Authors: Jane Yolen
Jenna sonrió. Luego, muy lentamente y con gracia, retiró su mano.
—Gracias —les dijo simplemente a los aldeanos—. Por todo.
Saludó con un movimiento de cabeza al rey, a Piet, a Petra y a los muchachos y se dio la vuelta. Carum la siguió.
—No te preocupes —le susurró cuando llegaron a la puerta—. Estoy detrás de ti.
Equivocaron la dirección en los oscuros pasillos y tuvieron que retroceder.
—Esto es peor que la Congregación —se quejó Carum.
Recordando a qué Congregación se refería y lo que había encontrado allí a su regreso, Jenna no dijo nada. Ninguna de las puertas del pasillo le resultaba familiar.
Cualquiera de ellas me servirá, pensó. Lo único que quería era alejarse de todos aquellos ojos que la miraban.
—¡Ésa! —dijo de pronto, señalando una.
Traspusieron la puerta y se encontraron dentro de una gran habitación. A través de las ventanas que se asomaban a la gran escalinata, se filtraba un poco de luz. Jenna comprendió que se encontraban en uno de los salones del concejo, ya que había una mesa de madera rodeada por muchas sillas. A ambos lados del salón había más sillas y varios sillones. Jenna se sentó en uno de ellos y suspiró profundamente.
—¿Qué haría sin ti, Carum?
—Espero que nunca llegues a averiguarlo —respondió él rápidamente.
—No me respondas con juegos de palabras. No soy uno de tus seguidores Garunianos ni tampoco un mercachifle de New Steading.
—Yo no juego contigo, Jenna.
—Todos vosotros los Garunianos lo hacéis. Tu hermano es el peor de todos.
—¿Y tú no lo haces? —Su acostumbrada voz suave se había endurecido.
—No. Nunca.
—Entonces cuéntame qué juego no estabas jugando esta tarde cuando fuiste hacia mi hermano.
Ella alzó la vista. Él sólo era una sombra oscura que se alzaba sobre ella en la habitación. No podía ver su rostro.
—No fui hacia él —protestó Jenna, mientras volvía a sentir esa mano fría bajo la suya, la dureza de hierro de sus dedos.
—Yo te vi.
—Me obligó. No me soltaba.
—Hace poco, en el comedor, no te resultó tan difícil retirar tu mano de la mía.
—Tú me lo permitiste. No me forzaste.
—Yo nunca te forzaría.
—Entonces, ¿por qué estamos discutiendo? —Jenna estaba verdaderamente confundida, pero recordó algo que él le había dicho cuando se conocieron... semanas, meses, años atrás... y comprendió lo que ocurría—. Estás celoso. De eso se trata. Son celos. —Esperaba que él lo negase.
Carum se sentó a su lado en el sillón.
—Es verdad. Lo admito. Me siento terriblemente celoso. —Su voz había vuelto a ser suave.
—¿Y qué hay de ese roble? —bromeó Jenna—. ¿Qué hay de ese abedul? ¿Los árboles que aguardan sienten celos?
Él también se rió.
—De cada soplo de brisa. De cada pájaro que pasa volando. De cada ardilla en una rama y de cada zorro en su cueva. De cualquier cosa capaz de acercarse a ti.
Jenna extendió la mano en la oscuridad hasta hallar su rostro. Aun sin verlo, pudo sentir que tenía el ceño fruncido. Su expresión era aquella que adoptaba cuando estaba pensando. Jenna le masajeó la frente con dos dedos.
—¿En qué piensas?
—En cuánto te amo a pesar de las muertes que se interponen entre nosotros.
—Calla —susurró ella—. No ensucies tu boca con esas muertes. No pienses en el Sabueso. No pienses en el Toro. No recuerdes a Catrona ni a las mujeres de las Congregaciones. No debemos permitir que su sangre se interponga entre nosotros.
Comprendió que no había dicho nada respecto a la otra palabra, amor, y se preguntó si él también lo habría notado.
—He visto muchas más muertes que tú, Jo-an-enna. No puedo evitar pensar en ellas. No puedo evitar pensar en mi participación en ellas.
Y se calló para entregarse a sus caricias.
Durante un largo momento, los dedos de Jenna sobre su frente fueron el único contacto entre ambos. Luego, él alzó las manos y encontró su rostro en la oscuridad. Lentamente, comenzó a soltarle el cabello. Jenna no se movió hasta que su larga cabellera cayó como una cascada sobre sus hombros, esparciendo el olor del viento y del camino.
Jenna debió hacer un esfuerzo para acordarse de respirar y, entonces, de alguna manera, estuvo junto a él y sus bocas se unieron en un beso. Se hallaban tendidos en el sillón, envueltos en su cabellera.
Ella sintió que debía entregarle algo, un obsequio especial, pero no pudo pronunciar la palabra amor.
—Mi verdadero nombre —susurró al fin—, es Annuanna. Annuanna. Nadie lo sabe con excepción de mi Madre Alta, de mi hermana sombra y de ti.
—Annuanna —murmuró él con dulce aliento en su boca.
Después, labio con labio y lengua con lengua, sin jamás pronunciar la palabra amor, aprendieron sobre él mucho más de lo que Jenna había oído o Carum había descubierto en sus libros. Y lo aprendieron juntos durante gran parte de la noche.
Los tabúes sexuales de los antiguos Garunianos y de los habitantes de los Valles difieren tanto que resulta muy difícil encontrar alguna coincidencia. Los Garunianos tenían una sociedad sofisticada y habían hecho suyas las costumbres sexuales de sus vecinos del Continente, tanto las heterosexuales como las homosexuales. Para la época en que conquistaron el reino isleño de los Valles, habían pasado por varios períodos barrocos, alternando modas orgiásticas y célibes.
En el Continente existen fuentes que nos proporcionan gran evidencia sobre esto. (Ver primer trabajo de Doyle, su tesis de doctorado: ¿Prácticas Amatorias, Votos Obligatorios”, que más tarde se convertiría en el conocido libro “Yo lo hago, nosotros lo hacemos: O lo que hacían los Garunianos”.)
Pero después de la conquista de los Valles, sabemos muy poco, por lo cual debemos conformarnos con suposiciones. Con gran sensatez, Doy le presume que practicaban el concepto de matrimonio grupal, tan popular en el Continente por aquellas épocas, y que lo llevaron consigo al atravesar la Bahía de Todas las Almas. Nuevamente, con notable sensatez, plantea la hipótesis de que la poligamia permitía a los nobles Garunianos casarse con su propia jerarquía y con las clases superiores de los Valles: un rey podía tener cinco esposas de ambas sin violar el estricto código de ética sexual vigente en los Valles.
Como en aquellas épocas los habitantes de los Valles eran matriarcales (ver el brillante trabajo de Cowan: “Madre e hijo: Cómo se transmitían los títulos en el linaje de los Valles” Anuario demográfico, ediciones de la Universidad de Pasden, n°. 58), todo el dinero, tierras y títulos se heredaban por línea materna, por lo que la conquista de los patriarcales Garunianos debe de haber significado todo un desafío. Incluso existen pruebas de que los habitantes de los Valles no comprendían el papel del hombre en la creación de los niños y de que creían en alguna extraña forma de clonación femenina, “Las gemelas del espejo” que a Magon tanto le agrada investigar, (Diana Burrow-Jones descubre esta actitud en su capítulo “La confusión del padre”, en la Enciclopedia de los Valles.)
Por más difícil que haya resultado el cambio en la psiquis de los Valles, es evidente que las cosas se desarrollaron con una relativa fluidez durante cuatrocientos años. Los reyes Garunianos tomaban esposas de los Valles, manteniendo con ellas una cuidadosa abstinencia, pero logrando de este modo un lazo con las tribus de los Valles. Las esposas de los Valles recibían el título de sacerdotisas y se constituían en madres honorarias; o Madres Alta, según afirman Sigel y Salmón, a pesar de que sus pruebas son bastante fragmentarias.
Por supuesto que Magon, con sus habituales saltos en el vacío, trata de probar que muchos de los últimos reyes (en especial Oran, padre de Langbrow, y el mismo Langbrow) mantenían relaciones sexuales con sus esposas de los Valles, produciendo descendencia. Como prueba, cita algunas rimas antiguas y bastante rudimentarias, incluyendo la conocida:
Cuando Langbrow su lezna introdujo
Para un bebé de madera tallar
Que de abedul y de roble
Hecho estaba sin dudar.
Al igual que la amorosa dedicatoria escrita a mano (por la mano de quién es algo que desconocemos) en la única copia existente que poseemos del Libro de Batallas de Langbrow: “Este librito es para ti, Annuanna, mi amor, mi luz.”
Pasando por alto el hecho de que la esposa Garuniana de Langbrow se llamaba Jo-el-ean (la escandalosa Jo-el-ean que se negó a sentarse junto a su esposo, provocando de este modo la caída de su reino y el oprobio), el nombre Annuanna, a pesar de su terminación femenina, ha sido considerado desde hace mucho como nombre masculino, una abreviación de Annuannatan. Si la dedicatoria fue realmente escrita por Langbrow, tiene más sentido que dedicara el Libro de Batallas a un amigo varón; Annuannatan sólo puede ser su amante homosexual, su compañero del ejército. Si el doctor Magon hubiese realizado una investigación más profunda, ahora no estaría haciendo un papel ridículo en los círculos eruditos.
Pasaron dos días antes de que abandonaran New Steading, ya que se necesitó todo ese tiempo para reunir y equipar a doscientos jóvenes. En realidad fueron doscientos treinta y siete, entre ellos el hijo mayor del alcalde. Y se repartieron ropas nuevas entre los hombres que ya seguían al rey, al igual que docenas de lanzas y espadas donadas por los religiosos del pueblo. Carum estaba espléndido con su justillo y su calzón color vino, además de la vistosa camisa blanca con adornos dorados. El traje del rey era completamente dorado. Hasta Piet estaba resplandeciente, a pesar de que había elegido ropas verdes y pardas “para confundirse con el bosque”, según había murmurado, y agregó:
—El oro está bien para las ceremonias, mi señor, pero la guerra es algo completamente diferente.
Gorum se había echado a reír:
—Dondequiera que esté el rey, hay una ceremonia.
—Dondequiera que esté el rey, hay una guerra —intervino Carum, pero ellos lo ignoraron.
Jenna había rechazado las ropas nuevas, ya que sólo le ofrecían faldas de mujer y corpiños con adornos bordados. Sabía que le resultaría difícil cabalgar con faldas y suponía que las cuentas del corpiño se engancharían en las malezas y dejarían un rastro fácil de seguir. En lugar de ello cepilló sus viejas prendas y pidió aguja e hilo para remendar algunas roturas. No necesitaba estar elegante. En la guerra, se necesitaba contar con el equipo apropiado. Tal como Catrona le recordara durante su entrenamiento: “En Batalla, cualquier cosa es una espada.”
Sin embargo, lo que sí aceptó fue el ofrecimiento de tomar un baño, y pasó más de una hora dentro de la tina. Su único pesar al sumergirse en el agua tibia fue que, con la primera enjabonada, desapareció el olor de Carum sobre su piel; aunque, cuando cerraba los ojos, podía recordar su aroma profundo y penetrante. Pensaba que podría reconocerlo en cualquier parte, sólo por ese olor. De todos modos, Jenna se entregó a la tibieza del agua que la envolvía. Durante el viaje debía conformarse con los arroyos y, a pesar de que estaba acostumbrada al agua helada y de que se lavaba concienzudamente cada vez que tenía ocasión, extrañaba los baños calientes de su Congregación. En realidad era el único aspecto de la civilización que realmente extrañaba.
¿Cuándo había tomado su último baño caliente? Parecía que había pasado una eternidad desde que ella y Petra lo hicieran juntas en la Congregación. En los Valles se decía: “Una eternidad no es distancia en absoluto.”
Pero Jenna sabía que la distancia existía. Sin duda algo había cambiado en Petra... y en Jenna. Ella y Carum habían salido de la sala de reuniones juntos de la mano, pero al trasponer la puerta principal, se habían soltado rápidamente y habían bajado a la plaza del pueblo completamente apartados el uno del otro.
Encontraron a Petra apoyada contra una pared, mordisqueando un trozo de pollo y con los ojos cerrados.
—¡Petra! —susurró Jenna.
Petra abrió los ojos lentamente, casi con renuencia.
—¿Y dónde estabais vosotros dos?
Carum se volvió y se marchó de pronto, sin siquiera intentar una explicación. Jenna se negó a seguirlo con la mirada.
—Vi que no comías —continuó Petra como si Carum nunca hubiese estado allí, como si no lo hubiera incluido en su acusación inicial— y guardé varias cosas en mi servilleta para que comieras más tarde; a pesar de que no me resulta fácil robar. Estoy entrenada para ser una Madre Alta. Y luego no pude encontrarte por ningún lado.
—Estaba... —comenzó Jenna, pero comprendió que no podía decirle nada a Petra. Nada.
Petra aún era una niña y, después de todo, ella ya no lo era. Los cambios se habían producido, de forma lenta y precipitada a la vez. Y Petra no los había compartido. Jenna se extrañó de que el cambio no se le notase a simple vista... en las mejillas, en los ojos, en la boca suavizada todavía por tantos besos. Extendió la mano y tomó el trozo de pollo.
—Gracias —le dijo—. Estoy muerta de hambre.
—No me extraña. Si los dioses no comen nuestra comida, están destinados a pasar hambre.
—Por lo general, no comen —corrigió Jenna—. Él dijo que por lo general.
Petra le ofreció el puerro, pero Jenna sacudió la cabeza, así que ella misma se lo comió.
—Quieren que me quede aquí.
—¿Quiénes?
—Todos. El alcalde... —vaciló.
—Tal vez debieras hacerlo —aventuró Jenna lentamente, horrorizada ante la idea.
—Dicen que las mujeres no deben ir a la guerra, que no somos fuertes como los hombres. Los aldeanos dicen eso.
—¿Y qué hay de mí? ¿Qué pasa con la Anna?
—Tú eres una diosa. Eso es diferente.
—Las mujeres de Alta deben estar donde deseen. Estamos entrenadas tanto para la guerra como para la paz.
—Sabía que dirías eso —Petra sonrió—. Y eso fue lo que les dije, eso y que la sacerdotisa de Alta debe cabalgar junto a la Anna. Después de todo, muchas mujeres han muerto para que tú puedas continuar tu viaje y yo contigo.
—No es por eso por lo que han muerto.
—Sabes a lo que me refiero.
—Continúa con tus rimas, eres más clara de ese modo.
Jenna se mordió el labio. ¿Cómo podía haber dicho algo tan cruel? Pero Petra se rió, sin comprender o sin prestar ninguna atención a su crueldad.
—Tienes razón, por supuesto. Si he de ser tu sacerdotisa, será mejor que hable de un modo claro... o completamente oscuro. ¡Pero de cualquier forma debo ser justa! —Le dio un abrazo a Jenna.