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Authors: John Norman

Bestias de Gor (11 page)

BOOK: Bestias de Gor
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Caí de rodillas, y luego caí al suelo sobre un hombro. Intenté levantarme, pero volví a caer.

—Nos será útil en el muro —dijo un hombre.

Se me nubló la vista.

—Sí —dijo otro.

La voz me pareció muy lejana. Todo comenzaba a oscurecerse. Apenas me di cuenta de que me quitaban el cinto y la bolsa, y la espada. Entonces caí inconsciente.

8. ME ENCUENTRO PRISIONERO EN EL NORTE

—Parece que no tienen fin —dijo una voz de hombre—. Matamos cientos cada día, y siempre vienen más.

—Incrementan su número a medida que los matáis —dijo una voz femenina.

—Los hombres están cansados.

—Doblad los honorarios —saltó ella.

—Eso haremos —dijo la voz.

—El muro se ha debilitado a un pasang al este de la plataforma —dijo otra voz de hombre.

—Pues reforzadlo —dijo ella.

—Quedan pocos troncos.

—Usad piedras.

—Eso haremos —dijo el hombre.

Yo yacía en un suelo de madera. Sacudí la cabeza.

Sentí en el hombro la aspereza de la madera. Iba desnudo hasta la cintura. Llevaba pantalones de piel y botas de piel. Tenía las manos atadas a la espalda.

—¿Es éste el nuevo? —preguntó la voz de mujer.

—Sí.

—Levantadle.

Me hicieron levantar a golpe de lanzas.

Yo moví la cabeza y miré a la mujer.

—Eres Tarl Cabot —dijo ella.

—Tal vez.

—Lo que no pueden hacer los hombres —dijo ella— lo he hecho yo. Te he atrapado. Te hemos estado vigilando. Nos advirtieron que tal vez cometerías la estupidez de venir al norte.

No dije nada.

—Eres una bestia fuerte y sensual —dijo ella—. ¿Es cierto que eres tan peligroso?

No tenía sentido responder.

—Tu captura me supondrá un ascenso ante mis jefes —siguió la mujer.

—¿Quiénes son? —pregunté.

—Unos que no son Reyes Sacerdotes —sonrió ella. Fue hacia la mesa. Vi que mis pertenencias estaban allí.

Sacó la estatuilla de su envoltura de piel. Era la talla, en piedra azulada, de la cabeza de una bestia.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—¿No lo sabes?

—La cabeza de una bestia.

—Es cierto.

Volvió a meterla en las pieles. Era evidente que no comprendía su importancia. Los kurii, igual que los Reyes Sacerdotes, suelen tener hombres a su servicio, y se ocultan de aquellos que les sirven. Samos, por ejemplo, no conocía la naturaleza de los Reyes Sacerdotes.

—Eres una mujer —dije.

La miré. Llevaba pantalones y una chaqueta blanca de piel de eslín marino; la chaqueta tenía una capucha, que estaba echada hacia atrás, rematada con piel de lart. Se cerraba en su cintura con un estrecho cinturón negro, del que colgaba un puñal con el mango adornado de rojo y amarillo. Cruzado al hombro llevaba otro cinturón del que colgaba una bolsa y un látigo de esclavo con las colas dobladas, y cuatro cabos de cuerda.

—Eres muy observador.

—Y una mujer tal vez hermosa.

—¿Qué quieres decir con eso de “tal vez hermosa”?

—Las pieles obstruyen mi visión. ¿Por qué no te las quitas?

Se acercó a mí, furiosa. Me dio una bofetada en la boca.

—Haré que te arrepientas de tu insolencia —dijo.

—¿Conoces las danzas de una esclava goreana? —le pregunté.

—¡Bestia! —gritó.

—Eres de la Tierra. Tu acento no es goreano. —La miré—. Eres americana, ¿verdad? —le pregunté en inglés.

—Sí —siseó también en inglés.

—Eso explica que no conozcas las danzas de una esclava goreana. Pero puedes aprender.

Se sacó el látigo del cinto con ademán furioso e histérico y lo sostuvo con las dos manos. Comenzó a azotarme con él. No era agradable, pero no tenía bastante fuerza para golpear duramente. Yo había sido azotado por hombres. Finalmente, retrocedió todavía enfadada.

—Eres demasiado débil para hacerme daño —le dije—. Pero yo no soy demasiado débil para herirte a ti.

—Haré que te azoten mis hombres.

Me encogí de hombros.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Sidney.

—¿Cuál es tu nombre de pila?

—Ése es mi nombre de pila —dijo de malos modos—. Soy Sidney Anderson.

—Sidney es nombre masculino.

—Algunas mujeres lo llevan. Mis padres me pusieron así.

—Sin duda querrían un chico —dijo.

Se dio la vuelta enfadada.

—¿Todavía intentas ser el chico que tus padres deseaban? —le dije.

De pronto se giró iracunda hacia mí.

—Serás azotado a conciencia.

Miré en torno a la habitación. Era de madera, con tejado alto y arqueado. En un extremo había un pabellón con una silla curul. Bajo la silla había una piel de eslín, y otra piel ante el pabellón. A un lado había una mesa sobre la que estaban algunas de mis cosas. También había una chimenea en la que ardía la leña.

Volví mi atención a la chica.

—¿Eres virgen?

Me cruzó la cara con el látigo.

—Sí —dijo.

—Seré el primero en poseerte —le dije.

Volvió a golpearme salvajemente.

—¡Silencio! —dijo.

—Sin duda tendrás mucha curiosidad por tu sexualidad.

—¡No utilices esa palabra en mi presencia!

—Es evidente —dije—. Piensa cómo has apretado tu cinturón sobre las pieles. Eso lo has hecho, aunque sólo sea inconscientemente, para resaltar tu figura, acentuándola y enfatizándola.

—¡No!

—¿Nunca has pensado qué será estar desnuda en una tarima de esclava, ser vendida a un hombre? ¿No has pensado qué es ser una esclava desnuda, poseída, a merced de un amo?

—Sidney Anderson nunca será la esclava de un hombre —dijo—. ¡Nunca!

—Cuando yo te posea —le dije—, te daré un nombre de chica, un nombre de la Tierra, un nombre de esclava.

—¿Y qué nombre será ése?

—Arlene.

Se estremeció por un momento. Luego dijo:

—El poderoso Tarl Cabot, un prisionero atado y arrodillado.

La miré. Era esbelta, de ojos azules, pelo color caoba, delicada, hermosa y femenina.

—¿De verdad crees —le dije— que si los kurii vencen tú tendrás un alto puesto entre los victoriosos?

—Por supuesto.

Sonreí para mis adentros. Cuando hubiera realizado su tarea, la convertirían en esclava.

Tiró de la cuerda.

—En pie, bestia —me dijo.

Me levanté.

—Ven, bestia. —Me sacó de la sala tirando de la cuerda—. Te enseñaré nuestro trabajo en el norte. Más tarde, cuando yo lo decida, trabajarás para nosotros. —Se dio la vuelta y me miró—. Has estado mucho tiempo en contra de nosotros. Ahora contribuirás a la causa, aunque sólo sea llevando piedra y madera.

9. CONTEMPLO EL MURO

—Impresionante, ¿verdad? —preguntó ella.

Estábamos en una alta plataforma que se alzaba sobre el muro. Éste se extendía hasta el horizonte.

—Mide más de setenta pasangs de longitud —dijo—. Han trabajado en él doscientos o trescientos hombres durante dos años.

Más allá del muro había miles de tabuks, porque había sido construido atravesando el camino de las migraciones del norte.

A nuestro lado del muro estaba el campamento, con la casa del comandante, las grandes casas de los guardias y cazadores y los corrales de madera de los trabajadores. Había una comisaría, una herrería y otras estructuras. Los hombres estaban trabajando.

—¿Qué hay en los almacenes? —pregunté.

—Pieles —dijo ella—. Millares de pieles. En los extremos del muro se mata a cientos de animales para evitar que vayan hacia el norte.

—Parece que muchos pueden escapar —dije.

—No. Los extremos del muro están curvados, para hacer retroceder a los animales. Cuando llegan allí, los cazadores caen sobre ellos. Matamos varios centenares al día. Te presento a mi colega —dijo mi adorable captora—: Sorgus.

—¿El ladrón de pieles? —pregunté.

—Sí.

El hombre ni me habló ni me miró.

—Estos hombres han sido útiles —dijo ella—. Ya no tienen que dedicarse a robar las pieles de los honrados cazadores. Les ofrecemos cosechas que superan el botín que conseguirían en cien años de latrocinio.

—Pero me he dado cuenta de que los hombres más altos también os ayudan.

Miré al otro hombre de la plataforma.

—Volvemos a encontrarnos —dijo.

—Eso parece —asentí—. Tal vez ahora sí puedas alcanzarme con tu puñal.

—Libérale —le dijo a mi captora—, para que pueda enfrentarme a él con la espada.

—No. Es mi prisionero. No deseo que le mates.

—Parece que seguirás viviendo —me dijo el hombre—, al menos un ahn más.

—Tal vez es tu vida la que ha sido prolongada —respondí.

Se dio la vuelta para mirar por encima del gran muro, a los millares de animales que había más allá.

—No eres Bertram de Lydius —le dije—. ¿Quién eres?

—No hablo con esclavos —dijo él.

Mis puños se crisparon en las cadenas.

—¿De verdad reclutaste los servicios de una esclava en su casa? —preguntó mi captora.

—No deseo hablar delante de él —dijo él.

—¡Hazlo! —exclamó ella.

El hombre la miró con furia. Yo leí la mirada en sus ojos. Sonreí para mis adentros. Vi que le habían hecho la promesa de que, cuando ella terminara con su labor, se la regalarían como esclava.

—Muy bien —dijo el hombre—. Es cierto que usé los servicios de una chica rubia en su casa, para obtener material que oliera el eslín.

—¿Es ella una espía?

—No. La engañé. No fue difícil. No era más que una esclava.

—Dile tu nombre —le dijo la mujer.

—No hablo con esclavos —dijo él.

—¡Obedece!

Él se volvió para bajar las escaleras de la plataforma.

—Se llama Drusus —dijo ella—. Es de los herreros.

—No es un herrero —dije yo—. Es de los asesinos.

—No.

—Le he visto utilizar el cuchillo —dije—, y no te ha obedecido.

Ella me miró furiosa.

—Tus días de autoridad están contados —le dije.

—¡Yo estoy al mando aquí!

—De momento —dije.

Miré a los tabuks.

—Debe ser difícil poner los troncos en el muro —dije.

—Tú mismo verás lo difícil que es —dijo ella. Todavía estaba enfadada porque habían desafiado su autoridad en mi presencia.

La construcción del muro era toda una labor de ingeniería. El que hubiera sido construido por hombres con simples herramientas decía mucho de la determinación de los kurii.

—Ya verás quién es aquí la autoridad —dijo la mujer con furia. Sentí que tiraba de la cuerda que yo llevaba al cuello. Bajé con ella las escaleras de la plataforma—. ¡Guardias!

Cuatro guardias se acercaron corriendo.

—Traed a Drusus —dijo ella—. Encadenado, si es necesario.

Se fueron de inmediato y volvieron a los pocos minutos con el llamado Drusus.

Ella señaló con arrogancia a sus pies.

—De rodillas —le dijo.

Él se arrodilló, furioso.

—Dile tu nombre —le dijo ella.

El hombre me miró.

—Soy Drusus.

—Ahora ve a atender tu trabajo.

Se levantó y se fue. Vi que la mujer tenía realmente autoridad. Si sus días de autoridad estaban contados, aún no había ningún signo de ello. Me miró y sacudió la cabeza con arrogancia. Era superior entre estos hombres.

—Fue Drusus quien te identificó para mí.

—Ya veo.

—Han sido capturados tres prisioneros —dijo un hombre que acababa de llegar.

—Tráelos ante mí.

Trajeron a los prisioneros, con las manos a la espalda. Uno era un nombre, los otros dos eran mujeres, esclavas. El hombre llevaba al cuello una correa que sostenía un guardia. Las chicas estaban atadas con la misma correa. El hombre era el cazador rojo que yo había visto en la feria. Las dos chicas eran las esclavas que había comprado en la feria, las chicas de la Tierra, una rubia y una morena. El hombre iba vestido del mismo modo que yo le había visto, con pantalones y botas de piel y con el torso desnudo. Las chicas llevaban pequeñas túnicas de piel, y los pies también envueltos en pieles. Tenían el cabello recogido con una cinta roja. Bajo la correa que llevaban al cuello había cuatro cuerdas intrincadamente anudadas. Era el modo en que los cazadores rojos identifican a sus animales. El dueño de la bestia se reconoce por el nudo de las cuerdas.

—De rodillas —dijo un guardia.

Las dos chicas se arrodillaron de inmediato, obedientes a la orden de un amo.

Mi adorable captora las contempló con desdén.

El cazador rojo de la base polar no se había arrodillado. Tal vez no hablaba bastante goreano para entender la orden. En Gor se hablan varias lenguas bárbaras, generalmente en las regiones más remotas. Además, algunos de los dialectos goreanos son casi ininteligibles. Pero el goreano, en sus variedades, sirve de lengua franca de la civilización de Gor. Hay pocos goreanos que no puedan hablarlo, aunque sea como segunda lengua.

—No —dijo el cazador rojo en goreano.

Le obligaron a arrodillarse a golpe de lanza. Él alzó la mirada, furioso.

—¡Soltad a nuestros tabuks! —dijo.

—Lleváoslo y ponedlo a trabajar en el muro —dijo mi captora.

Se llevaron al hombre.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Sidney Anderson mirando a las dos chicas.

—Esclavas polares, bestias de los cazadores rojos —dijo un hombre.

—Miradme —dijo la mujer.

Las chicas la miraron a los ojos.

—Parecéis chicas de la Tierra —dijo Sidney en inglés—. ¿No sois de la Tierra?

—¡Sí! ¡Sí! —dijo de pronto la rubia—. ¡Sí!

—¿Qué sois? —preguntó Sidney Anderson.

—Somos esclavas, ama —dijo la rubia.

—¿Cómo os llamáis?

—Bárbara Benson —dijo la rubia.

—Audrey Brewster —dijo la morena.

—No puedo creer que estos nombres os los haya puesto un indio.

Yo no había pensado que el cazador rojo pudiera ser un indio, pero supuse que era verdad. Los goreanos suelen llamar a los hombres de la base polar “cazadores rojos”. Ciertamente su cultura era diferente de la de los salvajes rojos de las ciudades del norte y el este de las montañas Thentis, que mantenía una nobleza feudal sobre dispersas comunidades de esclavos blancos. Yo consideraba a estos individuos indios, más que a los cazadores rojos. Pero sin duda los cazadores rojos también eran indios, estrictamente hablando. Los hijos de los cazadores rojos nacen con una mancha azul en la base de la columna, y los de los salvajes rojos no. Así pues hay una diferencia racial entre ellos.

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