentro de un ahn —le dije.

Situé a mis arqueros ante la puerta de la cabaña, con hombres armados para defenderlos. Rodeé la cabaña con mis hombres.

—¿Qué quieres decir? —dijo Sorgus.

—Voy a incendiar la cabaña.

—¡Espera!

—Tú y tus hombres podéis retiraros en paz ahora, o moriréis dentro de un ahn —dije.

Más hombres se unieron a mí, algunos todavía encadenados. Habían venido de posiciones más alejadas de la muralla. Los guardias los habían abandonado. Todavía estaban encadenados; más tarde les quitaríamos las cadenas con las herramientas. Estos nuevos hombres traían picos, y las barras de hierro usadas para perforar el hielo. Algunos traían también hachas.

—¡No incendiéis la cabaña! —gritó Sorgus.

Ordené que incendiaran las flechas. Pusieron en las puntas trapos mojados en aceite.

—¿Cómo sé que nos dejarás marchar si salimos ahora?

—Te lo he jurado —dije—. Soy de los guerreros.

Esperé.

Nadie salió de la cabaña.

—Esperaré un ehn —dije—. Luego incendiaré la cabaña.

En pocos momentos la oí gritar a ella desde el interior de la cabaña.

—¡No, no! ¡Luchad hasta la muerte! ¡Luchad hasta la muerte!

Entonces supe que había vencido.

Sorgus salió de la cabaña con los brazos en alto, su espada colgando del cinto.

Vi partir a Sorgus y a sus hombres.

—Soy una prisionera libre —dijo ella—. Exijo mis derechos y mis privilegios como tal prisionera.

—Silencio —le dije. Le apuntaba a la garganta con su propio puñal—. Una vez estuviste al mando aquí, pero eso se acabó. Ahora no eres más que una chica en Gor.

Ella me miró, asustada de pronto.

—¿Cuándo llegarán los tarnsmanes? —pregunté.

—Pronto.

Un hombre la cogió del pelo y le echó hacia atrás la cabeza. Yo presioné con el puñal en su garganta.

—Dentro de cuatro días —murmuró ella.

—Ponedle las ligaduras —dije.

—Sí, capitán —dijo el hombre sonriendo.

—Tenemos mucho que hacer —les dije a mis hombres—. Hay que destruir el muro. Después de eso podréis repartir los suministros y los tesoros que hay aquí y podréis marcharos. Cualquiera que se marche antes de que esté el trabajo terminado, será buscado y capturado, y será ejecutado.

—Tenemos hambre —dijo un hombre.

—Imnak —dije—, ve a la plataforma y vigila. Serás relevado en dos ahns.

Fue gruñendo a la plataforma.

—Tenemos hambre —dijeron los hombres.

—Yo también —les dije—. Haremos un festín, pero no beberemos paga. Es demasiado tarde para empezar con el trabajo. Comenzaremos mañana.

Hubo un clamor.

Por la mañana trabajarían con más ahínco. No pensaba que llevara mucho tiempo destruir el muro; seguro que terminaríamos antes de que volvieran los tarnsmanes. Teníamos más de trescientos cincuenta hombres para trabajar. Y además en muchos lugares el muro había sido debilitado por los embates del tabuk.

Oí los gritos de dolor de dos chicas. Un hombre venía de la cabaña de cocinas, donde Thimble y Thistle se habían escondido. El hombre las traía cogidas del pelo.

—¡Qué tenemos aquí! —gritó un hombre alegremente.

—¡Esclavas! —gritaron otros.

—Esperad —dije yo—. Somos hombres honrados y no ladrones. Suéltalas.

El hombre soltó los cabellos de las chicas. Ellas se apresuraron a arrodillarse, asustadas.

—Estas chicas pertenecen a Imnak.

—Es un cazador rojo —dijo un hombre.

—Es un hombre que está con nosotros —dije.

Hubo un grito de furia.

Saqué la espada.

—Nadie las usará sin su permiso —dije—. Voy a mantener la disciplina, con la espada si es necesario, compañeros.

Miré a las chicas.

—Aquí hay muchos hombres —les dije—, y sin duda están hambrientos. Tal vez queráis ir a la cabaña de cocinas para dedicaros a vuestras tareas.

—¡Sí, amo! —exclamaron.

Echaron a correr hacia la cabaña de cocinas, intentando ajustarse los vestidos para que cubrieran un poco más su belleza. Los hombres rugieron de risa. Yo sonreí. Las breves túnicas abiertas a un lado no estaban diseñadas para tal cosa.

—Ahora estamos solos —le dije.

Era temprano por la tarde.

—¿Completamente?

—Sí.

—¿Dónde han ido los hombres?

—El trabajo está terminado —dije—. El muro ha sido destruido. También se han quemado los edificios, con excepción de esta cabaña. Los trabajadores se han ido, han vuelto al sur cargados con oro y bienes.

—¿Se han llevado mi oro? —preguntó. Estaba sentada a un lado de la sala, con la espalda apoyada en la pared de troncos horizontales. Estaba atada con cuerdas a la cintura que la fijaban a una anilla a su espalda. Le había quitado las correas que ataban sus tobillos, pero aún tenía las muñecas atadas con un cordel que llegaba hasta su cuello.

—Hemos encontrado diez cofres, y los hemos forzado. Han repartido los contenidos. Los hombres estaban contentos de haber ganado tal riqueza por sus servicios.

—Ahora no tengo recursos económicos —dijo ella.

—Los guardias y los cazadores que capturamos también se han dirigido hacia el sur.

—Eres muy generoso.

—A veces... con los hombres.

Ella dio un respingo en sus ligaduras.

—Han trabajado con los nuestros para destruir el muro —le dije.

—¿Y el cazador rojo?

—Es el único que se ha dirigido hacia el norte.

—¿Y las dos chicas?

—Se llevó con él a sus dos preciosas bestias —dije. Imnak había pertrechado un trineo que le sería muy útil para cruzar el glaciar Eje. Thimble y Thistle lo estarían arrastrando por la tundra, hacia las nieves.

Sidney Anderson me miró, atada junto al muro.

—Tú también habrías hecho mejor en escapar —me dijo.

—Los trabajadores no han escapado. Simplemente vuelven a sus hogares.

—Tú te has quedado atrás.

—Por supuesto.

La solté del muro y le quité las correas que ataban sus tobillos. Hice que se levantara. Cogí la correa que llevaba al cuello y me la até al puño. Arrastré a la chica hasta la puerta de la sala.

—¿A dónde me llevas?

Tiré aún más de la cuerda.

Sidney Anderson miró en torno. Los edificios estaban quemados. No había nadie a la vista. El muro había sido destruido. También la plataforma había sido derribada y luego quemada. Por todos lados había escombros y cenizas.

Tiré de la mujer hacia el poste de azotes, que había ordenado dejaran intacto.

—¿Qué vas a hacer? —me preguntó.

La subí a la plataforma.

—Vas a servir a los Reyes Sacerdotes, encanto.

Le quité la cuerda del cuello, se la pasé entre las piernas y la fijé al anillo del travesaño del poste de azotes. La colgué de las muñecas, pendida de la anilla. Luego le até los tobillos y los fijé a la anilla del suelo de la plataforma. Le quité la capucha. Sus cabellos castaños brillaron al sol.

Volví a inspeccionar el cielo. No se veía nada más que nubes.

—¿Cómo voy a servirles? —preguntó.

—Como un cebo desnudo —le dije.

—¡No! —gritó.

Los tarnsmanes eran muy cautelosos. Eran cinco. Dieron varias vueltas sobre el lugar.

Habrían tenido pocas dificultades en identificar a la cautiva que colgaba de la anilla, incluso a distancia. Había pocas chicas blancas en el norte, en las cercanías del glaciar Eje. Y además su cabello caoba permitía pocas dudas con respecto a su identidad. Es un color de cabellos muy poco común en Gor.

Tenían que ver a la chica. Verían el muro destruido y los edificios quemados.

Entonces bajaría uno para reconocer el terreno.

Ése sería el Tarn que yo utilizaría.

Puse una flecha en un arco amarillo. La cuerda del arco era de seda, y la flecha iba alada con plumas de gaviota del Vosk.

—¡Cuidado! —gritó la chica en cuanto le quitaron la mordaza de la boca—. ¡Queda uno! ¡Queda uno! —Pero creo que no la oyeron.

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