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Authors: John Norman

Bestias de Gor (2 page)

BOOK: Bestias de Gor
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Compartí con mis hombres el corazón del eslín, y bebimos en nuestras manos la sangre del animal según el rito de los cazadores.

—Bertram de Lydius ha huido —gritó Publius, el jefe de cocinas.

Pensé que era cierto.

Miré la sangre en mis manos. Se dice que si uno se ve negro y ajado en la sangre, morirá de enfermedad; si uno se ve herido y ensangrentado, morirá en batalla; si uno se ve viejo y gris, morirá en paz y dejará descendencia.

Pero la sangre del eslín no me habló.

Me levanté.

Pensé que no volvería a mirar en la sangre de un eslín. Prefiero mirar en los ojos de los hombres.

Me limpié en los muslos las manos ensangrentadas.

—Bertram de Lydius se acercó a un guardia que no sospechaba nada —dijo Publius—, ya que Bertram de Lydius era un huésped de la casa. Le dejó inconsciente. Descendió por la pared delta con ayuda de una cuerda y un gancho.

—Los tharlariones le atraparán —dijo un hombre.

—No —dije yo—. Le esperará un barco.

—No puede haber ido muy lejos —dijo Thurnock.

—Habrá un tarn en la ciudad —dije—. No le persigáis.

—Miré a los hombres—. Id a descansar.

Salieron de la habitación.

—¿Y la bestia? —preguntó Clitus.

—Dejadla. Y dejadme solo.

Nos quedamos solos la esclava y yo. Cerré la puerta y eché los cerrojos. Luego me volví hacia ella.

Parecía muy pequeña y asustada, encadenada a mi lecho.

—Bueno, querida, veo que todavía estás al servicio de los kurii.

—¡No, amo! —gritó—. ¡No!

—¿Quién limpió mi cámara esta mañana? —pregunté.

—Fui yo, amo.

—De rodillas —le dije.

Ella bajó del diván y se arrodilló en el suelo ante mí, sobre la sangre del eslín.

—En posición.

Ella asumió rápidamente la posición de esclava de placer. Se irguió sobre los tobillos con las rodillas bien abiertas, las manos en los muslos, recta la espalda y alta la cabeza. Estaba aterrorizada. Bajé los ojos hacia ella.

Me agaché y la cogí de los brazos.

—¿Amo? —me preguntó. La hice tumbarse de espaldas sobre la sangre y la sujeté para que no pudiera moverse y la penetré—. ¿Amo? —preguntó ella asustada. Comencé a moverme en su interior. La cálida cercanía de su cuerpo, tan hermoso, tan indefenso, me embargó. Ella comenzó a responderme asustada.

—Todavía trabajas para el Kur.

—No, amo —gimió—. ¡No!

—Sí.

—No. No, amo.

—Habían azuzado a la bestia contra mi olor.

—¡Soy inocente! —dijo ella temblando debajo de mí—. Por favor, no hagas que me rinda a ti de esta manera, amo —lloró—. Oh —gritó—. ¡Oh!

—Habla —le dije.

Ella cerró los ojos.

—¡Ten piedad! —suplicó.

—Habla.

—Iba a llevar las túnicas a las cubas, para ponerlas junto con las otras. —Se debatía debajo de mí con los ojos muy abiertos en una mirada salvaje. Era muy fuerte para ser una chica, pero las chicas son débiles. Volví a hacer que se tumbara, con los hombros y los cabellos en la sangre. Echó hacia atrás la cabeza y se agitó. Qué débil era, qué vanos sus esfuerzos.

—Habla.

—Me engañaron —sollozó—. Bertram de Lydius me siguió por los pasillos. Yo no le presté atención, pensé que sólo quería ver cómo me movía por la casa, que sólo me seguía como un hombre que de vez en cuando sigue a una esclava, por el placer de contemplarla.

—Y eso te gustaba, ¿verdad, zorra?

—Sí —dijo enfadada—. Me gustaba. Era un hombre guapo y fuerte, y goreano, y yo era una esclava. Pensé que tal vez querría utilizarme, y que tú se lo permitirías de acuerdo con la cortesía goreana.

“Me habló así que me volví y me arrodillé ante él con las túnicas en los brazos. “Eres muy bonita”, me dijo, y eso me agradó. Entonces él me preguntó si le conocía. Le respondí que si: “Eres Bertram de Lydius, huésped de la casa de mi amo”, le dije.

““Tu amo ha sido muy amable conmigo”, dijo él. “Voy a hacerle un regalo como prueba de mi agradecimiento. No sería cortés por mi parte aceptar su hospitalidad sin expresar de alguna forma la estima que le tengo y la gratitud que siento por su generosidad”.

““¿En qué podría yo ayudarte, amo?”, le pregunté.

““En Lydius tenemos muchas pieles de eslín de nieve, hermosas y cálidas. También tenemos sastres excelentes que cosen vestimentas con hilos de oro y bolsillos secretos. Me gustaría regalarle a tu amo un vestido así, una chaqueta que pueda usar para montar en tarn.”

—Pocos hombres de Puerto Kar me consideran un tarnsman —dije yo—. Y yo nunca le dije a Bertram de Lydius que lo fuera.

—No lo creo, amo.

—¿No crees que es un regalo extraño para un mercader y marinero?

—Perdona a esta esclava, amo. Pero en Puerto Kar hay algunos que saben que eres un tarnsman, y el regalo parece apropiado para ser hecho por quien dice ser del norte de Lydius.

—El auténtico Bertram de Lydius no tendría por qué saber que soy un tarnsman.

—Entonces era un impostor —dijo la esclava.

—Creo que era un agente kurii.

La embestí salvajemente y ella gritó mirándome. Estaba cubierta de sudor. Llevaba el collar al cuello.

—Me engañó —gimió.

—Te engañaron, o eres un agente kur.

—No soy un agente kur —gimió. Intentó levantarse, pero la retuve, sus pequeños hombros en la sangre del suelo. No podía enfrentarse a mi fuerza.

—Aunque seas un agente kur —le dije suavemente—, has de saber que primero eres mi esclava.

—Sí, amo. —Se retorció moviendo la cabeza a un lado—. Me pidió la túnica sólo un momento.

—¿Le perdiste de vista? —pregunté.

—Sí. Me ordenó que me quedara en el pasillo y que le esperara allí.

Me eché a reír.

—Sólo se la llevó un momento —dijo la esclava.

—El tiempo suficiente para presionar la túnica contra los barrotes de la jaula del eslín y susurrarle a la bestia la señal de caza.

—¡Sí! —gimió ella.

Entonces la embestí una y otra vez, con el ritmo creciente y salvaje de un amo, hasta que ella, que una vez fue una chica civilizada, gritó y se estremeció y se rindió a mí sin asomo de dignidad ni orgullo, tan sólo una esclava entregada en mis brazos.

Me levanté y ella quedó a mis pies, encadenada, sobre la sangre de eslín.

Cogí el hacha de Torvaldsland y me quedé de pie mirando a la esclava.

Ella alzó los ojos hacia mí. Tenía la rodilla alzada y sacudió la cabeza. Cogió el collar con las manos y lo apartó un poco de su cuello.

—Por favor, no me mates, amo —me dijo—. Soy tu esclava.

Bajé el hacha, sosteniéndola ante mí con las dos manos. Y la miré con enfado.

Ella relajó el cuerpo y se quedó quieta sobre la sangre, aterrorizada. Puso las manos en el suelo, con las palmas hacia arriba. Las palmas de las manos de una mujer son suaves y vulnerables, y ella las exponía ante mí.

Yo no levanté el hacha.

Oí sonar la campana de la gran sala, y luego unos pasos en el pasillo.

—Ha amanecido —dije.

Thurnock apareció en la puerta de la habitación.

—Ha llegado un mensaje de la casa de Samos —dijo—. Quiere hablar contigo.

—Prepara el barco —respondí. Iríamos hasta su casa a través de los canales.

—Sí, capitán.

Dejé el hacha a un lado. Me lavé con el agua de un recipiente y me puse una túnica limpia. Me abroché las sandalias.

La chica no dijo nada.

Alcé una espada sobre mi hombro izquierdo, una hoja admirable.

—No me has dejado atarte las sandalias —dijo la esclava.

Cogí la llave del collar, me acerqué a ella y lo abrí.

—Tienes tareas que atender —le dije.

—Sí, amo. —De pronto se abrazó a mis rodillas, gimiendo arrodillada y mirándome—. Perdóname, amo —gritó—. ¡Me engañaron! ¡Me engañaron!

Bajó la cabeza hasta mis pies y me los besó. Luego alzó los ojos hacia mí.

—Si hoy no te complazco, amo, hazme empalar.

—Lo haré.

Me di la vuelta y me marché.

2. EL MENSAJE DEL ESCÍTALO

—La arrogancia de los kurii puede significar su ruina —dijo Samos.

Se sentaba con las piernas cruzadas junto a la baja mesa sobre la que había pan caliente, fresco y amarillo, vino negro y brillante, tajadas de bosko asado, huevos de vulos y pasteles con crema y natillas.

—Es demasiado fácil —dije yo. No podía hablar claramente con la boca llena.

—Para ellos esta guerra es un juego. —Me miró sonriente—. Lo mismo que parece ser para algunos hombres.

—Tal vez para algunos —dije—. Para aquellos que son soldados, pero no para los kurii en general. Creo que su compromiso en estas materias es muy serio.

—Me gustaría que todos los hombres fueran tan serios —dijo Samos.

—Una vez los kurii, al menos parte de ellos, estuvieron preparados para destruir Gor, para abrirse camino hacia la Tierra, un mundo con el que seguramente no mostrarían clemencia. El deseo de cometer tal acción no va bien con la noción de bestias vanas y orgullosas —dije yo.

—Es extraño que hables de bestias vanas y orgullosas.

—No entiendo.

—Supongo que no. —Samos bebió vino negro de su copa. Yo no le apremié a que aclarara su aserto. Parecía divertido.

—Creo que los kurii son demasiado listos, demasiado retorcidos, demasiado decididos —dije— para que se los subestime en estos asuntos. El mensaje que han enviado podría no ser más que una burla, una trampa para distraer nuestra atención.

—¿Pero podemos correr ese riesgo? —preguntó Samos.

—Tal vez no —respondí. Cogí un trozo de carne con el tenedor turiano que se usaba en casa de Samos.

Samos sacó de su túnica una cinta de seda, como la que usan las esclavas para recogerse el pelo. Parecía cubierta de marcas sin significado. Le hizo un gesto a un guardia.

—Traed a la chica.

Hicieron entrar en la sala a una chica rubia, vestida con una corta túnica de esclava.

Estábamos en la gran sala de Samos, donde ya habíamos celebrado muchos banquetes. Era la sala del gran mapa de mosaico incrustado en el suelo.

La chica no parecía una esclava, cosa que me divirtió.

—Habla una lengua bárbara —dijo Samos.

—¿Por qué me habéis vestido así? —preguntó ella. Hablaba en inglés.

—Yo la entiendo —dije.

—Tal vez eso no sea una casualidad —dijo Samos.

—Tal vez no.

—¿Ninguno de vosotros puede hablar inglés, estúpidos? —dijo ella.

—Yo puedo comunicarme con ella, si lo deseas —le dije a Samos.

Asintió.

—Yo hablo inglés —le informé a la chica en aquella intrincada y hermosa lengua.

Pareció atónita. Luego comenzó a gritar llena de furia, bajándose los bordes de la túnica que llevaba, como queriendo cubrir un poco más sus piernas, que eran preciosas.

—No me importa ir vestida así —dijo. Se apartó con enfado del guardia y se irguió ante nosotros—. No me han dado zapatos. ¿Y qué significa esto? —preguntó alzando la anilla de hierro que habían fijado en torno a su cuello. Tenía el cuello suave, blanco, adorable.

Samos le tendió la cinta del pelo a un guardia haciendo un gesto hacia la chica.

—Póntelo —le dijo en goreano.

Yo repetí la orden en inglés.

—¿Cuándo me dejarán marcharme?

Mirando a Samos a los ojos, cogió de malos modos la cinta y se ató el cabello. Enrojeció sabiendo que al levantar las manos hasta el pelo elevó la línea de sus hermosos pechos que poco cubría su atuendo. Luego se irguió de nuevo ante nosotros, enfadada, con la cinta en el pelo.

—Así vino hasta nosotros —dijo Samos—, excepto que vestía extraños atuendos bárbaros. —Le hizo una señal a un guardia que dejó sobre la mesa un fardo de vestimentas. Vi que eran unos pantalones de un material azul parecido al dril y una camiseta de manga larga. También había una camisa blanca muy fina de manga corta. Si no hubiera sabido que las ropas eran de aquella chica, en seguida las hubiera reconocido como pertenecientes a un hombre terrícola. Eran ropas de hombre.

La chica intentó avanzar, pero los dos guardias que había a su lado se lo impidieron cruzando las lanzas.

También había un par de zapatos planos, marrones con cordones oscuros. Tenían un corte masculino, pero eran demasiado pequeños para un hombre. Miré los pies de la chica. Eran pequeños y femeninos. Sus pechos y sus caderas también indicaban que era una mujer, y muy bonita. Las ropas de esclava hacen que a una mujer le sea muy difícil camuflar su sexo.

También había un par de calcetines azules.

—Aunque intentabas disfrazarte de hombre —le dije—, ya veo cuáles eran las prendas interiores que usabas.

—No sé de qué me estás hablando.

—Mira —dije—. Llevas una ropa femenina, y que proclama tu femineidad, y no se te permitirá vestir de otra forma.

—Devuélveme mis ropas —pidió.

Samos hizo un gesto a un guardia, que ató el fardo de ropa dejándolo sobre la mesa.

—Ya ves cómo venía.

Se refería a la cinta del pelo.

—Dame la cinta —dijo Samos. Lo dijo en goreano, pero no hubo necesidad de traducción. Samos extendió la mano, y ella alzó los brazos, volviendo a sonrojarse, se soltó la cinta del pelo y se la tendió a un guardia que a su vez se la entregó a Samos. Vi cómo miraba el guardia a la chica y sonreí. Apenas podía esperar a llevarla a los corrales. Ella, todavía una chica iracunda de la Tierra, ni se dio cuenta.

—Trae la lanza —le dijo Samos a un guardia. Uno de los guardias le dio su lanza.

—Naturalmente es un escítalo —dije.

—Sí —dijo Samos—, y el mensaje está en goreano.

Samos me había dicho cuál era el mensaje, y ya lo habíamos discutido con anterioridad. De todas formas resultaba curioso verlo enroscado en la lanza. Originalmente, mientras se prepara, la cinta del mensaje se enrolla diagonalmente en torno a un objeto en forma cilíndrica, y luego se escribe el mensaje en líneas paralelas sobre el cilindro. De modo que el mensaje se lee en la cinta así doblada. Pero cuando la seda se estira el mensaje desaparece para convertirse en una serie de garabatos, que son trazos partidos de las letras. El mensaje se reconstruye doblando la cinta en torno a un objeto cilíndrico de las mismas dimensiones que el que se utilizó a la hora de escribirlo. Entonces aparece el mensaje legible y claro. Pero aunque el hecho de tener que doblar la tela con las mismas dimensiones que se emplearon en la escritura del mensaje implica cierta seguridad, sin embargo, la principal seguridad no radica ahí. Después de todo, en cuanto uno reconoce una cinta o un cinturón o un trozo de tela como un escítalo, no es más que cuestión de tiempo el encontrar un objeto con las dimensiones adecuadas en torno al cual enrollar la tela y leer el mensaje. Y además se puede usar al efecto un rollo de papel o de goma que puede irse estrechando o ensanchando hasta descubrir el mensaje. La seguridad reside no en la claridad del mensaje, sino en ocultarlo, en que no se lo pueda reconocer como tal. Un individuo cualquiera jamás sospecharía que en los dibujos aparentemente incoherentes de la cinta de una chica se esconde un mensaje que puede ser fatal.

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