«¿Por qué no colgar una pancarta de las ventanas para anunciarlo?».
Se arrancó un padrastro de la uña casi de cuajo e inhaló aire entre los dientes.
—De acuerdo —le dijo a Helda mientras miraba la gotita de sangre que se hacía más grande en el dedo—. Hoy, un ciudadano que conozco fue arrestado por un asesinato que no había cometido. Ha sido absuelto. Después Po lo trajo aquí para que hablara con él.
—Lo vi cuando entró, majestad, antes de que el príncipe Po me mandara ir a mi cuarto y me dijera que me quedara allí —comentó Helda con severidad—. Su aspecto era el de un rufián incorregible. Y cuando empezó a gritarle a usted y salí de mi cuarto para hacerle entrar en razón, el príncipe Po volvió a ahuyentarme.
—Se llama Zafiro —continuó Bitterblue, que tragó saliva con esfuerzo—, y, hasta que no me vio hoy en la Corte Suprema, no descubrió que yo era la reina. Le había dicho que trabajaba en las cocinas.
—Comprendo. —El ama entrecerró los ojos.
—Es un amigo, Helda —dijo Bitterblue, desesperada—. Pero al marcharse robó la corona.
Acomodándose con más firmeza en la silla, Helda repitió con sequedad:
—Comprendo.
—No puedo ver con los ojos —le dijo entonces Po, quizás un poco de improviso; se pasó los dedos por el cabello revuelto—. Creo que el resto ya lo has deducido, pero si quieres saber toda la verdad te diré que perdí la vista hace ocho años.
Helda abrió la boca y luego la cerró.
—Percibo cosas —continuó Po—. No solo pensamientos, sino objetos, cuerpos, fuerza, impulso, el mundo a mi alrededor, y por ello mi ceguera, la mayor parte del tiempo, no es el obstáculo que representaría en otras circunstancias. Pero esa es la razón de que no pueda leer. No veo colores; el mundo es un cúmulo de formas grises. El sol y la luna están demasiado lejos para percibirlos y no veo la luz.
Todavía moviendo la boca, Helda buscó en el bolsillo y sacó un pañuelo que le pasó a Bitterblue. A continuación sacó otro pañuelo y empezó a doblarlo con precisión, como si igualar esquina con esquina fuera la tarea más crucial del día. Cuando lo apretó contra los labios y después se enjugó los ojos, Po inclinó la cabeza.
—En cuanto a la corona —continuó tras aclararse la garganta—, al parecer se dirigían hacia el este, quizás en dirección a los muelles de la plata, antes de que los perdiera.
—¿Fuiste a la imprenta?
—No sé dónde está, Bitterblue. Nadie ha pensado su ubicación en el mapa para transmitírmelo. Hazlo e iré ahora.
—No, iré yo.
—Te aconsejo que no lo hagas.
—Tengo que ir.
—Bitterblue, te aconsejé que no te reunieras con él la primera vez y te robó la corona —dijo Po, que empezaba a perder la paciencia—. ¿Qué crees que hará la segunda vez?
—Pero si lo sigo intentando…
—¿Mientras yo espero fuera, preparado para intervenir y encubrirte cuando a él… no sé, digamos que se le meta en la cabeza sacarte a rastras a la calle y empezar a gritar que el chico de la caperuza es en realidad la soberana del reino? ¡No tengo tiempo para eso, Bitterblue, y tampoco la energía necesaria para desembrollar tus enredos!
Blancos los labios, Bitterblue se puso de pie.
—¿Tengo yo, pues, que dejar de desembrollar tus enredos también, Po? ¿Cuántas veces he tenido que mentir por ti? ¿Cuán a menudo me mentiste tú en los primeros años de habernos conocido? Tú, que eres inmune a tus propias mentiras. Qué incómodo debe de ser tener que complicar tu tranquilidad por mentir a favor de otros.
—A veces eres cruel hasta lo indecible —respondió Po con amargura.
—Sientes tanta compasión por ti mismo que lo compensa de sobra —replicó ella—. Tú, más que nadie, tendrías que comprender mi necesidad de conseguir que Zaf me perdone. Lo que le he hecho se lo haces tú a todos constantemente. Ayúdame o no lo hagas, pero no me hables como si fuera una niña que va por ahí al buen tuntún creando problemas. En mi ciudad y en mi reino están ocurriendo cosas que ni te imaginas. —Volvió a sentarse, de repente deprimida y desanimada—. Oh, Po —exclamó, hundiendo la cara en las manos—, lo siento. Por favor, aconséjame. ¿Qué debería decirle? ¿Qué dices tú cuando le has hecho daño a alguien con una mentira?
Po permaneció callado unos instantes. Luego, dando la impresión de estar riendo entre dientes, con pesar, susurró:
—Me disculpo.
—Sí, eso ya lo he hecho. —Bitterblue repasó mentalmente la horrible conversación sostenida con Zaf. Y volvió a repasarla una segunda vez. Miró a Po, consternada—. Oh, no le pedí perdón ni una sola vez.
—Debes hacerlo —dijo Po, ahora con suavidad—. Aparte de eso, tienes que contarle la verdad de todo lo que puedas. Habrás de asegurarte, por los medios que sean necesarios, de que no lo utilice para arruinarte la vida. Y entonces tendrás que dejarle que se ponga tan furioso como quiera. Eso es lo que hago yo.
«Así pues, he de sumergirme en mi culpabilidad y en el odio de una persona de la que me he encariñado».
Bitterblue se miró las uñas y las cutículas estropeadas. Empezaba a entender mejor —muchísimo mejor— las crisis de Po. Se inclinó hacia él y recostó la cabeza en el hombro de su primo. Po la rodeó con el brazo aún mojado y la ciñó contra sí.
—Helda, ¿durante cuánto tiempo crees que podremos mantener en secreto que falta la corona? —preguntó Bitterblue.
El ama frunció los labios.
—Bastante —afirmó con un fuerte cabeceo—. No preveo que alguien piense en la corona hasta la visita de su tío, ¿no cree, majestad? En estos aposentos solo entramos sus espías, sus criados, sus amigos del Consejo y yo, y de todos ellos solo hay una o dos criadas de las que no acabo de fiarme. Prepararé algo y echaré por encima del cojín un paño para que dé la impresión de que no falta nada.
—No olvidéis que eso depende también de Zaf —intervino Po—. Es muy capaz de propagar por toda la ciudad a través de diversos medios la noticia de que tu corona no está donde debería, Bitterblue, y mucha gente nos vio a él y a mí de camino hacia tus aposentos después del juicio.
Bitterblue suspiró. Suponía que era la clase de idea que se le ocurriría si estaba lo bastante furioso.
—Tenemos que descubrir quién lo implicó en el asesinato —dijo.
—Sí —convino Po—. Esa es una cuestión importante. Déjame que vaya a hablar con él sobre la corona, ¿vale? Por favor. Veré si puedo descubrir también algo sobre ese montaje para tenderle la trampa. Y creo que también debería hablar con el falso testigo, ¿no te parece?
—Sí, de acuerdo. —Bitterblue se apartó de él con un suspiro—. Me quedaré aquí. Hay algunas cosas sobre las que tengo que pensar. Helda, ¿querrás por favor seguir ahuyentando a mis consejeros?
En su dormitorio, Bitterblue paseaba de un lado para otro.
«¿De verdad que Zaf puede creer, sinceramente, que estoy detrás del intento de silenciar a los buscadores de la verdad? ¿Que yo estoy detrás de todo ello? ¿Yo, que he corrido con él por los tejados? ¿Yo, que llevé a Madlen para que los ayudara? ¿De verdad puede pensar…?».
Entumecida, se sentó en el baúl y empezó a quitarse las horquillas.
«¿De verdad puede pensar que quiero que le sobrevengan desdichas?».
Se frotaba el cuero cabelludo para darse un masaje, dejándose el pelo recién suelto revuelto como un nido de pájaros, cuando al hacerse la última pregunta se encontró en un aterrador callejón sin salida. No tenía control sobre lo que Zaf pensaba.
«Dijo que no era consciente de lo que había hecho ni de lo encumbrada que estoy en el mundo. Que lo excluía. Dijo que jamás habíamos sido amigos, que nunca habíamos sido iguales».
Fue hacia el tocador donde se sentaba cuando Helda le arreglaba el pelo, echó las horquillas en un cuenco de plata y lanzó una mirada iracunda al espejo. Debajo de los párpados se le marcaban ojeras hundidas, como moretones, y su frente, todavía en carne viva por el ataque de la noche anterior, tenía un color purpúreo de aspecto horrible. Tras ella se reflejaba la enormidad del cuarto, la cama —lo bastante alta y grande para servir de mesa de comedor para sus amigos—, las paredes plateadas, doradas y escarlata. El oscuro techo salpicado de estrellas.
«Raposa o alguna otra persona debe de limpiar las telarañas —pensó—. Alguien debe de ocuparse de esa hermosa alfombra».
Bitterblue pensó en la imprenta, desordenada y luminosa. Pensó en la vivienda de atrás, lo bastante pequeña para caber en su dormitorio, con paredes limpias y suelos de madera toscamente desbastada. Miró en el espejo la bata de seda gris claro, cortada a la perfección, confeccionada de forma primorosa, y pensó en la ropa más tosca de Zaf, los sitios donde el borde de las mangas estaba deshilachado. Recordó lo encariñado que estaba con el reloj de bolsillo de oro de Leck. Recordó la gargantilla que ella había empeñado sin pensarlo dos veces, sin importarle apenas cuánto dinero sacaría por ella.
No creía que fueran pobres. Tenían trabajo, tenían comida, celebraban fiestas. Pero suponía que ella tampoco sabría identificar la pobreza si la viera. ¿O sí? Y si no eran pobres, ¿qué eran? ¿Cómo funcionaba lo de vivir en la ciudad? ¿Pagaban alquiler? ¿Quién decidía lo que costaban las cosas? ¿Pagaban impuestos a la corona que les eran gravosos?
Sintiéndose un tanto incómoda, Bitterblue regresó junto al baúl de su madre, se sentó y se obligó a ahondar un poco más en la pregunta de cómo, exactamente, lo había excluido. ¿Y si la situación fuera al contrario? ¿Y si fuera ella la plebeya y hubiera descubierto que Zaf era el rey? ¿La habría dejado excluida?
Casi le resultaba imposible concebir semejante situación. De hecho, era de todo punto absurdo. Pero entonces empezó a preguntarse si su incapacidad de imaginárselo siquiera tenía que ver con estar demasiado arriba para ver algo tan bajo, como Zaf había dicho.
Por alguna razón, le venía una y otra vez el recuerdo de la noche en que Zaf y ella habían tomado una ruta a lo largo de los muelles de la plata. Habían hablado de piratas y de cazadores de tesoros, y habían pasado deprisa frente a los imponentes barcos de la reina. Los barcos estaban protegidos por sus excelentes soldados, que guardaban la plata destinada a su tesorería, su fortaleza de oro.
Cuando Po entró al dormitorio pasado un largo rato, aún más empapado que la vez anterior y con la ropa manchada de barro, encontró a Bitterblue sentada en el suelo, con la cabeza entre las manos.
—Po —susurró al tiempo que alzaba la vista hacia él—. Soy muy rica, ¿no es cierto?
Su primo se acercó y se puso en cuclillas delante de ella, chorreando agua.
—Giddon es rico —contestó—. Yo soy sumamente rico, y Raffin lo es más. No hay una palabra para calificar lo que eres tú, Bitterblue. Y el dinero que tienes a tu disposición es solo una fracción de tu poder.
Bitterblue tragó saliva con esfuerzo.
—No creo que antes lo entendiera del todo —comentó.
—Sí. Bueno. El dinero hace eso. Uno de los privilegios de la riqueza es no tener que pensar nunca en ella. Y también uno de los peligros. —Rebulló y se sentó—. ¿Qué te pasa?
—No estoy segura —susurró Bitterblue.
Su primo permaneció sentado en silencio conformándose con esa respuesta.
—No parece que lleves encima la corona —comentó.
—La corona no está en la imprenta —informó Po—. Zaf se la pasó a los subordinados de un señor de los bajos fondos que dirige el mercado negro. Se hace llamar Fantasma y se cuenta que vive escondido en una cueva, si es que interpreté bien sus pensamientos.
—¿Dices que mi corona ya está en el mercado negro? —exclamó Bitterblue—. ¿Y cómo voy a exonerarlo ahora?
—Me ha dado la impresión de que Fantasma solo participa en la protección y custodia del objeto robado, Escarabajito. Aún tenemos posibilidades de recuperarla. No te desesperes tan pronto. Me trabajaré a Zaf, lo halagaré con una invitación a una reunión del Consejo o algo así. Cuando me marché se arrodilló, me besó la mano y me deseó que durmiera bien. Todo ello después de haberle acusado de incurrir en robo al tesoro real.
—Qué gratificante ha de ser para ti que solo sea a la nobleza monmarda a la que odia —comentó con acritud.
—También me odiaría a mí si le hubiese partido el corazón —contestó Po con suavidad.
Bitterblue alzó la cara hacia él.
—Entonces, ¿es que le he partido el corazón, Po? ¿Es eso lo que he de creer?
—Esa pregunta has de hacérsela tú, tesoro.
Bitterblue se fijó en que su primo estaba tiritando. Más que eso: vio, al observarlo con más detenimiento, un brillo en los ojos que le hizo tocarle la cara.
—¡Po! ¡Estás ardiendo! ¿Te sientes bien?
—A decir verdad, me siento como si tuviera las tripas de plomo. ¿Crees que tendré fiebre? Eso explicaría por qué me he caído.
—¿Te has caído?
—Mi don tiende a distorsionar las cosas cuando tengo fiebre, ¿sabes? Sin la vista, resulta desorientador. —Se llevó las manos a la cabeza con gesto abstraído—. Creo que he caído más de una vez.
—Estás enfermo —dijo Bitterblue, preocupada, y se puso de pie—. Te he enviado dos veces a la calle bajo la lluvia, y he provocado que te cayeras. Ven, te llevaré a tus aposentos.
—Helda está intentando hallar el modo de llegar a la conclusión de que el hecho de estar ciego explica lo que ella considera una terquedad de Katsa y mía de no tener hijos —dijo de forma imprevista.
—¿Qué? ¿De qué diantres hablas? Eso no tiene sentido en absoluto. Levántate.
—Para ser sincero, a veces no soporto oír los pensamientos de la gente —dijo de una forma un tanto errática—. La gente es ridícula. Por cierto, Zaf no miente en cuanto a su gracia. Ignora cuál es.
«Me repitió tantas veces que nunca me mentía… Supongo que no quería creerle».
—Po. —Tomó las manos de su primo y tiró de él echándose hacia atrás hasta convencerlo de que se levantara—. Voy a llevarte a tu dormitorio y pediré que te vea un sanador. Necesitas dormir.
—¿Sabías que Tilda y Bren viven como pareja y quieren que Teddy les ayude a tener un hijo? —preguntó.
Se balanceó y dio un respingo, como si no recordara cómo había llegado hasta allí. Aquello era demasiado sorprendente para comentarlo.
—Haré que te vea Madlen —dijo Bitterblue con voz severa—. Anda, vamos.
Para cuando Bitterblue regresó a sus aposentos, la luz del día empezaba a desvanecerse. El cielo estaba de color púrpura, como uno de los ojos de Zaf, y la sala de estar brillaba con las lámparas que Helda se había encargado de encender. En su dormitorio, encendió las velas ella misma, se sentó en el suelo junto al baúl de su madre y pasó los dedos por las tallas de la tapa.