Cállame con un beso (44 page)

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Authors: Blue Jeans

Tags: #Relato, Romántico

BOOK: Cállame con un beso
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—¡Hola, buenos días! —dice alegremente al traspasar la puerta del Manhattan.

Sergio, que es el camarero que tiene turno esa mañana de domingo, la saluda con un gesto con la mano y atiende rápidamente al cliente que pide en la barra. Da la impresión de que está algo agobiado. Hay más gente que de costumbre y casi todas las mesas están ocupadas. Echa una ojeada en busca de Álex, pero no lo encuentra. Vaya, con las ganas que tenía de verle y saludarle… Cada dos besos que le da, de bienvenida o de despedida, son un pequeño tesoro para ella.

—Panda, ¿me echas una mano? El jefe no ha venido todavía hoy y esto está bastante lleno.

—Claro, Sergio.

—Muchas gracias y perdona, que sé que hoy libras.

—Tranquilo, ya le diré al jefe que me suba la paga.

—Lo llevas claro entonces.

La chica sonríe. Para su sorpresa, se lleva muy bien con Joel y con Sergio, sus dos compañeros. Antes, cuando solamente era cliente del bibliocafé, nunca había hablado con ellos más que para pedirles la consumición. Ahora tampoco es que lo haya hecho mucho, pero ambos le resultan muy simpáticos y la tratan de maravilla. Sospecha que Alejandro ha tenido algo que ver.

A trabajar… Adiós al tranquilo plan de lectura que había pensado, pero no importa: así estará entretenida hasta que el escritor aparezca.

Se quita el abrigo, la bufanda y los guantes, y los deja dentro del pequeño almacén del Manhattan. Saca una gomilla del bolsillo y se hace una coleta. No le gusta cómo le queda: cuando se recoge el pelo es como si la cara se le hiciera muy grande, pero para trabajar es lo mejor, mucho más cómodo.

—¿Atiendo yo las mesas? —le pregunta a Sergio mientras alcanza un trapo húmedo para limpiar una que ha quedado libre.

—Como tú prefieras.

Acuerdan que él se quedará en la barra y ella hará las mesas, así todo irá más rápido hasta que se vaya despejando el local. No suele ser un lugar al que vaya mucha gente a desayunar, pero, desde que sirven también bollería, los clientes que acuden por la mañana han aumentado considerablemente.

En media hora el Manhattan se tranquiliza. Pandora está algo cansada y también un poco preocupada. Alejandro aún no ha aparecido. ¿Se encontrará bien? En cambio, la que sí llega es esa mujer de la editorial. Abril entra acompañada de su hijo y se sienta en una de las mesas del fondo. La chica se acerca hasta ellos. El niño cuando la ve sonríe, aunque rápidamente mira hacia otro lado.

—Hola, ¿no está por aquí Álex?

—No, aún no ha venido.

—Vaya… —se lamenta, Abril—. Bueno, me tomaré un café mientras lo esperamos. ¿Tú qué quieres, David?

El pequeño vuelve a fijarse en Pandora, que está observándole con una sonrisa. Ella no es como las otras chicas que conoce, pero esta le cae mejor.

—Un batido de… vainilla —dice, titubeando—. Y un donut de chocolate.

—Tráele solo el batido —indica su madre—, que ya ha desayunado antes en casa.

—¡No! ¡Quiero un donut de chocolate! —protesta David, que se pone de pie en la silla.

—No vas a comer más bollos.

—¡Lo quiero!

—No grites.

—¡Lo quieroooo!

Todos los que están en el Manhattan miran hacia aquella mesa. La mujer se da cuenta de que están llamando la atención. Resopla y, para que el niño no siga chillando, termina cediendo. Pandora se aleja hacia la barra. Le cae bien el pequeñajo, aunque a ella no la soporta. Siempre está con esa sonrisa tan poco creíble, como si todo le fuera bien. Que Alejandro pase tanto tiempo a su lado no le gusta nada, pero trabajan juntos, así que no le queda otro remedio que aguantarse.

Sergio le entrega lo que Abril y su hijo han pedido y se lo lleva a la mesa. El crío vuelve a observarla con curiosidad y aparta sus ojos de la chica cuando esta le mira. Agarra el donut con las dos manos y lo muerde manchándose la boca de chocolate.

—Parece que está muy bueno, ¿no?

El niño la mira de nuevo y asiente con la cabeza. Los dos sonríen. Uno porque se ha salido con la suya y la otra porque sabe que la mujer está molesta de que el crío haya hecho algo que ella no quería que hiciese. Y eso le agrada. Aquel pequeñajo puede convertirse en un buen aliado.

Pandora se retira sonriente hacia la barra, pero a sus oídos llega algo que la madre le dice a su hijo.

—Es el último dulce que te comes hoy, David. ¿O es que te quieres poner tan gordo como la camarera?

Aquellas palabras le hacen mucho daño. Penetran en su corazón y la hieren en su estima.

—¿Te encuentras bien? —le pregunta Sergio cuando la ve.

Se ha puesto blanca, más de lo habitual, y su rostro está desencajado. No, no está bien. ¿Cómo iba a estarlo? Esa mujer ha dado en su punto débil.

—Sí, no te preocupes —responde muy seria—. Solo me he mareado un poco. Voy al baño a echarme agua en la cara.

La chica camina hasta el fondo del bibliocafé y entra en el cuarto de baño. Se mira en el espejo y recupera todas las fobias que siempre la han perseguido: los pómulos hinchados, los brazos enormes, las piernas gruesas, los innumerables pliegues que se forman en su ropa… Es horrible.

¿Por qué es así? Se sienta sobre la tapa del váter y apoya la espalda contra la pared. Se quita la gomilla del pelo y deja que este caiga por sus hombros. Qué difícil es ser ella.

Muchas veces se prometió a sí misma que no volvería a sentirse así, que iba a superarlo y que nada de lo que le dijeran a la cara o por la espalda la afectaría. Pero por más que lo intentó, no lo logró. Su obesidad la ha lastrado toda la vida y ha hecho que poco a poco se haya ido aislando del mundo para no sufrir más heridas.

Se pone otra vez de pie y de nuevo se mira en el espejo. No hay lágrimas. ¿Le quedan? Está harta de derrotas. Pero ahora la impotencia de sentirse así en el lugar que tantas satisfacciones le ha dado en los últimos tiempos se lo impide. Está tan dolida, tan superada que ni puede llorar.

«Pangorda, vete de aquí». Parece que fue ayer y ya han pasado tantos años desde aquel día. Fue la primera vez que le rompieron el corazón. Por entonces todavía no era consciente de que otros le daban importancia a algo que a ella no le suponía ningún problema. Ese chico que le gustaba y al que solo quería enseñar el dibujo que había hecho de él le mostró que su aspecto físico podía ser un inconveniente para ella, pero sobre todo para los demás.

Y conforme transcurrían los años, las cosas empeoraron, aumentaron, como su talla de pantalón. Los insultos, los menosprecios le afectaban cada vez más, no por quienes los hacían o porque fueran distintos o peores de los que recibió de pequeña, sino porque no solo escuchaba con los oídos, especialmente, lo hacía con el corazón. Y ese dolor que se fue acumulando con el tiempo la transformó en una chica inaccesible, solitaria, desconfiada.

—¿Qué te pasa?

Un crío con la boca y las manos manchadas de chocolate se asoma por la puerta del cuarto de baño para chicas.

—Este no es tu baño. Es el otro —dice Pandora tratando de ser lo más agradable posible. No está para bromas.

—No puedo pasar. Han cerrado.

—Eso es que estará ocupado por alguien. Espera a que terminen.

—¿Por qué no puedo entrar en este? Mi mamá me deja cuando voy con ella.

—Porque este es el que usan las mujeres. Y tú eres un hombre.

—Yo no soy un hombre, soy un niño.

La muchacha suspira. Aquel pequeñajo no va a dejarla en paz, por lo que se ve. Se levanta resignada y le pide que pase. David entra en el cuarto de baño e intenta abrir el grifo para lavarse. Está muy duro. Pandora le ayuda.

—Cómo te has puesto, ¿eh?

—¿Estabas triste?

—No, no lo estaba.

—Yo creo que sí.

La chica no le hace caso. No va a discutir con él por eso. Remanga su jersey y le echa jabón en las manos.

—Ponlas debajo del agua y frota con fuerza una contra otra.

—¿Estás triste porque tu novio no ha venido hoy?

—¿Qué? —Pandora lo mira desconcertada. Ese renacuajo…—. Yo no tengo novio. Soy muy fea para tenerlo.

—¿Fea? No eres fea.

El niño se mira en el espejo y sonríe. Observa cómo su boca sigue cubierta de chocolate. Parece uno de esos payasos del circo. Vuelve a mojarse las manos y trata de limpiarla. ¿Ya? No, aún tiene manchas alrededor de los labios. ¡Qué lata! La chica que tiene a su lado quizá pueda ayudarle. La contempla a través del cristal y ya no parece tan triste. Está sonriente.

—Deja que te limpie bien, anda —comenta Pandora, que coge papel y se lo restriega por la boca—. Ya está. Listo.

David se mira en el espejo satisfecho. Ahora sí. Ni rastro de chocolate.

—Creía que mi tío Álex era tu novio —suelta de repente.

—¿Cómo?

—Pensaba que él y tú estabais enamorados.

—No, no…

—Como os pasáis tanto tiempo juntos aquí y os reís mucho los dos…, yo creía que sí. ¿No me engañas?

—Claro que no. Él no es mi novio.

—Ah.

—Solo es mi jefe y mi amigo.

Solo eso. Y nunca podrá ser algo más. Es imposible. Aunque aquel encanto de crío haya pensado que sí.

—Mi mamá dice que es un gran partido.

—¿Eso dice?

—Sí. Y que cuando yo sea mayor le gustaría que fuera como él de guapo y de listo.

Pandora sonríe al escuchar hablar a David. No estaría nada mal que aquel pequeñajo se pareciera a Alejandro. Aunque, cuando él tenga la edad del escritor, ella ya habrá sobrepasado los treinta.

—Tú serás tú mismo. Único e incomparable. Además, yo ya creo que eres muy guapo y también muy listo.

El niño se sonroja y se termina de secar las manos con el papel.

—Bueno, me voy con mi mamá —comenta colorado y sin poder mirarla—. Me alegro de que ya no estés triste.

Y corriendo sale del cuarto de baño de chicas. ¡Menudo chiquillo! Es una lástima que su madre sea quien es, sino no le importaría que viniera todos los días a verla al Manhattan. La ha animado cuando peor estaba, pero sobre todo ha conseguido volver a hacerle sonreír.

Pasó la tormenta. De momento.

Se pone otra vez la gomilla en el pelo y se coge una coleta. Tiene mucho trabajo por delante. Se mira al espejo una vez más y continúa viendo a la misma chica que ha visto durante toda su vida. Sigue siendo ella, eso no va a cambiar. Pero ahora ya sabe que, por lo menos, una persona en el mundo no la considera fea. Aunque solo tenga siete años.

Capítulo 66

Esa mañana de diciembre, en un lugar de Londres

Suena la alarma de su móvil. Eso indica que la lavadora ya se habrá detenido. Ahora tendrá que bajar a la sala de las lavadoras para meter la ropa en la secadora.

Durante esos minutos ha estado estudiando en su habitación, aunque no ha dejado de pensar en Álex. Ya han pasado cuatro días y medio desde que rompieron. Sin embargo, la conversación que tuvo con él parece que fue hace tan solo unos minutos. Lo echa mucho de menos, y se pregunta una y otra vez si ha tomado la decisión adecuada. El problema es que la conclusión a la que llega también sigue siendo la misma: sí. Es muy duro intentar olvidar a la persona de la que estas enamorada y que, además, te corresponde. Duro y difícil. Ella, de momento, no lo ha logrado, ni se ha acercado a lograrlo.

«Cómo olvidarte…».

—¿Quieres que vaya yo a poner la ropa en la secadora? —le pregunta Valentina, que después de salir de la ducha parece de mejor humor.

—No te preocupes, ya voy yo.

La chica se levanta de la silla y, tras mirarse en el espejo del cuarto de baño, sale de la habitación. Solo unos segundos más tarde se le une la italiana.

—Venga, que te acompaño.

—No hacía falta, Valen.

—Que sí, que sí. Que cualquier excusa es buena para parar de estudiar un rato —confiesa gesticulando expresivamente con la cara y las manos.

—¿Por eso saliste a correr antes?

—Me has pillado.

Las dos sonríen y bajan por la escalera hasta la planta en la que se encuentra la sala de las lavadoras. Sin embargo, en esta ocasión no están solas. Hay alguien más que hace la colada.

—Hola, Luca —saluda amablemente la española.

—¡Qué sorpresa! Buenos días, chicas.

Su tono de voz no parece ni desafiante ni irónico, lo que extraña a Paula. En realidad, hasta tiene la impresión de que se alegra de verlas. ¿Habrá cambiado de verdad?

—La sorpresa es nuestra. No sabíamos que tú lavabas la ropa —comenta Valentina, abriendo la puerta de la lavadora en la que su compañera antes introdujo la ropa de color.

—Muy graciosa,
italianini
. Pues ya ves que sí.

—Pero ¿la metes toda en la misma? ¿La de color y la blanca? —pregunta Paula, que se está encargando de la otra lavadora.

El joven del parche se encoge de hombros y asiente.

—¿Qué problema hay en eso?

—Pues que se te puede estropear todo y conseguir que una camiseta blanca se transforme en rosa. O que un pantalón blanco se te llene de pequeñas manchitas azules.

—Este es el segundo año que llevo lavando aquí y nunca me ha pasado eso.

—Déjale,
Paola
, déjale. Ya le pasará algún día y entonces se acordará de nosotras.

—De ti no puedo olvidarme ni un segundo,
italianini
.

—En cambio yo, en cuanto desapareces de mi vista, ni siquiera recuerdo que he estado contigo.

La chica le guiña el ojo y, después, mete la ropa en una de las secadoras. Busca en el bolsillo de su pantalón la ficha para ponerla en marcha pero parece que se la ha dejado en la habitación.

—¿Qué pasa, Valen?

—Me he olvidado de coger la ficha de la secadora. ¿Tú has traído alguna?

—Ya decía yo que me faltaba algo —indica dándose un manotazo en la frente—. Subo a por una.

—No tardes o me comerá vivo —indica Luca apartándose de la italiana.

—Pues prepárate, que hoy la que limpia contigo es ella.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Cuéntaselo mientras subo a la habitación, Valen… ¿Podréis estar aquí los dos a solas sin mataros?

—No te aseguro nada —contesta su amiga—. Ahora se lo explico. Y muchas gracias por recordármelo.

Paula sonríe cuando escucha el posterior taco en italiano de su amiga y rápidamente se dirige hacia su cuarto. Sube las escaleras de dos en dos. Llega a la tercera planta y atraviesa el pasillo. Saca de un bolsillo del pantalón la llave de su habitación y, cuando está abriendo la puerta, escucha una melodía dentro que le es familiar. ¡Su móvil!

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