En muchos aspectos esto plantea muy claramente la cuestión fundamental y nos dirige, a la vez, al punto en que surge el conflicto entre libertad individual y colectivismo. Las diversas clases de colectivismo —comunismo, fascismo, etc.— difieren entre sí por la naturaleza del objetivo hacia el cual desean dirigir los esfuerzos de la sociedad. Pero todas ellas difieren del liberalismo y el individualismo en que aspiran a organizar la sociedad entera y todos sus recursos para esta finalidad unitaria, y porque se niegan a reconocer las esferas autónomas dentro de las cuales son supremos los fines del individuo. En resumen, son totalitarias en el verdadero sentido de esta nueva palabra que hemos adoptado para describir las inesperadas, pero, sin embargo, inseparables manifestaciones de lo que en teoría llamamos colectivismo.
El «objetivo social» o el «designio común», para el que ha de organizarse la sociedad, se describe frecuentemente de un modo vago, como el «bien común», o el «bienestar general», o el «interés general». No se necesita mucha reflexión para comprender que estas expresiones carecen de un significado suficientemente definido para determinar una vía de acción cierta. El bienestar y la felicidad de millones de gentes no pueden medirse con una sola escala de menos y más. El bienestar de un pueblo, como la felicidad de un hombre, depende de una multitud de cosas que pueden lograrse por una infinita variedad de combinaciones. No puede expresarse adecuadamente en una finalidad singular, sino tan sólo en una jerarquía de fines, en una amplia escala de valores en la que cada necesidad de cada persona tiene su sitio. Dirigir todas nuestras actividades de acuerdo con un solo plan supone que a cada una de nuestras necesidades se le dé su lugar en una ordenación de valores que ha de ser lo bastante completa para permitir la decisión entre todas las diferentes vías que el planificador tiene para elegir. Supone, en resumen, la existencia de un completo código ético en el que todos los diferentes valores humanos han recibido el sitio debido.
La concepción de un código ético completo no es familiar, y exige un cierto esfuerzo imaginativo para ver lo que envuelve. No tenemos el hábito de pensar en códigos morales como algo más o menos completo. El hecho de elegir nosotros constantemente entre diferentes valores sin un código social que nos prescriba cómo debemos elegir, no nos sorprende y no nos sugiere que nuestro código moral sea incompleto. En nuestra sociedad no hay ni ocasión ni razón para que la gente desarrolle opiniones comunes sobre lo que en cada situación deba hacerse. Pero donde todos los medios que han de usarse son propiedad de la sociedad, y han de usarse en nombre de la sociedad, de acuerdo con un plan unitario, una visión «social» acerca de lo que debe hacerse tiene que guiar todas las decisiones. En un mundo semejante, pronto encontraríamos que nuestro código moral está lleno de huecos.
No nos ocuparemos aquí de averiguar si convendría disponer de un código ético tan completo. Sólo indicaremos que, hasta el presente, al desarrollo de la civilización ha acompañado una constante reducción de la esfera en que las acciones individuales están sujetas a reglas fijas. Las reglas que componen nuestro código moral común han disminuido progresivamente y han tomado un carácter cada vez más general. Desde el hombre primitivo, que estaba atado a un complicado ritual en casi todas sus actividades diarias, que se veía limitado por innumerables tabúes y que apenas podía concebir un hacer algo de manera diferente que sus compañeros, la moral ha tendido, cada vez más, a constituir solamente los límites que circunscriben la esfera dentro de la cual el individuo puede comportarse a su gusto. La adopción de un código ético común suficientemente extenso para determinar un plan económico unitario significaría una inversión completa de esa tendencia.
Lo esencial para nosotros es que no existe un código ético tan completo. El intento de dirigir toda la actividad económica de acuerdo con un solo plan alzaría innumerables cuestiones, cuya respuesta sólo podría provenir de una regla moral, pero la ética existente no tiene respuesta para ellas, y cuando la tiene, no hay acuerdo respecto a lo que se deba hacer. La gente, o no tiene opiniones definidas, o tiene opiniones opuestas sobre estas cuestiones, porque en la sociedad libre en que hemos vivido no ha existido ocasión para pensar sobre ellas y todavía menos para formar una opinión común.
No es sólo que carezcamos de una escala de valores que lo abarque todo; es que sería imposible para una mente abarcar la infinita variedad de las diversas necesidades de las diferentes personas que compiten por los recursos disponibles y asignar un peso definido a cada una. Para nuestro problema es de menor importancia si los fines que son la aspiración de una persona abarcan sólo sus propias necesidades individuales o incluyen las necesidades de sus allegados más cercanos o incluso las de los más distantes; es decir, si es egoísta o altruista, en el sentido ordinario de estas palabras. El hecho trascendental es que al hombre le es imposible abarcar un campo ilimitado, sentir la urgencia de un número ilimitado de necesidades. Se centre su atención sobre sus propias necesidades físicas o tome con cálido interés el bienestar de cualquier ser humano que conozca, los fines de que puede ocuparse serán tan sólo y siempre una fracción infinitésima de las necesidades de todos los hombres.
Sobre este hecho fundamental descansa la filosofía entera del individualismo. Éste no supone, como se afirma con frecuencia, que el hombre es interesado o egoísta o que deba serlo. Se limita a partir del hecho indiscutible de que la limitación de nuestras facultades imaginativas sólo permite incluir en nuestra escala de valores un sector de las necesidades de la sociedad entera, y que, hablando estrictamente, como sólo en las mentes individuales pueden existir escalas de valores, no hay sino escalas parciales, escalas que son inevitablemente diferentes y a menudo contradictorias entre sí. De esto, el individualista concluye que debe dejarse a cada individuo, dentro de límites definidos, seguir sus propios valores y preferencias antes que los de otro cualquiera, que el sistema de fines del individuo debe ser supremo dentro de estas esferas y no estar sujeto al dictado de los demás. El reconocimiento del individuo como juez supremo de sus fines, la creencia en que, en lo posible, sus propios fines deben gobernar sus acciones, es lo que constituye la esencia de la posición individualista.
Esta posición no excluye, por lo demás, el reconocimiento de unos fines sociales, o, mejor, de una coincidencia de fines individuales que aconseja a los hombres concertarse para su consecución. Pero limita esta acción común a los casos en que coinciden las opiniones individuales. Lo que se llaman «fines sociales» son para ella simplemente fines idénticos de muchos individuos o fines a cuyo logro los individuos están dispuestos a contribuir, en pago de la asistencia que reciben para la satisfacción de sus propios deseos. La acción común se limita así a los campos en que las gentes concuerdan sobre fines comunes. Con mucha frecuencia, estos fines comunes no serán fines últimos de los individuos, sino medios que las diferentes personas pueden usar con diversos propósitos. De hecho, las gentes están más dispuestas a convenir en una acción común cuando el fin común no es un fin último para ellas, sino un medio capaz de servir a una gran variedad de propósitos.
Cuando los individuos se combinan en un esfuerzo conjunto para realizar fines que les son comunes, las organizaciones, como el Estado, que forman con ese propósito reciben sistemas de fines propios y medios propios. Pero la organización así formada no deja de ser una «persona» entre otras; en el caso del Estado, mucho más poderosa que cualquier otra, cierto es, pero también con su esfera separada y limitada, sólo dentro de la cual son supremos sus fines. Los límites de esta esfera están determinados por la extensión en que los individuos se conciertan sobre fines particulares; y la probabilidad del acuerdo sobre una particular vía de acción decrece necesariamente a medida que se extiende el alcance de esta acción. Hay ciertas funciones del Estado en cuyo ejercicio se logrará prácticamente la unanimidad entre sus ciudadanos; habrá otras sobre las cuales recaerá el acuerdo de una mayoría importante, y así, sucesivamente, hasta llegar a campos donde, aunque cada individuo desearía que el Estado actuase de alguna manera, habría casi tantas opiniones como personas acerca de lo que el Estado debiera hacer.
Sólo podemos contar con un acuerdo voluntario para guiar la acción del Estado cuando ésta se limita a las esferas en que el acuerdo existe. Pero no sólo cuando el Estado emprende una acción directa en campos donde no existe tal acuerdo es cuando se ve obligado a suprimir la libertad individual. Por desgracia, no podemos extender indefinidamente la esfera de la acción común y mantener, sin embargo, la libertad de cada individuo en su propia esfera. Cuando el sector comunal, en el que el Estado domina todos los medios, llega a sobrepasar una cierta proporción de la totalidad, los efectos de sus acciones dominan el sistema entero. Si el Estado domina directamente el uso de una gran parte de ios recursos disponibles, los efectos de sus decisiones sobre el resto del sistema económico se hacen tan grandes, que indirectamente lo domina casi todo. Donde, como aconteció, por ejemplo, en Alemania ya desde 1928, las autoridades centrales y locales dominan directamente el uso de más de la mitad de la renta nacional (según una estimación oficial alemana de entonces, el 53 por 100), dominan indirectamente casi la vida económica entera de la nación. Apenas hay entonces un fin individual que para su logro no dependa de la acción del Estado, y la «escala social de valores» que guía la acción del Estado tiene que abarcar prácticamente todos ios fines individuales.
No es difícil ver cuáles serán las consecuencias si la democracia se lanza a una carrera de planificación que en su ejecución requiera más conformidad que la que de hecho existe. La gente puede ponerse de acuerdo para adoptar un sistema de economía dirigida porque esté convencida de que producirá una gran prosperidad. En las discusiones que a esta decisión llevasen, el objetivo de la planificación se habría descrito con una expresión tal como el «bienestar común», que no hace sino ocultar la falta de un acuerdo real sobre los fines de la planificación. El acuerdo sólo existirá de hecho sobre el mecanismo utilizable. Pero es un mecanismo que sólo puede utilizarse para un fin común; y la cuestión del fin preciso hacia el que ha de dirigirse toda la actividad surgirá tan pronto como el poder ejecutivo tenga que traducir la demanda de un plan único en la materialización de un plan particular. Resultará entonces que el acuerdo sobre la deseabilidad de la planificación no encuentra apoyo en un acuerdo sobre los fines a los que ha de servir el plan. El efecto del acuerdo general respecto a la adopción de una planificación centralizada, sin un acuerdo sobre sus fines, sería como si un grupo de personas se comprometiesen a pasar un día juntas, sin lograr acuerdo sobre el lugar preferido, con el resultado de que todas se verían forzadas a una excursión que la mayor parte de ellas no desearían en modo alguno. Uno de los rasgos que más contribuyen a determinar el carácter de un sistema planificado es que la planificación crea un estado de cosas en el que nos es necesario el acuerdo sobre un número de cuestiones mucho mayor de lo que es costumbre, y que en un sistema planificado no podemos limitar la acción colectiva a las tareas en que cabe llegar a un acuerdo, sino que nos vemos forzados a llegar a un acuerdo sobre todo, si es que ha de ser posible una acción cualquiera.
Puede suceder que el pueblo haya expresado unánimemente el deseo de que el Parlamento prepare un plan económico completo, sin que para ello ni el pueblo ni sus representantes necesiten estar de acuerdo sobre plan alguno en particular. La incapacidad de las asambleas democráticas para llevar a término lo que parece ser un claro mandato del pueblo causará, inevitablemente, insatisfacción en cuanto a las instituciones democráticas mismas. Los parlamentos comienzan a ser mirados como ineficaces tertulias, incapaces de realizar las tareas para las que fueron convocados. Crece el convencimiento de que, si ha de lograrse una planificación eficaz, la dirección tiene que quedar «fuera de la política» y colocarse en manos de expertos, funcionarios permanentes u organismos autónomos.
Los socialistas conocen muy bien la dificultad. Pronto hará medio siglo que los Webb comenzaron a lamentarse de «la creciente incapacidad de la Cámara de los Comunes para cumplir su cometido»
[26]
. Más recientemente, el profesor Laski ha perfeccionado el argumento:
Es del dominio común que la actual máquina parlamentaria resulta por completo inadecuada para aprobar rápidamente una gran masa de complicada legislación. El Gobierno nacional, por lo demás, lo ha admitido en realidad al dar vida a sus medidas económicas y aduaneras, no por un minucioso debate en los Comunes, sino gracias a un extenso sistema de legislación delegada. Un gobierno laborista, creo yo, operaría sobre la base de este amplio precedente. Reduciría los Comunes a las dos funciones que puede en realidad llenar: el examen de las reclamaciones y la discusión de los principios generales de sus medidas. Sus leyes tendrían el carácter de fórmulas generales confiriendo amplios poderes a los departamentos ministeriales competentes, y estos poderes serían ejercidos por decretos, a los cuales podrían oponerse los Comunes con un voto de censura. La necesidad y el valor de la legislación delegada han sido reafirmados con gran fuerza en fecha reciente por la comisión Donoughmore, y su ampliación es inevitable si no ha de hundirse el proceso de socialización bajo los métodos de obstrucción normales sancionados por el actual procedimiento parlamentario.
Y para que quede bien claro que un gobierno socialista no debe dejarse estorbar mucho por el procedimiento democrático, el profesor Laski, al final del mismo artículo, plantea la cuestión de «si, en un período de tránsito hacia el socialismo, un gobierno laborista puede arriesgarse a que el resultado de las primeras elecciones generales arruine sus medidas»; y, significativamente, la deja sin respuesta
[27]
.
Es importante ver con claridad las causas de esta admitida ineficacia de ios parlamentos cuando se enfrentan con una administración detallada de los asuntos económicos de la nación. La falta no está en las personas de los representantes ni en las instituciones parlamentarias en cuanto tales, sino en las contradicciones inherentes a la tarea que se les encomienda. No se les pide que actúen en lo que puedan estar de acuerdo, sino que lleguen a un acuerdo en todo, a un acuerdo sobre la completa dirección de los recursos nacionales. Para una tarea semejante, empero, el sistema de la decisión por mayoría es inapropiado. Las mayorías se lograrán cuando se trate de una elección entre pocas alternativas; pero es una superstición el creer que tiene que existir una opinión mayoritaria sobre todas las cosas. No hay razón para que deba existir una mayoría dentro de cada una de las diferentes vías posibles de acción positiva si su número forma legión. Cada miembro de la asamblea legislativa puede preferir, para la dirección de la actividad económica, algún particular plan antes que la falta de plan, mas, para la mayoría, puede no resultar ningún plan preferible a la falta de todo plan.