Lo que en el futuro se considerará probablemente como el efecto más significativo y trascendental de este triunfo es el nuevo sentimiento de poder sobre el propio destino, la creencia en las ilimitadas posibilidades de mejorar la propia suerte, que los triunfos alcanzados crearon entre los hombres. Con el triunfo creció la ambición; y el hombre tiene todo el derecho a ser ambicioso. Lo que fue una promesa estimulante ya no pareció suficiente; el ritmo del progreso se consideró demasiado lento; y los principios que habían hecho posible este progreso en el pasado comenzaron a considerarse más como obstáculos, que urgía suprimir para un progreso más rápido, que como condiciones para conservar y desarrollar lo ya conseguido.
No hay nada en los principios básicos del liberalismo que hagan de éste un credo estacionario; no hay reglas absolutas establecidas de una vez para siempre. El principio fundamental, según el cual en la ordenación de nuestros asuntos debemos hacer todo el uso posible de las fuerzas espontáneas de la sociedad y recurrir lo menos que se pueda a la coerción, permite una infinita variedad de aplicaciones. En particular, hay una diferencia completa entre crear deliberadamente un sistema dentro del cual la competencia opere de la manera más beneficiosa posible y aceptar pasivamente las instituciones tal como son. Probablemente, nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire. Y, sin embargo, en cierto sentido era necesario e inevitable. Contra los innumerables intereses que podían mostrar los inmediatos y evidentes beneficios que a algunos les producirían unas medidas particulares, mientras el daño que éstas causaban era mucho más indirecto y difícil de ver, nada, fuera de alguna rígida regla, habría sido eficaz. Y como se estableció indudablemente una fuerte presunción en favor de la libertad industrial, la tentación de presentar ésta como una regla sin excepciones fue siempre demasiado fuerte para resistir a ella.
Pero con esta actitud de muchos divulgadores de la doctrina liberal era casi inevitable que, una vez rota por varios puntos su posición, pronto se derrumbase toda ella. La posición se debilitó, además, por el forzosamente lento progreso de una política que pretendía la mejora gradual en la estructura institucional de una sociedad libre. Este progreso dependía del avance de nuestro conocimiento de las fuerzas sociales y las condiciones más favorables para que éstas operasen en la forma deseable. Como la tarea consistía en ayudar y, donde fuere necesario, complementar su operación, el primer requisito era comprenderlas. La actitud del liberal hacia la sociedad es como la del jardinero que cultiva una planta, el cual, para crear las condiciones más favorables a su desarrollo, tiene que conocer cuanto le sea posible acerca de su estructura y funciones.
Ninguna persona sensata debiera haber dudado que las toscas reglas en las que se expresaron los principios de la economía política del siglo XIX eran sólo un comienzo, que teníamos mucho que aprender aún y que todavía quedaban inmensas posibilidades de avance sobre las líneas en que nos movíamos. Pero este avance sólo podía lograrse en la medida en que ganásemos el dominio intelectual de las fuerzas que habíamos de utilizar. Existían muchas evidentes tareas, tales como el manejo del sistema monetario, la evitación o el control del monopolio y aun otras muchísimas más, no tan evidentes pero difícilmente menos importantes, que emprender en otros campos, las cuales proporcionaban, sin duda, a los gobiernos enormes poderes para el bien y para el mal; y era muy razonable esperar que con un mejor conocimiento de los problemas hubiéramos sido capaces algún día de usar con buen éxito estos poderes.
Pero como el progreso hacia lo que se llama comúnmente la acción «positiva» era por fuerza lento, y como, para la mejoría inmediata, el liberalismo tenía que confiar grandemente en el gradual incremento de la riqueza que la libertad procuraba, hubo de luchar constantemente contra los proyectos que amenazaban este progreso. Llegó a ser considerado como un credo «negativo», porque apenas podía ofrecer a cada individuo más que una participación en el progreso común; un progreso que cada vez se tuvo más por otorgado y que dejó de reconocerse como el resultado de la política de libertad. Pudiera incluso decirse que el éxito real del liberalismo fue la causa de su decadencia. Por razón del éxito ya logrado, el hombre se hizo cada vez más reacio a tolerar los males subsistentes, que ahora se le aparecían, a la vez, como insoportables e innecesarios.
A causa de la creciente impaciencia ante el lento avance de la política liberal, la justa irritación contra los que usaban la fraseología liberal en defensa de privilegios antisociales y la ambición sin límites aparentemente justificada por las mejoras materiales logradas hasta entonces, sucedió que, al caer el siglo, la creencia en los principios básicos del liberalismo se debilitó más y más. Lo logrado vino a considerarse como una posición segura e imperecedera, adquirida de una vez para siempre. La atención de la gente se fijó sobre las nuevas demandas, la rápida satisfacción de las cuales parecía dificultada por la adhesión a los viejos principios. Se aceptó cada vez más que no podía esperarse un nuevo avance sobre las viejas líneas dentro de la estructura general que hizo posible el anterior progreso, sino mediante una nueva y completa modelación de la sociedad. No era ya cuestión de ampliar o mejorar el mecanismo existente, sino de raerlo por completo. Y como la esperanza de la nueva generación vino a centrarse sobre algo completamente nuevo, declinó rápidamente el interés por el funcionamiento de la sociedad existente y la comprensión de su mecanismo; y al declinar el conocimiento sobre el modo de operar el sistema libre, decreció también nuestro saber acerca de qué es lo que de su existencia depende.
No es aquí el lugar de discutir cómo fue alimentado este cambio de perspectiva por la incuestionada transposición, a los problemas de la sociedad, de los hábitos mentales engendrados en la reflexión sobre los problemas tecnológicos, los hábitos mentales del hombre de ciencia y del ingeniero; de discutir cómo éstos tendieron, a la vez, a desacreditar los resultados del anterior estudio de la sociedad que no se adaptaban a sus prejuicios y a imponer ideales de organización a una esfera para la que no eran apropiados
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. Lo que aquí nos preocupa es mostrar cuán completamente, aunque de manera gradual y por pasos casi imperceptibles, ha cambiado nuestra actitud hacia la sociedad. Lo que en cada etapa de este proceso de cambio pareció tan sólo una diferencia de grado ha originado ya en su efecto acumulativo una diferencia fundamental entre la vieja actitud liberal frente a la sociedad y el enfoque presente en los problemas sociales. El cambio supone una completa inversión del rumbo que hemos bosquejado, un completo abandono de la tradición individualista que creó la civilización occidental.
De acuerdo con las opiniones ahora dominantes, la cuestión no consiste ya en averiguar cuál puede ser el mejor uso de las fuerzas espontáneas que se encuentran en una sociedad libre. Hemos acometido, efectivamente, la eliminación de las fuerzas que producen resultados imprevistos y la sustitución del mecanismo impersonal y anónimo del mercado por una dirección colectiva y «consciente» de todas las fuerzas sociales hacia metas deliberadamente elegidos. Nada ilustra mejor esta diferencia que la posición extrema adoptada en un libro muy elogiado, cuyo programa de la llamada «planificación para la libertad» hemos de comentar más de una vez.
Jamás hemos tenido que levantar y dirigir el sistema entero de la naturaleza [escribe el Dr. Karl Mannheim] como nos vemos forzados a hacerlo hoy con la sociedad… La Humanidad tiende cada vez más a regular su vida social entera, aunque jamás ha intentado crear una segunda naturaleza
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Es significativo que este cambio en el rumbo de las ideas ha coincidido con una inversión del sentido que siguieron éstas al atravesar el espacio. Durante más de doscientos años las ideas inglesas se extendieron hacia el Este. La supremacía de la libertad, que fue lograda en Inglaterra, parecía destinada a extenderse al mundo entero. Pero hacia 1870 el reinado de estas ideas había alcanzado, probablemente, su máxima expansión hacia el Este. Desde entonces comenzó su retirada, y un conjunto de ideas diferentes, en realidad no nuevas, sino muy viejas, comenzó a avanzar desde el Este. Inglaterra perdió la dirección intelectual en las esferas política y social y se convirtió en importadora de ideas. Durante los sesenta años siguientes fue Alemania el centro de donde partieron hacia Oriente y Occidente las ideas destinadas a gobernar el mundo en el siglo XX. Fuese Hegel o Marx, List o Schmoller, Sombart o Mannheim, fuese el socialismo en su forma más radical o simplemente la «organización» o la «planificación» de un tipo menos extremo, las ideas alemanas entraron fácilmente por doquier y las instituciones alemanas se imitaron. Aunque las más de las nuevas ideas, y particularmente el socialismo, no nacieron en Alemania, fue en Alemania donde se perfeccionaron y donde alcanzaron durante el último cuarto del siglo XIX y el primero del XX su pleno desarrollo. Se olvida ahora a menudo que fue muy considerable durante este período la primacía de Alemania en el desenvolvimiento de la teoría y la práctica del socialismo; que una generación antes de llegar a ser el socialismo una cuestión importante en Inglaterra contaba Alemania con un dilatado partido socialista en su Parlamento, y que, hasta no hace mucho, el desarrollo doctrinal del socialismo se realizaba casi enteramente en Alemania y Austria, de manera que incluso las discusiones de hoy en Rusia parten, en gran medida, de donde los alemanes las dejaron. La mayoría de los socialistas ingleses ignoran todavía que la mayor parte de los problemas que comienzan a descubrir fueron minuciosa mente discutidos por los socialistas alemanes hace mucho tiempo.
La influencia intelectual que los pensadores alemanes fueron capaces de ejercer sobre el mundo entero durante este período descansó no sólo en el gran progreso material de Alemania, sino más aún en la extraordinaria reputación que los pensadores y hombres de ciencia alemanes habían ganado durante los cien años anteriores, cuando Alemania llegó, una vez más, a ser un miembro cabal e incluso rector de la civilización europea común. Pero pronto sirvió esto para ayudar a la expansión, desde Alemania, de las ideas dirigidas contra los fundamentos de esta civilización. Los propios alemanes —o al menos aquellos que extendieron estas ideas— tuvieron plena conciencia del conflicto. Lo que había sido común herencia de la civilización europea se convirtió para ellos, mucho antes de los nazis, en civilización «occidental»; pero «occidental» no se usaba ya en el viejo sentido de Occidente, sino que empezó a significar a occidente del Rhin. «Occidente», en este sentido, era liberalismo y democracia, capitalismo e individualismo, librecambio y cualquier forma de internacionalismo o amor a la paz.
Mas, a pesar de este mal disfrazado desprecio de un cierto número, cada vez mayor, de alemanes hacia aquellos «frívolos» ideales occidentales, o quizá a causa de ello, los pueblos de Occidente continuaron importando ideas alemanas y hasta se vieron llevados a creer que sus propias convicciones anteriores eran simples racionalizaciones de sus intereses egoístas; que el librecambio era una doctrina inventada para extender los intereses británicos y que los ideales políticos que Inglaterra dio al mundo habían pasado de moda irremediablemente y eran cosa de vergüenza.
Lo que ha hecho siempre del Estado un infierno sobre la tierra es precisamente que el hombre ha intentado hacer de él su paraíso.
F. HOLDERLIN
Que el socialismo haya desplazado al liberalismo, como doctrina sostenida por la gran mayoría de los «progresistas», no significa simplemente que las gentes hayan olvidado las advertencias de los grandes pensadores liberales del pasado acerca de las consecuencias del colectivismo. Ha sucedido por su convencimiento de ser cierto lo contrario a lo que aquellos hombres predecían. Lo extraordinario es que el mismo socialismo que no sólo se consideró primeramente como el ataque más grave contra la libertad, sino que comenzó por ser abiertamente una reacción contra el liberalismo de la Revolución Francesa, ganó la aceptación general bajo la bandera de la libertad. Rara vez se recuerda ahora que el socialismo fue, en sus comienzos, francamente autoritario. Los escritores franceses que construyeron los fundamentos del socialismo moderno sabían, sin lugar a dudas, que sus ideas sólo podían llevarse a la práctica mediante un fuerte Gobierno dictatorial. Para ellos el socialismo significaba un intento de «terminar la revolución» con una reorganización deliberada de la sociedad sobre líneas jerárquicas y la imposición de un «poder espiritual» coercitivo. En lo que a la libertad se refería, los fundadores del socialismo no ocultaban sus intenciones. Consideraban la libertad de pensamiento como el mal radical de la sociedad del siglo XIX, y el primero de los planificadores modernos, Saint-Simón, incluso anunció que quienes no obedeciesen a sus proyectadas juntas de planificación serían «tratados como un rebaño».
Sólo bajo la influencia de las fuertes corrientes democráticas que precedieron a la revolución de 1848 inició el socialismo su alianza con las fuerzas de la libertad. Pero el nuevo «socialismo democrático» tuvo que vivir mucho tiempo bajo las sospechas levantadas por sus antecesores. Nadie vio más claramente que De Tocqueville que la democracia, como institución esencialmente individualista que es, estaba en conflicto irreconciliable con el socialismo.
La democracia extiende la esfera de la libertad individual ¡decía en 1848]; el socialismo la restringe. La democracia atribuye todo valor posible al individuo; el socialismo hace de cada hombre un simple agente, un simple número. La democracia y el socialismo sólo tienen en común una palabra: igualdad. Pero adviértase la diferencia: mientras la democracia aspira a la igualdad en la libertad, el socialismo aspira a la igualdad en la coerción y la servidumbre
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Para aquietar todas las sospechas y uncir a su carro al más fuerte de todos los impulsos políticos, el anhelo de libertad, el socialismo comenzó a hacer un uso creciente de la promesa de una «nueva libertad». El advenimiento del socialismo iba a ser el salto desde el reino de la indigencia al reino de la libertad. Iba a traer la «libertad económica», sin la cual la ya ganada libertad política «no tenía valor». Sólo el socialismo era capaz de realizar la consumación de la vieja lucha por la libertad, en la cual el logro de la libertad política fue sólo el primer paso. El sutil cambio de significado a que fue sometida la palabra libertad para que esta argumentación se recibiese con aplauso es importante. Para los grandes apóstoles de la libertad política la palabra había significado libertad frente a la coerción, libertad frente al poder arbitrario de otros hombres, supresión de los lazos que impiden al individuo toda elección y le obligan a obedecer las órdenes de un superior a quien está sujeto. La nueva libertad prometida era, en cambio, libertad frente a la indigencia, supresión del apremio de las circunstancias, que, inevitablemente, nos limitan a todos el campo de elección, aunque a algunos mucho más que a otros. Antes de que el hombre pudiera ser verdaderamente libre había que destruir «el despotismo de la indigencia física», había que abolirlas «trabas del sistema económico».