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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (64 page)

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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Jenks voló hasta la isla central y dejó de mover las alas mientras yo terminaba de pesar la última brizna de polvo.

—¿Por qué la estás ayudando, Rachel?

Con los ojos puestos en la balanza, soplé para retirar un poco de polvo y contuve la respiración hasta que apareció el resultado.

—No lo hago —respondí, satisfecha con la cantidad—. Intento que no me culpen del resurgir de una especie de inframundanos letal. Si conseguimos mantenerla en prisión el tiempo suficiente, Remus estará muerto para cuando salga, y no le resultará tan sencillo tener otro hijo.

Era el turno de las virutas del reloj y, una vez hube terminado, abrí el horno para sacar la última botella. Jenks se aproximó a disfrutar de la corriente de aire caliente y, una vez que deposité todo en su interior y le puse el tapón, sentí una punzada en mi consciencia. No era como si alguien estuviera interceptando la línea que pasaba por el exterior de la iglesia, sino más bien la sensación de ser capaz de percibirla sin necesidad de intentarlo. Entonces alcé la vista y descubrí a Bis entrando con dificultad en la cocina, con la piel del mismo tono blanco del techo, en lugar de su color oscuro habitual. Mi sonrisa de bienvenida se desvaneció cuando me quedé mirando sus ojos rojos y me di cuenta de que sus enormes y peludas orejas estaban inclinadas, casi paralelas a la cabeza.

Al ver que lo había notado, la joven gárgola descendió hasta la encimera.

—¡Por la santa madre de Campanilla! —exclamó Jenks, cruzando la mitad de la cocina como una exhalación y dejando una estela de polvo como la tinta de un pulpo—. ¿Qué demonios te pasa, Bis?

Dejé la botella junto a las otras dos, alineadas bajo la cubeta que utilizaba para las disoluciones, y me sequé las manos en los vaqueros.

—Hola, Bis —dije—. ¿Vienes buscando un poco de calor?

Bis agitó las alas extendidas y, con la espalda encorvada, enrolló su cola leonina como si estuviera nervioso.

—Hay dos coches ahí fuera. Creo que se trata de Rynn Cormel.

Inspiré el aire entre los dientes, sintiendo una descarga de adrenalina que hizo que me doliera la cabeza.

—¿Está Ivy con ellos? —pregunté, poniéndome en marcha.

—No lo sé.

Jenks iba muy por delante de mí, y casi corrí hacia la puerta, presionando los interruptores conforme avanzaba. El gong de la campana que utilizábamos como timbre sonó una vez, no demasiado fuerte, y me sacudí los restos del hechizo de la camisa.

Aunque el santuario rebosaba luz, el vestíbulo estaba a oscuras. En ese momento me invadió una sensación de alivio, pues Bis había retirado las pintadas del cartel exterior, seguida por la reflexión de que realmente tenía que invertir en una mirilla. O en unas luces. Con el pulso acelerado, agarré la manivela, agachándome cuando Bis aterrizó junto a la puerta aferrándose a la pared como un enorme murciélago. Ahora tenía las orejas pegadas a la cabeza y se desplazó hasta colocarse a la altura de mi cabeza. Jenks se encontraba en mi hombro y, esperando que los pixies siguieran durmiendo, abrí la puerta.

Rynn Cormel se encontraba en el porche de mi casa, algo ladeado, bajo la luz amarillenta del cartel. Tenía prácticamente el mismo aspecto que unas horas antes: el abrigo largo, el sombrero redondo, los restos de nieve sobre sus relucientes zapatos y las manos en los bolsillos. Detrás de él, en la oscuridad de la calle, había dos coches de una longitud considerable. No eran limusinas, pero les faltaba poco para serlo.

Con una sonrisa de bienvenida, inclinó la cabeza hacia Jenks y hacia mí, echando un rápido vistazo al lugar desde el que acechaba Bis, casi como si pudiera ver a través de la pintura y las tablillas.

—¿Se encuentra bien? —pregunté, jadeante.

—Mejor que bien —respondió con su voz áspera y un marcado acento neoyorquino—. Es una obra maestra —añadió sacando una mano enguantada del bolsillo para señalar el segundo coche.

Jenks chasqueó las alas y se acercó aún más a mi cuello en busca de calor mientras yo entrecerraba los ojos. Un grupo de personas empezó a descender del segundo coche, pero no había ni rastro de Ivy, y su comentario pasó a no hacerme ninguna gracia.

Rynn Cormel sonrió al ver mi evidente enfado, cabreándome todavía más.

—No me he aprovechado de ella, Rachel —dijo secamente—. Piscary es un artista y soy capaz de apreciar una obra de arte sin necesidad de poner mis dedos encima, echándola a perder.

—¡Es una persona! —le espeté, con los brazos cruzados para protegerme del frío, sin salir del pórtico.

—¡Y magnífica, por cierto! Te felicito por tu buen ojo.

¡Dios! Aquello era vomitivo. Jenks movió las alas contra mí, y yo miré más allá de Rynn, divisando en la tenue luz el cuerpo de Ivy desfallecido en los brazos de un tipo corpulento. Llevaba una camiseta negra que le marcaba los bíceps mientras transportaba a Ivy como si nada. Detrás de él había un segundo tipo con abrigo y botas.

—¡Has dicho que estaba bien! —le acusé, dándome cuenta de que estaba inconsciente.

El maestro vampírico se echó a un lado mientras subían las escaleras, y yo me aparté de su camino cuando entraron, como si se tratara de su propia casa, dejando un fuerte olor a vampiro tras de sí.

—Y lo está —dijo mientras pasaban junto a mí—. Está dormida, y probablemente preferiría seguir así hasta bien entrada la noche. Sus últimas palabras dejaron bien claro que quería volver a casa. —Entonces sonrió, agachando la cabeza para parecer perfectamente normal, perfectamente vivo. Perfectamente letal—. Utilizó palabras que no dejaban lugar a dudas. Pensé que no podía hacerle ningún daño.

Ya me imaginaba yo que no.

—¡Su habitación está a la derecha! —les grité. No quería seguirlos y dejar a un antiguo presidente de los Estados Unidos de pie en el porche. Jenks despegó de mi hombro y, en medio de una gran cantidad de polvo por la indecisión, salió tras ellos.

—Ya los guío yo —dijo el pixie—. Por aquí.

Me volví de nuevo hacia Cormel con los brazos todavía cruzados sobre el pecho. No me importaba que diera la sensación de estar a la defensiva.

—Gracias —dije secamente, pensando que me mostraría más sincera cuando averiguara lo fastidiada que estaba Ivy.

Una vez más, el hombre alto inclinó la cabeza.

—Gracias a ti.

No dijo nada más y el silencio se volvió incómodo. Bis alzó una oreja y Cormel desvió la mirada. Entonces se escuchó un suave golpe en el interior de la iglesia y después, nada.

—Voy a intentar encontrar la manera de conservar su alma después de muerta —aseguré.

—Lo sé —respondió con la sonrisa que había salvado el mundo, aunque yo percibí al monstruo que se escondía tras ella. Tenía que evitar que Ivy se convirtiera en aquello. Era repugnante.

Sin apartar la vista de Cormel, escuché cómo se acercaba el sonido de los pasos y de las alas del pixie. Estaba de pie, en el umbral de la puerta, con las piernas abiertas y los brazos cruzados, y me negué a moverme cuando los hombres pasaron rozándome; tras bajar los escalones de cemento, se adentraron en la oscuridad. Con una última inclinación de cabeza, Rynn Cormel se dio media vuelta y los siguió, subiéndose al primer coche, cuya puerta acababa de abrir uno de sus hombres. Acto seguido, escuché cerrarse otras dos puertas y, lentamente, se alejaron calle abajo.

Jenks aterrizó en mi hombro con un largo y sonoro suspiro.

—¿Dentro o fuera, Bis? —pregunté, y la gárgola se dirigió hacia el interior. Entonces se oyó una risa complacida desde las vigas del techo y cerré la puerta, aislándonos de la oscura noche. Las alas de Jenks estaban frías, y decidí preparar unas galletas para calentar la iglesia.

Caminando lentamente, me adentré en el santuario. Bis se encontraba en una de las vigas maestras junto a tres de los hijos mayores de Jenks. Tenía las orejas gachas mientras decidía qué hacer con ellos, y me pareció que estaba para comérselo cuando intentó parecer inofensivo volviéndose de color blanco y manteniendo las alas plegadas. Bis no entraba en casa a menudo, pero en esta ocasión toda la iglesia daba la sensación de replegarse, rodeando a la vampiresa herida, reforzándola para la lucha.

—¿Se encuentra bien? —le pregunté recorriendo el pasillo de puntillas.

—Apesta a vampiro —opinó—, pero su aura es realmente gruesa.

Realmente gruesa
. ¿
Más gruesa de lo normal
?, cavilé, sin saber si aquello era bueno o malo, suspirando al tocar la puerta de Ivy al pasar. Me alegraba tenerla de nuevo en casa. La iglesia parecía… casi la de siempre.

Solo unos días más
, pensé llegando a la cocina y encendiendo el horno para precalentarlo. Solo unos días más y todo volvería a la normalidad.

Sin embargo, cuando miré las botellas tapadas, alineadas y listas para utilizar, me pregunté si estaría en lo cierto.

25.

—¡Oh, Dios! Creo que voy a vomitar —susurré, con la cabeza inclinada sobre el regazo, tapando el espejo adivinatorio con el pelo. El frío matutino, mezclado con las náuseas, hacía que me sintiera fatal y, cuando apoyé la mano en la cavidad del pentáculo que estaba grabado en la superficie del cristal, me mareé. La línea luminosa que penetraba en mi interior seguía haciéndolo con saltos y sacudidas. Era evidente que el aura todavía no había vuelto a la normalidad.

Rachel llamando a Al. Al, manifiéstate
, pensé sarcásticamente, mientras hacía un último intento por ponerme en contacto con el demonio. Sin embargo, al igual que en las ocasiones anteriores, se negó a responder, dejándome en aquella especie de pantano, incómodo y vertiginoso. Me encorvé, sintiendo como si el mundo entero desapareciera bajo mis pies. El estómago me dio un vuelco y, apenas rompí la conexión, vomité sobre el suelo de la cocina.

—¡Por todos los demonios! —exclamé casi en un susurro. Temblando, reprimí el deseo de arrojar el espejo hacia el otro extremo de la cocina y me incliné para ponerlo bruscamente en los estantes de debajo de la isla central. Entonces, derrumbándome sobre la silla, me quedé mirando la silenciosa habitación. Debían de ser las tres de la mañana. Ivy todavía no se había levantado, pero los pixies estaban despiertos, intentando no hacer ruido para no despertarla. Eché un vistazo a la pizza fría de la noche anterior y, sintiendo que las náuseas desaparecían a la misma velocidad que habían llegado, agarré un trozo y le di un mordisco.

»¡Está asquerosa! —mascullé, dejándola de nuevo en la caja. Era demasiado mayor para aquello.

No se oía ni el más mínimo murmullo, y hacía bastante frío, por lo que estar en bata no ayudaba mucho. Rex apareció en el pasillo, se sentó en el umbral y enrolló la cola alrededor de sus patas. Quité un trozo de salchichón picante de la porción de pizza que había desechado y se lo ofrecí; la gata se acercó lentamente, tomándolo con remilgada precisión.

—Buena chica —susurré, acariciándole las orejas después de que se acabara el bocado.

Tenía demasiadas cosas que hacer aquel día como para estar sentada en bata dándole un trozo de pizza fría a la gata y, tras coger la taza, la rellené y me quedé junto al fregadero viendo caer la nieve. Nuestros alimentos perecederos, amontonados en la mesa plegable, tenían un aspecto extraño. Suspiré.

Faltaban pocas horas para Nochevieja, y a mí me habían excluido. Qué manera más agradable de empezar el año. Aun así, no debía extrañarme, teniendo en cuenta que estaba considerando realizar un hechizo para obligar a un demonio a encontrarse conmigo en un lugar público. Quizás debía entrar por la fuerza en alguna oficina vacía desde la que se viera la plaza.
Tal vez soy una bruja negra
.

Con un humor de perros, bebí un trago de café y cerré los ojos mientras notaba cómo descendía por la garganta y arrastraba la leve sensación de náusea que todavía me recorría. Me di la vuelta y estuve a punto de tirarme encima el café cuando descubrí a Ivy en la puerta, con su bata negra de seda, observándome con los brazos cruzados.

—¡Joder! —exclamé, sonrojándome—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?

Ivy sonrió con los labios cerrados, mientras las pupilas se le dilataban lentamente debido a la descarga de adrenalina que habría dejado escapar.

—No mucho —respondió, agarrando a Rex y dándole un achuchón.

—Me has dado un susto de muerte —me quejé. ¿
Y qué hacías ahí de pie, mirándome
?

—Lo siento.

Entonces soltó a Rex y se acercó al fregadero para calentar su taza bajo el chorro de agua hirviendo.

Con fingida naturalidad, me dirigí a mi silla y me senté, intentando que no diera la sensación de que la estaba evitando. No parecía arrepentida, más bien al contrario. Estaba… espectacular, con un ligero toque rosado sobre su piel de alabastro. Parecía sentirse muy cómoda con su bata negra, y se movía de una forma ligeramente provocativa. Sagaz. Era evidente que la noche en casa de Cormel había hecho mucho más que salvar su vida.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté, vacilante, echando un vistazo a la pizza y decidiendo que mi estómago no la soportaría—. Cormel te trajo a casa alrededor de la medianoche. Ummm… Tienes muy buen aspecto.

El ruido del café al caer en la taza se escuchó con fuerza, y dijo sin mirarme:

—Increíblemente bien. No siento ni el más mínimo picor ni la más insignificante molestia. —Su voz sonaba tensa y abatida y, cuidadosamente, volvió a colocar la jarra en su sitio—. Me odio a mí misma, pero mañana me sentiré mejor. Me apoderé de la sangre de alguien para no morir. Mi único consuelo es que no eras tú. —Acto seguido se giró y, alzando la taza como si brindara, añadió—: Por las pequeñas victorias.

Al verla allí, junto al fregadero, con la isla central entre nosotras, no supe qué decir.

—Lo siento —dije quedamente—. No me importa lo que hiciste. Simplemente, me alegro de que estés bien.

Ella bajó la vista y se quedó mirando la taza que tenía entre las manos.

—Gracias. Las dos sabemos que el monstruo está ahí, ¿verdad? No hace falta que salga a la luz.

Sus palabras rezumaban resignación, y protesté:

—Ivy, tú no eres ningún monstruo.

Ella me miró a los ojos por un instante y luego apartó la vista.

—Entonces, ¿por qué me siento tan bien, después de lo que hice anoche?

No sabía qué responder, pero de pronto recordé a los niños del hospital, que habían comparado la magia negra con la quimioterapia.

—Lo único que sé es que te salvó la vida, y que me alegro de que estés bien.

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