Read Bruja blanca, magia negra Online

Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (60 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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Aun así, no estaba preparada para echarme a la carretera. Estaba muerta de preocupación por Ivy pero, probablemente, era justo que fuera así. Ella había estado preocupada por mí mientras estuve en el hospital. Rynn Cormel me había asegurado que se pondría bien, y tenía que creerlo. Los vampiros eran los rivales más cercanos de las banshees en lo que a fuerza se refiere, y disponían de un modo veloz para recuperarse después de un ataque: sangre para renovar su aura y azufre para revitalizar su fuerza.

Puse el coche en marcha y me dirigí lentamente hacia la salida, encendiendo el intermitente y parándome allí, aguardando a que hubiera un hueco entre los coches que pasaban. Mientras esperaba, se me ocurrió que probablemente aquel era el punto de inflexión de nuestra relación. Ivy era una vampiresa que aspiraba a ser algo más. O quizás, algo menos. Pero nunca podría llegar a ser lo que quería a menos que yo encontrara la manera de sacarle el virus. Ya fuera con la magia o con la medicina, tendría que hacerlo. Era posible que yo no consiguiera nunca convertirme en la persona que anhelaba ser, pero si tenía que ser un demonio, al menos me aseguraría de que Ivy sí fuera quien quería ser.

Tener que afrontar cosas como aquella era una verdadera mierda.

23.

La cocina de mi madre olía a estofado de ternera, pero ni eso, ni las galletas caseras que mamá estaba sacando del horno cuando entré habrían logrado mitigar mi preocupación por Ivy. Si la cena había sido agradable, no lo recordaba. Llevaba allí más de una hora y todavía no me había llamado nadie para informarme sobre Ivy. ¡Por el amor de Dios! ¿Cuánto tiempo se necesitaba para recuperar un aura?

Por si aquello no bastaba para estar de los nervios, en aquella casa había un manual arcano de nivel 800 que mi hermano intentaba ocultarme. Mi vida se estaba cayendo a pedazos y no pensaba marcharme de allí sin él. Quizás habría debido decírselo a mi madre y hacer que obligara a Robbie a dármelo, pero la última vez que lo había utilizado me había buscado un montón de problemas. Y ya tenía suficientes por aquella noche. Para dar y regalar. Hubiera bastado que me saliera un padrastro para que perdiera por completo los papeles.

Entregué a Robbie el último vaso y saqué los cuencos del lavavajillas. La bruja de ojos furtivos de encima del fregadero hacía tictac y desde el fondo de la casa oí a mi madre trastear en busca de algo. Me resultaba extraño estar allí, como cuando era pequeña. Yo fregaba los platos y Robbie los secaba. Evidentemente, ya no necesitaba subirme a una silla, y Robbie no iba vestido de
grunge
. Algunos cambios eran buenos.

Taconeando sobre los azulejos, mi madre entró con expresión de alegría. Me parecía tan satisfecha consigo misma que no pude evitar preguntarme qué estaría tramando, podía ser el hecho de tenernos a Robbie y a mí en casa.

—Gracias por la comida, mamá —dije mientras introducía un plato en el agua antes de que Robbie pudiera cogerlo—. Siento haberos hecho esperar tanto. De veras pensé que llegaría mucho antes.

Robbie emitió un sonido grosero, pero mi madre mantenía una expresión radiante mientras se sentaba con su vieja taza de café.

—Sé lo ocupada que estás —dijo—. Me limité a meter todo en una olla de cocción lenta para que pudiéramos sentarnos a comer cuando fuera que llegaras.

En aquel momento eché un vistazo a la antigua olla marrón enchufada a la pared intentando recordar la última vez que la había visto y si contenía comida o un hechizo. ¡Dios! Esperaba que fuera un hechizo.

—Me han surgido un montón de cosas en el último momento. Créeme, de veras me hubiera gustado llegar antes.

¡Y tanto que me hubiera gustado llegar antes! No les había contado la razón de mi retraso; no podía hacerlo teniendo en cuenta que Robbie buscaba cualquier motivo para pincharme a propósito de mi trabajo. Aquella noche su estado de ánimo rayaba la pedantería, lo que me preocupaba aún más.

Robbie cerró la puerta del armario con demasiada fuerza.

—Por lo visto, a ti siempre te surgen un montón de cosas, hermanita. Necesitas hacer algunos cambios en tu vida.

¿
Disculpa
?, pensé entornando los ojos.

—¿Como cuáles?

—No ha supuesto ningún problema, Robbie —interrumpió mi madre—. Sabía que probablemente llegaría tarde. Por eso he preparado esta comida.

Robbie volvió a gruñir y sentí que me subía la presión sanguínea.

Mi madre se levantó y me dio un achuchón de costado.

—Si me hubiera enterado de que no estabas intentando hacer diez cosas antes de la Revelación, sí que me hubiera molestado. ¿Te apetece un poco de café?

—Sí, gracias.

Mi madre era genial. Por lo general no tomaba partido en las discusiones que tenía con Robbie, pero si no lo hacía, mi hermano se pasaría la noche haciéndome reproches.

Le entregué un plato, negándome a soltarlo hasta que conseguí que me mirara, y le lancé una mirada para que cerrara la boca. Estaba convencida de que me había mentido cuando me había dicho que el libro no estaba donde lo había dejado y de que intentaba obligarme a hacer las cosas a su manera en lugar de utilizar la persuasión, pues sabía de sobra que no habría funcionado. Tenía que subir al ático sin que mamá se enterara. No quería preocuparla. Raptar a un fantasma para conseguir que un demonio quisiera hablar contigo no sonaba muy seguro, ni siquiera para mí.

Precisamente por esa razón, una vez que le pasé a mi hermano el último plato, utilicé una excusa perfecta mientras el fregadero terminaba de absorber el agua.

—Mamá —dije secándome las manos—, ¿sabes si mis peluches están todavía en el ático? Hay alguien a quien me gustaría regalárselos.

Robbie dio un respingo y a mi madre se le iluminó la cara.

—Eso espero —respondió—. ¿Para quién son? ¿Para la hija de Ceri?

En aquel momento me permití mirar a Robbie con aires de superioridad y me acerqué para sentarme frente a mi madre. La semana anterior nos habíamos enterado de que el hijo que esperaba Ceri era una niña y mi madre se mostraba tan entusiasmada como si se tratara de su propia hija.

—No —respondí jugueteando con mi taza—. Me gustaría dárselos a los niños del ala infantil del hospital. Ayer conocí a un puñado de ellos. En concreto, a los que pasan más tiempo allí que en sus casas. Simplemente, me pareció justo. No creo que a papá le molestara, ¿verdad?

La sonrisa de mi madre se volvió aún más hermosa.

—Al contrario. Estoy segura de que le parecería lo más adecuado.

Me puse en pie, inquieta y revitalizada. Por fin iba a hacer algo bueno.

—¿Te importa si subo a por ellos ahora?

—Por supuesto que no. Y si encuentras alguna otra cosa que te interese, bájatela. —¡
Bingo
! Con su consentimiento para fisgar con toda libertad, ya estaba en el pasillo antes de que me gritara—: Voy a poner la casa a la venta y los áticos vacíos se venden mejor que los llenos.

¿
Cómo
?

La cuerda para bajar las escaleras del ático se me resbaló de la mano y la trampilla del techo se cerró de golpe. Convencida de que había entendido mal, regresé a la cocina. Robbie estaba sonriendo maliciosamente, apoyado en el fregadero con los tobillos cruzados mientras se bebía una taza de café. De pronto contemplé la animada cháchara de mi madre de aquella noche desde una perspectiva completamente diferente. No era la única que ocultaba las malas noticias.
Mierda
.

—¿Vas a vender la casa? —pregunté con voz temblorosa al percibir la verdad en su expresión abatida—. ¿Por qué?

Inspirando con resolución, alzó la vista.

—Me voy a vivir a la Costa Oeste por una temporada. Tampoco es para tanto —dijo cuando empecé a protestar—. Ha llegado el momento de cambiar, eso es todo.

Con los ojos entornados, me giré hacia Robbie. Se mostraba demasiado satisfecho consigo mismo, apoyado contra la encimera de aquel modo.

—Mocoso egoísta… —dije, furiosa. Llevaba años intentando que se fuera a vivir a su ciudad, y al final se había salido con la suya.

Mi madre se agitó nerviosa e intenté contener mi rabia, empujándola hacia dentro para poder sacarla más tarde cuando estuviéramos solos. Aquel era el lugar en el que habíamos crecido, en el que se encontraban todos los recuerdos que tenía de mi padre, el árbol que había plantado. ¿Iba a dejarlo todo en manos de un extraño?

—Disculpadme —dije secamente—. Tengo que ir a coger mis cosas del ático.

Cabreada, salí de nuevo al pasillo.

—Hablaré con ella —le oí decir a Robbie, y resoplé con sarcasmo. Era yo la que iba a hablar seriamente con él, y él tendría que escucharme.

En esta ocasión tiré de la escalera hasta abajo del todo y apreté el interruptor. El recuerdo de Pierce me asaltó de forma inesperada. Había sido él quien me había abierto el ático cuando buscaba los utensilios de líneas luminosas de mi padre para ayudarlo a salvar tanto a una chica como su alma. Al menos conseguimos lo primero.

Una ráfaga de aire frío descendió por la escalera y, cuando Robbie salió al pasillo, plegué la escalera de golpe para que no pudiera alcanzarla. Un silencio gélido me envolvió, sin conseguir enfriar mi mal genio. El lugar estaba iluminado por una sola bombilla que proyectaba sombras sobre las cajas apiladas y los rincones oscuros con las inclinadas vigas maestras. Fruncí el ceño al comprobar que alguien había estado allí recientemente. Había muchas menos cajas de las que recordaba. Faltaban las cosas de papá, y me pregunté si Robbie habría tirado todo a la basura para evitar que lo usara.

—Mocoso egoísta —repetí entre dientes justo antes de coger la caja de peluches que estaba más arriba. Había reunido aquellos juguetes uno por uno durante mis numerosas estancias en el hospital y mis periodos de convalecencia en casa. La mayoría no solo llevaba los nombres de amigos que no habían tenido la oportunidad de volver a sentir el aire frío en su cara, sino que también les había atribuido sus diferentes personalidades. Los había dejado allí cuando me marché de casa, y había sido mejor así. No habrían resistido al enorme vertido de agua salada de 2006.

El corazón me latía a toda velocidad cuando me acerqué al agujero del suelo con la caja en la mano.

—¡Cógela! —dije soltándola cuando Robbie miró hacia arriba.

Como era de esperar, se le escapó, y la caja chocó ruidosamente contra la pared. Yo no esperé a que alzara la vista y me di la vuelta para coger la siguiente. Cuando me volví de nuevo, Robbie había conseguido llegar al ático.

—¡Quítate de en medio! —le ordené, frunciendo el ceño al enfrentarme a su imponente figura, encorvada por culpa de la escasa altura del techo.

—Rachel…

—Siempre supe que eras un capullo —dije, echando mano de años de frustración—, pero esto es patético. Te presentas aquí, le llenas la cabeza de pájaros, y la convences de que se vaya a vivir contigo y con tu flamante esposa. Fui yo la que se ocupó de que no se derrumbara tras la muerte de papá. Tú, en cambio, saliste huyendo, dejándome al frente de todo. ¡Tenía trece años, Robbie! —le reproché, intentando, sin éxito, no levantar la voz—. ¿Cómo te atreves a presentarte de este modo y alejarla de mí, justo cuando ha conseguido superarlo?

El rostro de mi hermano estaba encendido y encogió sus pequeños hombros.

—Cierra la boca.

—No. Eres tú el que tiene que cerrar la boca —le espeté—. Ella es feliz aquí. Tiene a sus amigos y es el lugar en el que están todos sus recuerdos. ¿Por qué no pasas de nosotras como siempre has hecho?

Robbie me quitó la caja de las manos y la dejó a su lado.

—Te he dicho que cierres la boca. Las razones por las que necesita salir de aquí son, precisamente, las que acabas de enumerar. No deberías ser tan egoísta de querer que se quede aquí cuando finalmente ha encontrado el valor para marcharse. ¿De veras te gusta verla así? —preguntó, apuntando hacia el lugar donde se encontraba la cocina—. ¿Vestida como una vieja y hablando como si su vida hubiera acabado? Esa no es ella. Recuerdo cómo era antes de la muerte de papá y esa anciana no es ella. Está lista para dejar marchar a papá. Deja que lo haga.

Con los brazos cruzados a la altura del pecho, resoplé.

—No la estoy alejando de ti —dije, esta vez en un tono más calmado—. La ayudaste a que no se derrumbara cuando papá murió. Yo me comporté como un cobarde. Y un estúpido. Pero si no le permites marcharse ahora, serás tú la cobarde.

No me gustaba lo que estaba oyendo, pero, imaginando que podía estar en lo cierto, alcé la vista y me quedé mirándolo. Tenía el gesto torcido y una expresión de desagrado, pero era así como me sentía.

—Quiere estar más cerca de Takata. Y Takata no puede vivir en Cincinnati —explicó en un tono bastante convincente—. Aquí no tiene amigos, al menos, no de verdad. Y, gracias a ti, ya no podrá vender sus hechizos… Ahora que te han excluido.

De pronto me quedé estupefacta y mi rostro palideció.

—¿Lo… lo sabíais?

Él bajó la vista por un breve instante y después volvió a mirarme a los ojos.

—Estaba con ella cuando se enteró. No le dejarán que siga vendiendo. Ni tampoco comprar. Prácticamente es como si fuera ella la excluida.

—¡Eso no es justo! —Me dolía el estómago y posé las manos sobre él.

Girándose hacia un lado, Robbie se llevó una mano a la cintura y la otra a la frente.

—¡Por el amor de Dios, Rachel! ¿Te han excluido?

Avergonzada, di unos pasos hacia atrás.

—No… no sabía que lo harían —titubeé. Entonces, al darme cuenta de que había conseguido invertir la situación, levanté la barbilla—. Sí. Por hablar con demonios.

Robbie se mordió ambos labios simultáneamente y me miró la cicatriz demoníaca de la muñeca.

—De acuerdo —reconocí—. Y tal vez por pactar con ellos cuando no tengo más remedio. Y he pasado algún tiempo en siempre jamás. Más que la mayoría.

—Vaya, vaya.

—Y estuve en una prisión demoníaca —añadí, sintiendo una punzada de culpa—. Pero se trataba de una misión para Trent Kalamack. De hecho, él también estuvo allí y nadie se lo ha echado en cara.

—¿Alguna cosa más? —se burló.

Con un gesto de dolor, dije:

—Has visto las noticias, ¿verdad?

La agonía de mi derrota o, más concretamente, las imágenes de un demonio arrastrándome del culo en plena calle, habían sido incluidas en los titulares.

El enfado de Robbie se desvaneció para dejar paso a un bufido divertido.

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