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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Brazofuerte (15 page)

BOOK: Brazofuerte
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El otro le estudió de arriba abajo, y por último abrió los ojos como platos.

—¡
Cienfuegos
! —exclamó en el colmo de la incredulidad—. ¡Dios Bendito! ¡No es posible!

—¡Lo es, maestro! Lo es, y a fe que volver a veros es la cosa más agradable que me ha ocurrido en mucho tiempo.

Se fundieron en un fuerte abrazo; el inconfundible abrazo de dos auténticos amigos que se encuentran después de tantas vicisitudes y que ambos imaginan que el otro ha desaparecido del mundo de los vivos para siempre.

—¡Santo Cielo! —farfulló el de Santoña—. En lo que se ha convertido aquel loco grumete que trepaba como un mono por las jarcias. ¿Pero y tu pelo? —quiso saber—. ¿Qué has hecho de aquella increíble melena roja?

—Teñida está, pues por confusos avatares de la vida, no conviene en estos momentos que se sepa quién soy, ni en qué negocios ando.

—¿Y
Doña Mariana Montenegro
? ¿La encontrasteis?

—Ella fue quien me encontró.

—¿Dónde está?

El gomero hizo un leve gesto hacia la negra silueta de «La Fortaleza» que se hallaba a tiro de ballesta.

—Presa la tiene la Inquisición falsamente acusada de brujería.

—¿De brujería? —se asombró el piloto—. ¿Cómo así? ¿Quién se atreve a insinuar tal cosa de la mujer más dulce y piadosa que ha pisado esta isla?

—Es una larga historia.

—Nada hay en este mundo, por grandes que sean mis pesares, que me interese más que lo que le pueda acontecer a
Doña Mariana
y buscar la forma de ayudarla.

Almorzaron juntos en la «Taberna de Los Cuatro Vientos», y entre plato y plato el canario puso al corriente a su primer maestro de una pequeña parte de cuanto le había ocurrido desde el día en que se separaron, en el Fuerte de la Natividad, hacía ya poco más de nueve años.

—¡Inaudito! —admitió el cartógrafo al final del somero relato—. Tras haber atravesado cuatro veces la Mar Océana creía haber tenido una vida agitada, y he aquí que mis aventuras apenas pueden ser consideradas juegos de niños comparadas con lo que me habéis contado.

—De la mayoría de las vuestras tenía conocimiento por
Doña Mariana
, que os admira y aprecia como a pocos, pero mi última noticia es que andabais de exploración con Alonso de Ojeda. Ingrid os echaba de menos y me hablaba de los dos a todas horas.

—¡El bueno de Ojeda! —suspiró De la Cosa—. Mucho hemos navegado juntos y espero que aún lo hagamos algún día. En Sevilla lo dejé buscando la forma de lanzarse de nuevo a conquistar fabulosos imperios, que es lo suyo. Jamás existió hombre más valiente y noble al que sin embargo la fortuna vuelva la espalda con más saña. Merece la gloria pero la gloria es una prostituta caprichosa que precisamente a él se le resiste.

—¿Y Vos cuándo habéis vuelto?

—Hace algún tiempo ya, aunque casi de incógnito me encuentro, pues sin ser tan fantástica mi historia, mejor me iría si Bobadilla no tuviese conocimiento de mi estancia en la isla.

—¿Acaso formabais parte de las huestes…?

—…de Rodrigo de Bastidas —concluyó la frase el marino asintiendo—. Y como imagino que sabréis que el Gobernador lo ha encerrado en esa misma «Fortaleza», escaso empeño tengo en que quienes me conocen le vayan con el cuento y me invite a seguir idéntico camino.

—¡Pero Vos sois Juan de la Cosa, el mejor cartógrafo del reino!

—¿Creéis que eso impresiona a quien cargó de cadenas al mismísimo Virrey de las Indias? ¡No tal! —El cántabro agitó la cabeza como para ahuyentar oscuros pensamientos—. O mucho me equivoco, o ese «meapilas» le ha tomado afición a encarcelar gente importante.

—¿Qué hizo Rodrigo de Bastidas?

—Ser justo, bondadoso y pacífico. Capitanes como él es lo que necesitaría la Corona, y no la partida de cretinos y ladrones que por lo general nos gobiernan. Recorrimos miles de leguas y tratamos a centenares de indígenas sin un solo incidente y ni aun el gesto de echar mano de las armas. ¡Hombre ese para tratar al más feroz de los salvajes! —exclamó admirado—. ¿Cómo es posible que un simple escribano de Triana que apenas había puesto el pie más allá de los arrabales de Sevilla, tenga tanta mano izquierda a la hora de tratar todo tipo de gente? Aún me cuesta entenderlo.

—Pues con Bobadilla encontró la horma de su zapato.

—Espero que no por mucho tiempo, aunque por lo que tengo oído, a ese cerdo tan sólo le hace cambiar de opinión el tintineo del oro.

—Corren rumores de que ya los Reyes han nombrado a un tal Ovando para sustituirle, y que llegará en cualquier momento.

—«Los barcos de palacio van despacio» —sentenció el otro sonriendo con tristeza—. Espero que el tal Ovando llegue a tiempo de salvar al bueno de Rodrigo.

—Veo que le apreciáis.

—Se lo ha ganado a pulso, pese a que cuando vino a buscarme al Puerto de Santamaría ganas me dieron de tirarlo de cabeza a un pozo. ¿Cómo podía atreverse a intentar contratarme como segundo, alguien que jamás había pisado la cubierta de un navío? ¡Un chupatintas! ¡Un escribano que probablemente había hecho su fortuna falsificando documentos! —Pareció reírse de sí mismo—. ¡La ira me duró cinco larguísimos minutos! A partir de ahí, caí en sus brazos.

—¿Por qué?

—Porque Rodrigo tiene toda la gracia de un trianero, unido al entusiasmo de un alcoyano y la capacidad de convicción de un parlanchín de feria. Cualquier doncella le entregaría su prenda más preciada si cometiera el error de permitirle pedírsela durante más de media hora, y he visto cómo poderosos caciques que no conseguían entender media palabra de lo que les contaba, se rendían a su carisma personal sin condición alguna.

—¡Sorprendente!

—La bondad rezuma por cada poro de su cuerpo, y es tan noble, justo y honrado, que no podríais por menos que confiarle el alma convencido de que acabaría colocándola a la izquierda de Dios Padre.

—Me gustaría conocerle.

—Y él a Vos. Tan sólo hay que esperar a que convierta a ese tal Bobadilla en su aliado.

—¡Difícil empresa se me antoja!

—Tiempo al tiempo.

—Confiemos en ello, aunque lo que no acabo de entender es cómo si son tales sus virtudes acabó de esta guisa.

—Caprichos de la suerte. —El piloto de Santoña bebió largamente de su jarra de vino, cosa a la que siempre había sido concienzudo aficionado, y tras secarse los labios con el dorso de la mano, inició su relato—: Salimos con buen tiempo de Sevilla —dijo—. Pusimos proa al Sudoeste, y tras una maravillosa travesía tocamos en Isla Verde y más tarde en las costas de Maracaibo, donde comenzamos a hacer rico acopio de perlas.

—Conozco bien la zona.

—Pues sabréis que la gente es pacífica, o al menos de esa forma nos recibió. Seguimos luego hacia el Oeste, descubrimos la desembocadura de un gran río, y un profundo golfo, el de Urabá, en el que los hombres se cubren el pene con un cilindro de oro.

—¿De oro? ¿Oro puro?

—El más puro que nunca viera anteriormente. —Chasqueó la lengua entusiasmado—. Hicimos magníficos negocios sin disparar un solo tiro, tan sólo con regalos y sonrisas, respetando sus costumbres y ellos las nuestras, sin mencionar ni a Cristo ni al pecado, y sin exigir que rindieran pleitesía a unos Reyes lejanos.

—No son ésas las órdenes de la Corona.

—Bastidas me convenció de que la Corona se equivoca. Hacer amigos es siempre mejor que hacer vasallos, y permitir que cada cual crea en el dios que más le plazca, preferible a imponerle misterios que están muy lejos de su sencillo entendimiento.

—Tal vez esté en lo cierto.

—A buen seguro lo está, y como prueba me remito a la ingente cantidad de riquezas que acarreamos, y los excelentes aliados que fuimos dejando a nuestro paso.

—¿Qué fue de esos tesoros?

—Tal como vinieron se marcharon. Estando en Urabá descubrí una mañana que los buques se pudrían por culpa de una «broma» que amenazaba con mandarnos a pique.

—¿La «broma»? —se asombró el canario—. Utilicé ese argumento para engañar a un capitán portugués que pretendía colgarme de una verga, pero jamás pude imaginar que en verdad fuera capaz de hundir navíos.

—¡Pues los hunde! Ya durante el primer viaje con el Almirante advertimos sus efectos, pero en esta ocasión nos atacó de tal forma, que los cascos se convirtieron en una especie de colador sin remedio posible. Y el culpable es un diminuto molusco que los nativos llaman «tartaza» y que se incrusta en la madera construyendo intrincadas galerías que revisten de una especie de barniz de caliza.

—¿Probasteis a combatirlos cubriéndolos de brea como en aquella otra ocasión?

—Demasiado tarde. La madera de estos buques debía ser muy de su agrado, pues pronto quillas y cuadernas se deshacían al tocarlas. En vista de ello aconsejé poner proa a Jamaica como primera escala para llegar aquí. —Bebió de nuevo—. ¡El viaje fue un infierno! Vientos contrarios y el agua penetrando como a través de un cedazo, con los hombres achicando hora tras hora y unas naves cada vez más pesadas. Sólo la Providencia sabe cómo pudimos alcanzar nuestra meta. —Hizo una corta pausa—. Al norte de Jamaica unos indígenas nos ayudaron a reparar los principales desperfectos, les regalamos cuanto aumentaba nuestro peso, y casi con el agua al cuello intentamos una última bordada hasta Xaraguá.

—Lástima, porque tengo entendido que al sudeste de Jamaica hay una pequeña colonia de españoles, y allí se esconde el barco de
Doña Mariana
.

—¡Buena cosa hubiera sido saberlo en su momento! —admitió el cartógrafo—, pero lo cierto es que tras cinco angustiosas jornadas, en las que rezar y achicar ocupó cada minuto de nuestro tiempo, avistamos Xaraguá justo cuando las naves se deshacían, mandando al fondo la mayor parte de cuanto habíamos conseguido en todo ese tiempo.

—¿A la vista ya de tierra?

—¡En plena costa! —admitió el otro—. Por fortuna pudimos salvar tres cofres de oro y perlas sin perder ni una vida humana, por lo que Rodrigo, con bastante buen criterio, y visto que el país es pobre, la selva espesa, y pocos los bastimentos, decidió dividirnos en tres grupos para intentar llegar hasta aquí con la menor hambre y dificultad posibles.

—Y aquí estáis al fin.

—Con el último grupo y a tiempo de saber que Bobadilla encarceló a Bastidas requisando nuestros bienes con la disculpa de que había estado negociando con los «indios» de la isla sin la debida autorización real. —Soltó un bufido—. ¡Como si cuando ves a tus hombres morir de hambre pudieses ir a pedir permiso a quien se encuentra a dos mil leguas de distancia!

—Pues si el Gobernador ha puesto sus zarpas sobre ese tesoro, podéis darlo por perdido. Maravedí que vuela, maravedí que atrapa.

—No si ese maravedí pertenece a Rodrigo de Bastidas —sentenció el cántabro—. Y me juego la parte que me corresponde en el reparto, a que ese endiablado trianero recupera la libertad y el oro utilizando su labia o su increíble astucia.

—Por vuestro bien lo espero.

—Tenedlo por seguro… —Fue a añadir algo, pero se interrumpió al advertir cómo se aproximaba la sonriente figura de un hombre de unos veinticinco años, estatura media, tez enrojecida por el sol, cabellos rubios y descuidada barba también rubia que tenía la extraña costumbre de morder continuamente con sus enormes dientes superiores—. ¡Vaya por Dios! —exclamó—. ¡Mira quién viene!

—¿Uno de los vuestros?

—El jerezano más loco, borrachín y pendenciero que hayáis conocido nunca. Valiente y buen soldado, aunque o mucho me equivoco o acabará colgando de una soga. ¡Acercaos! —le llamó con un gesto—. ¿Un vaso de vino?

—¿Sólo un vaso? —se lamentó el recién llegado—.

¿Por qué no una jarra y un pedazo de pan con queso que alivie mi hambre? —Soltó un reniego al que siguió una pícara sonrisa—. Anoche me desplumaron.

—¿Cartas?

—¡Dados! Hasta la espada quedó en prenda.

—¡Lógico en Vos! Permitid que os presente; mi buen amigo Guzmán Galeón, más conocido por
Brazofuerte
, y el tarambana de Vasco Núñez de Balboa, al que quizá deberíamos llamar
Gargantaseca
.

—¡
Bolsavacía
, más bien! —rió el jerezano—. Que no hay garganta seca si la bolsa está repleta. —Observó con curiosidad al gomero—. ¿
Brazofuerte
, decís?

¿Por ventura sois quien mata mulos a puñetazos?

—No es nada personal. Cuestión de negocios.

—¡Por Júpiter! —rió divertido el desaliñado personaje que se había apoderado de un mendrugo mordisqueándolo con fruición, y en quien resultaba imposible adivinar al futuro descubridor del océano Pacífico—. ¡Nada personal! ¡Ojalá tuviese un brazo que me permitiera escapar así de la miseria!

—Vuestra miseria os seguirá hasta la muerte a no ser que perdáis la fea costumbre de jugaros cuanto tenéis —sentenció «Maese» Juan de la Cosa, al tiempo que hacía un gesto al tabernero para que le sirviese algo de comer al famélico recién llegado—. ¿Qué planes tenéis para el futuro?

—¿Planes para el futuro? —se asombró el otro—. ¡Sobrevivir ya se me antoja difícil empresa en los tiempos que corren! Como no se organice pronto alguna expedición al «rescate» de oro o perlas, temo que acabaré en las minas. Por lo menos allí se come y aseguran que alguno se ha hecho rico.

—Olvidaos de las minas —le aconsejó el gomero—. Ignoro qué maldición esconden, pero todo el que entra en ellas, acaba loco.

Las famosas «Minas del Rey Salomón» constituían en verdad un mundo aparte en la isla, pues pese a que fuera por su causa por lo que la capitalidad se vio trasladada a Santo Domingo, los que extraían el oro obedecían sus propias leyes y se regían por curiosas costumbres, sin codearse con los capitalinos más que las noches sabatinas, en que bajaban en tropel a derrochar en vino, juego y mujeres la mayor parte de cuanto habían ido atesorando con infinitas fatigas y calamidades el resto de la semana.

Sabido era que la titularidad de tales minas pertenecía de hecho a la Corona, con un pequeño porcentaje que había que reservar al Almirante, la Iglesia, e incluso la administración interna de la isla, por lo que en definitiva tan sólo un tercio de cuanto conseguía arrancarle a la tierra quedaba en poder del minero, pero aun así para muchos significaba más de lo que hubieran soñado en conseguir en cien años de esfuerzo.

La fiebre del oro había aumentado además de forma notable desde el día en que un afortunado salmantino descubriera una pepita del tamaño de una hogaza de pan —la mayor de que se tenía noticias en la historia— y que el avispado Gobernador incautó de inmediato bautizando con el significativo nombre de
Doña Juana
, en honor de la excéntrica heredera del trono, confiando en que tal vez el ofrecimiento de tan prodigioso presente cuando retornase a la Corte, le devolvería parte de un favor real que sabía perdido.

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