Camino de servidumbre (7 page)

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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

BOOK: Camino de servidumbre
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Las dificultades ocasionadas por las ambigüedades de los términos políticos corrientes no se eliminan, sin embargo, si utilizamos el término colectivismo de modo que incluya todos los tipos de «economía planificada», cualquiera que sea la finalidad de la planificación. El significado de este término gana cierta precisión si hacemos constar que para nosotros designa aquella clase de planificación que es necesaria para realizar cualquier ideal distributivo determinado. Pero como la idea de la planificación económica centralizada debe en buena parte su atractivo a la gran vaguedad de su significado, es esencial que nos pongamos de acuerdo respecto a su sentido preciso antes de discutir sus consecuencias.

La «planificación» debe en gran parte su popularidad al hecho de desear todo el mundo, por supuesto, que fraternos nuestros problemas comunes tan racionalmente como sea posible y que al hacerlo así obremos con toda la previsión que se nos alcance. En este sentido, todo el que no sea un fatalista completo es un partidario de la planificación; todo acto político es (o debe ser) un acto de planeamiento, y, en consecuencia, sólo puede haber diferencias entre buena y mala, entre prudente y previsora, y loca y miope planificación. El economista, cuya entera tarea consiste en estudiar cómo proyectan efectivamente sus asuntos los hombres y cómo podrían hacerlo, es la última persona que puede oponerse a la planificación en este sentido general. Pero no es éste el sentido en que nuestros entusiastas de una sociedad planificada emplean ahora el término, ni tampoco es éste el único sentido en que es preciso planificar si deseamos distribuir la renta o la riqueza con arreglo a algún criterio particular. De acuerdo con los modernos planificadores, y para sus fines, no basta llamar así a la más permanente y racional estructura, dentro de la cual las diferentes personas conducirían las diversas actividades de acuerdo con sus planes individuales. Este plan liberal no es, según ellos, un plan; y verdaderamente no es un plan designado para satisfacer puntos de vista particulares acerca de qué es lo que debe tener cada uno. Lo que nuestros planificadores demandan es la dirección centralizada de toda la actividad económica según un plan único que determine la «dirección explícita» de los recursos de la sociedad para servir a particulares fines por una vía determinada.

La disputa entre los planificadores modernos y sus oponentes no es, por consiguiente, una disputa acerca de si debemos guiarnos por la inteligencia para escoger entre las diversas organizaciones posibles de la sociedad; no es una disputa sobre si debemos actuar con previsión y raciocinio al planear nuestros negocios comunes. Es una disputa acerca de cuál sea la mejor manera de hacerlo. La cuestión está en si es mejor para este propósito que el portador del poder coercitivo se limite en general a crear las condiciones bajo las cuales el conocimiento y la iniciativa de los individuos encuentren el mejor campo para que ellos puedan componer de la manera más afortunada sus planes, o si una utilización racional de nuestros recursos requiere la dirección y organización centralizada de todas nuestras actividades, de acuerdo con algún «modelo» construido expresamente. Los socialistas de todos los partidos se han apropiado el término planificación para la de este último tipo, y hoy se acepta, generalmente, en este sentido. Pero aunque con esto se intenta sugerir que es el solo camino racional para tratar nuestros asuntos, lo cierto es que no se prueba. Es el punto en que planificadores y liberales mantienen su desacuerdo.

Es importante no confundir la oposición contra la planificación de esta clase con una dogmática actitud de
laissez faire
. La argumentación liberal defiende el mejor uso posible de las fuerzas de la competencia como medio para coordinar los esfuerzos humanos, pero no es una argumentación en favor de dejar las cosas tal como están. Se basa en la convicción de que allí donde pueda crearse una competencia efectiva, ésta es la mejor guía para conducir los esfuerzos individuales. No niega, antes bien, afirma que, si la competencia ha de actuar con ventaja, requiere una estructura legal cuidadosamente pensada, y que ni las reglas jurídicas del pasado ni las actuales están libres de graves defectos. Tampoco niega que donde es imposible crear las condiciones necesarias para hacer eficaz la competencia tenemos que acudir a otros métodos en la guía de la actividad económica. El liberalismo económico se opone, pues, a que la competencia sea suplantada por métodos inferiores para coordinar los esfuerzos individuales. Y considera superior la competencia no sólo porque en la mayor parte de las circunstancias es el método más eficiente conocido, sino, más aún, porque es el único método que permite a nuestras actividades ajustarse a las de cada uno de los demás sin intervención coercitiva o arbitraria de la autoridad. En realidad, uno de los principales argumentos en favor de la competencia estriba en que ésta evita la necesidad de un «control social explícito» y da a los individuos una oportunidad para decidir si las perspectivas de una ocupación particular son suficientes para compensar las desventajas y los riesgos que lleva consigo.

El uso eficaz de la competencia como principio de organización social excluye ciertos tipos de interferencia coercitiva en la vida económica, pero admite otros que a veces pueden ayudar muy considerablemente a su operación e incluso requiere ciertas formas de intervención oficial. Pero hay buenas razones para que las exigencias negativas, los puntos donde la coerción no debe usarse, hayan sido particularmente señalados. Es necesario, en primer lugar, que las partes presentes en el mercado tengan libertad para vender y comprar a cualquier precio al cual puedan contratar con alguien, y que todos sean libres para producir, vender y comprar cualquier cosa que se pueda producir o vender. Y es esencial que el acceso a las diferentes actividades esté abierto a todos en los mismos términos y que la ley no tolere ningún intento de individuos o de grupos para restringir este acceso mediante poderes abiertos o disfrazados. Cualquier intento de intervenir los precios o las cantidades de unas mercancías en particular priva a la competencia de su facultad para realizar una efectiva coordinación de los esfuerzos individuales, porque las variaciones de los precios dejan de registrar todas las alteraciones importantes de las circunstancias y no suministran ya una guía eficaz para la acción del individuo.

Esto no es necesariamente cierto, sin embargo, de las medidas simplemente restrictivas de los métodos de producción admitidos, en tanto que estas restricciones afecten igualmente a todos los productores potenciales y no se utilicen como una forma indirecta de intervenir los precios y las cantidades. Aunque todas estas intervenciones sobre los métodos o la producción imponen sobrecostes, es decir, obligan a emplear más recursos para obtener una determinada producción, pueden merecer la pena. Prohibir el uso de ciertas sustancias venenosas o exigir especiales precauciones para su uso, limitar las horas de trabajo o imponer ciertas disposiciones sanitarias es plenamente compatible con el mantenimiento de la competencia. La única cuestión está en saber si en cada ocasión particular las ventajas logradas son mayores que los costes sociales que imponen. Tampoco son incompatibles el mantenimiento de la competencia y un extenso sistema de servicios sociales, en tanto que la organización de estos servicios no se dirija a hacer inefectiva en campos extensos la competencia.

Es lamentable, aunque no difícil de explicar, que se haya prestado en el pasado mucha menos atención a las exigencias positivas para una actuación eficaz del sistema de la competencia que a estos puntos negativos. El funcionamiento de la competencia no sólo exige una adecuada organización de ciertas instituciones como el dinero, los mercados y los canales de información —algunas de las cuales nunca pueden ser provistas adecuadamente por la empresa privada—, sino que depende, sobre todo, de la existencia de un sistema legal apropiado, de un sistema legal dirigido, a la vez, a preservar la competencia y a lograr que ésta opere de la manera más beneficiosa posible. No es en modo alguno suficiente que la ley reconozca el principio de la propiedad privada y de la libertad de contrato; mucho depende de la definición precisa del derecho de propiedad, según se aplique a diferentes cosas. Se ha desatendido, por desgracia, el estudio sistemático de las formas de las instituciones legales que permitirían actuar eficientemente al sistema de la competencia; y pueden aportarse fuertes argumentos para demostrar que las serias deficiencias en este campo, especialmente con respecto a las leyes sobre sociedades anónimas y patentes, no sólo han restado eficacia a la competencia, sino que incluso han llevado a su destrucción en muchas esferas.

Hay, por último, ámbitos donde, evidentemente, las disposiciones legales no pueden crear la principal condición en que descansa la utilidad del sistema de la competencia y de la propiedad privada: que consiste en que el propietario se beneficie de todos los servicios útiles rendidos por su propiedad y sufra todos los perjuicios que de su uso resulten a otros. Allí donde, por ejemplo, es imposible hacer que el disfrute de ciertos servicios dependa del pago de un precio, la competencia no producirá estos servicios; y el sistema de los precios resulta igualmente ineficaz cuando el daño causado a otros por ciertos usos de la propiedad no puede efectivamente cargarse ai poseedor de ésta. En todos estos casos hay una diferencia entre las partidas que entran en el cálculo privado y las que afectan al bienestar social; y siempre que esta diferencia se hace considerable hay que encontrar un método, que no es el de la competencia, para ofrecer los servicios en cuestión. Así, ni la provisión de señales indicadoras en las carreteras, ni, en la mayor parte de las circunstancias, la de las propias carreteras, puede ser pagada por cada usuario individual. Ni tampoco ciertos efectos perjudiciales de la desforestación, o de algunos métodos de cultivo, o del humo y los ruidos de las fábricas pueden confinarse al poseedor de los bienes en cuestión o a quienes estén dispuestos a someterse al daño a cambio de una compensación concertada. En estos casos es preciso encontrar algo que sustituya a la regulación por el mecanismo de los precios. Pero el hecho de tener que recurrir a la regulación directa por la autoridad cuando no pueden crearse las condiciones para la operación adecuada de la competencia no prueba que deba suprimirse la competencia allí donde puede funcionar.

Crear las condiciones en que la competencia actuará con toda la eficacia posible, complementarla allí donde no pueda ser eficaz, suministrar los servicios que, según las palabras de Adam Smith, «aunque puedan ser ventajosos en el más alto grado para una gran sociedad, son, sin embargo, de tal naturaleza que el beneficio nunca podría compensar el gasto a un individuo o un pequeño número de ellos», son tareas que ofrecen un amplio e indiscutible ámbito para la actividad del Estado. En ningún sistema que pueda ser defendido racionalmente el Estado carecerá de todo quehacer. Un eficaz sistema de competencia necesita, tanto como cualquier otro, una estructura legal inteligentemente trazada y ajustada continuamente. Sólo el requisito más esencial para su buen funcionamiento, la prevención del fraude y el abuso (incluida en éste la explotación de la ignorancia), proporciona un gran objetivo —nunca, sin embargo, plenamente realizado— para la actividad legisladora.

La tarea de crear una estructura adecuada para una operación beneficiosa de la competencia no había avanzado todavía mucho cuando los Estados la abandonaron a fin de suplantar la competencia por un principio diferente e irreconciliable. No se trataba ya de hacer operante a la competencia y complementarla, sino de desplazarla por entero. Es importante dejar bien sentado esto: el moderno movimiento en favor de la planificación es un movimiento contra la competencia como tal, una nueva bandera bajo la cual se han alistado todos los viejos enemigos de la competencia. Y aunque toda clase de intereses está intentando ahora restablecer bajo esta bandera los privilegios que la era liberal barrió, la propaganda socialista en pro de la planificación es la que ha dado nuevo crédito, entre las gentes de mentalidad liberal, a la posición contraria a la competencia y ha debilitado eficazmente la sana sospecha que todo intento de desmontar la competencia solía levantar
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. Lo que en realidad une a los socialistas de la izquierda y la derecha es esta común hostilidad a la competencia y su común deseo de reemplazarla por una economía dirigida. Aunque los términos capitalismo y socialismo todavía se usan generalmente para describir las formas pasada y futura de la sociedad, encubren más que ilustran la naturaleza de la transición que estamos viviendo.

Mas aunque todos los cambios que observamos llevan hacía una vasta dirección central de la actividad económica, el combate universal contra la competencia promete producir en primer lugar algo incluso peor en muchos aspectos, una situación que no puede satisfacer ni a los planificadores ni a los liberales: una especie de organización sindicalista o «corporativa» de la industria, en la cual se ha suprimido más o menos la competencia, pero la planificación se ha dejado en manos de los monopolios independientes que son las diversas industrias. Éste es el primero, e inevitable, resultado de una situación en que las gentes se ven unidas por su hostilidad contra la competencia, pero en la que apenas si concuerdan en algo más. Al destruir la competencia en una industria tras otra, esta política pone al consumidor a merced de la acción monopolista conjunta de los capitalistas y los trabajadores de las industrias mejor organizadas. Y, sin embargo, aunque esta situación existe ya desde hace algún tiempo en extensos sectores, y aunque mucha de la turbia agitación (y casi toda la movida por intereses) en favor de la planificación tiene esta misma finalidad, no es una situación que pueda probablemente persistir o justificarse racionalmente. Esta planificación independiente a cargo de los monopolios industriales produciría, de hecho, efectos opuestos a los que proclaman los argumentos en favor de la planificación. Una vez alcanzada tal etapa, la única alternativa para volver a la competencia es el control oficial de los monopolios, una intervención que, si ha de ser efectiva, tiene que hacerse progresivamente más completa y minuciosa. A esta etapa nos aproximamos rápidamente. Cuando, poco antes de la guerra, un semanario observó que, «según muchos signos, los dirigentes británicos se acostumbran cada vez más a pensar en un desarrollo nacional a través de monopolios controlados»
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, enunciaba probablemente un acertado juicio sobre la situación de entonces. Después, la guerra ha acelerado mucho este proceso, y sus graves defectos y peligros se harán cada vez más evidentes con el transcurso del tiempo.

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