Los animales de caza no abundan y una zona se agota rápidamente, de modo que un grupo ha de mantenerse constantemente en movimiento… He asistido a cacerías de cinco días con los yanomamo, en zonas en las que durante décadas no se había cazado, y si no hubiésemos llevado algunos alimentos, habríamos estado sumamente hambrientos al final de ese período… ni siquiera capturamos comida suficiente para alimentarnos a nosotros mismos.
Chagnon podría haber sacado fácilmente una impresión falsa de superabundancia si su observación posterior corresponde a las «tierras de nadie» entre los territorios aldeanos. Esa sería exactamente la impresión que uno esperaría si dichas tierras sirvieran como refugios animales donde se conserva el ganado de cría.
No sostengo que exista una disminución real en la ración de proteínas per capita de los yanomamo como consecuencia del agotamiento de los recursos animales. Al recorrer distancias más largas, capturar animales menores, coger insectos y gusanos, sustituir las proteínas animales por las vegetales y aumentar la tasa de infanticidio femenino (reduciendo la tasa de crecimiento demográfico a medida que se aproxima el punto de escisión de la aldea), la gente puede evitar los síntomas clínicos reales de las deficiencias proteínicas. Daniel Gross, del Hunter College, ha señalado que esos síntomas rara vez han sido registrados entre los amazonas que mantienen su modo de vida aborigen. La ausencia de dichos síntomas ha conducido a algunos observadores a subestimar el significado causal de las proteínas animales en la evolución de las sociedades grupales y aldeanas. Pero si la guerra entre los yanomamo forma parte de un sistema de regulación de la población, el funcionamiento correcto de dicho sistema consiste en evitar que las poblaciones alcancen densidades en las cuales los adultos resultan desnutridos y débiles. Por ello, la falta de síntomas clínicos no puede tomarse como prueba en contra de la existencia de presiones ecológicas y reproductoras agudas. Gross ha calculado que la ingestión diaria de proteínas animales per capita en los grupos aldeanos del bosque tropical alcanza un promedio de 35 gramos. Aunque está muy por encima de las necesidades nutritivas mínimas, es aproximadamente la mitad de los 66 gramos de proteínas animales consumidos diariamente per capita en Estados Unidos. Los norteamericanos alcanzarían el cálculo de ingestión media de proteínas animales de Gross al comer una gran hamburguesa (5,5 onzas) una vez al día. No es una comparación muy impresionante para los habilidosos cazadores que viven en medio de la selva más grande del mundo. ¿Cuánta carne obtienen los yanomamo? William Smole ha hecho la única afirmación definida sobre el tema. Aunque la caza es indispensable para el estilo de vida yanomamo y a todos les gusta mucho comer carne fresca, Smole informa:
No es excepcional que pasen varios días seguidos durante los cuales ningún hombre de una shabono [aldea] sale de caza o en los que se come poca o ninguna carne.
El hecho es que, bajo las condiciones del bosque tropical, se necesita una enorme cantidad de tierra para asegurarse incluso la modesta ingestión de 35 gramos diarios per capita de proteínas animales. Además, el aumento proporcional de la zona esencial para mantener este nivel de consumo es mayor que cualquier otro aumento en el tamaño de la aldea. Las aldeas grandes provocan disturbios proporcionalmente mayores que las pequeñas puesto que el nivel cotidiano de actividad de una aldea grande provoca un efecto adverso en la disponibilidad de animales de caza durante varios kilómetros a la redonda. A medida que una aldea se expande, sus partidas de caza tienen que recorrer distancias cada vez mayores para encontrar una abundancia razonable de animales de caza. Rápidamente se llega a un punto crítico cuando, a fin de no volver con las manos vacías, los cazadores deben pasar fuera la noche y esto no es algo que les guste hacer en una región de combates intensos. En consecuencia, los aldeanos están obligados a aceptar una reducción de las raciones de carne o a dividirse y dispersarse. Al final escogen esta última posibilidad.
¿Cómo reaccionan los yanomamo ante la presión contra los recursos proteínicos y cómo la traducen en la división real de una aldea? Chagnon pone de relieve el hecho de que las divisiones de aldeas están precedidas por un incremento de la lucha por las mujeres. Gracias al relato de Helena Valero, una brasileña capturada por los yanomamo, sabemos que las esposas se dedican a insultar a sus maridos cuando la provisión de animales de caza merma, práctica común entre muchos otros grupos del bosque tropical. Los mismos hombres, después de regresar con las manos vacías, se muestran susceptibles con respecto a la insubordinación real o imaginaria por parte de sus esposas y de sus hermanos menores. Al mismo tiempo, el fallo de los hombres envalentona a las esposas y a los hombres jóvenes no casados para indagar la debilidad de los maridos, los mayores y los caciques. El adulterio y la brujería aumentan, de hecho y en la fantasía. Las facciones se solidifican y las tensiones crecen.
La escisión de una aldea yanomamo no puede ocurrir pacíficamente. Los que se alejan sufren inevitablemente grandes castigos pues están obligados a transportar los pesados esquejes de plátano y llantén hasta los nuevos huertos, a buscar refugio entre los aliados y a pagar la comida y la protección con dones de mujeres mientras esperan que los nuevos árboles maduren. Muchos ataques de una aldea contra otra representan la prolongación de las disputas intra-aldeanas. Las incursiones entre aldeas no emparentadas también aumentan con el ascenso de las tensiones dentro de las aldeas. A medida que las expediciones de caza recorren distancias mayores en busca de los recursos que disminuyen, los animales de caza, las incursiones en zonas tapón entre las aldeas, e incluso en los huertos enemigos, se tornan más frecuentes. Las tensiones en relación con las mujeres conducen a incursiones más frecuentes en busca de mujeres, como alternativa del adulterio y como validación de la masculinidad y de las jerarquías de caciques amenazados.
No intentaré describir detalladamente todos los mecanismos que sirven para anunciar y transmitir la amenaza del agotamiento de recursos animales y que movilizan la conducta compensatoria de las escisiones y la dispersión de las aldeas. Pero estoy convencido de que he ofrecido pruebas suficientes para demostrar que el caso de los yanomamo fortalece la teoría de que la guerra grupal y aldeana forma parte de un sistema para dispersar a las poblaciones y reducir su tasa de crecimiento.
La práctica de la guerra es responsable de una amplia gama de instituciones de supremacía masculina entre las sociedades grupales y aldeanas. La existencia de estas instituciones constituye una fuente de desconcierto y de confusión para los partidarios de los derechos de la mujer. Muchas mujeres temen que si la supremacía masculina ha existido durante tanto tiempo, tal vez sea realmente «natural» que los hombres dominen a las mujeres. Pero es un temor infundado. Las instituciones de supremacía masculina surgieron como una de las consecuencias de la guerra, del monopolio masculino de las armas y del empleo del sexo para el fomento de las personalidades masculinas agresivas. Como ya he mostrado, la guerra no es expresión de la naturaleza humana, sino una respuesta a las presiones reproductoras y ecológicas. En consecuencia, la supremacía masculina no es más natural que la guerra.
Lamentablemente, las feministas han intentado oponerse a la opinión de que la supremacía masculina es natural al negar que existía entre la mayoría de los pueblos grupales y aldeanos. Entre los no antropólogos, tal criterio condujo a la resurrección de las teorías místicas acerca de una edad dorada del matriarcado, cuando las mujeres reinaban supremamente sobre los hombres. Ni los mismos antropólogos han podido hallar algo que justifique la exhumación de este cadáver del siglo diecinueve. Pero han intentado mostrar que el alcance y la intensidad del complejo de supremacía masculina ha sido exagerado. En los casos más extremos, las feministas han insistido recientemente en que la alta incidencia registrada de instituciones de supremacía masculina es una ilusión creada por las mentes sexistas de los observadores masculinos responsables de la mayoría de las descripciones de la vida grupal y aldeana.
Los que creen que las instituciones de supremacía masculina no son más comunes que los conjuntos institucionales de supremacía femenina o sexualmente equilibrados, muestran una falta de comprensión hacia el prejuicio que realmente domina y dirige las carreras profesionales de los antropólogos culturales, sean hombres o mujeres. Este prejuicio refleja la tentación casi irresistible de sostener que uno ha realizado un trabajo de campo en un grupo cuyas costumbres están lo bastante apartadas de lo común, para justificar el esfuerzo y los gastos vinculados al aprendizaje de éstas. (Recuerdo muy bien mi propio disgusto por haber elegido un trabajo de campo entre los bathonga, un grupo patrilineal del sur de Mozambique, cuando con un poco más de previsión podría haber convencido a la Fundación Ford de que me dejara ir a una cultura matrilineal más exótica y, en consecuencia, profesionalmente más satisfactoria, situada ligeramente al norte). En lugar de estar predispuestos a pasar por alto la existencia de instituciones que moderan el poder y la autoridad masculinos, la mayoría de los etnógrafos no conciben nada más satisfactorio que poder escribir artículos periodísticos sobre «residencia posmarital uxorilocal» o un bonito caso de «descendencia matrilineal con poliandria». Si pienso en esto, me resulta imposible creer que las sobrecogedoras regularidades estadísticas indicativas de prejuicios estructurales prácticamente universales contra las mujeres no son más que motas en los ojos de los trabajadores de campo masculinos.
En su Ethnographic Atlas, George P. Murdock menciona 1.179 sociedades. En las tres cuartas partes de estas sociedades, cuando las mujeres se casan deben mudarse al hogar de su marido o de los parientes paternos de su marido, en tanto que sólo en la décima parte los novios deben ir a vivir al hogar de su desposada o de los parientes maternos de su desposada. La cuenta de la descendencia de los hijos muestra una asimetría semejante. En las mismas 1.179 sociedades, los hijos son considerados miembros del grupo de descendencia paterna (linaje o clan) cinco veces con más frecuencia que con la que son considerados miembros del grupo de descendencia materna; es decir, la patrilinealidad es cinco veces más común que la matrilinealidad. Y sólo en alrededor de un tercio de las culturas donde la descendencia corresponde a la línea materna, los hijos casados permanecen con la madre. En otro tercio de dichas culturas, los hijos varones casados dejan de vivir con la madre y residen en la casa del hermano de ella. Esta pauta, denominada avunculocalidad (residencia con el avunculus, palabra latina que significa «hermano de la madre»), implica que es el hermano de la madre el que controla los hijos y la propiedad del grupo familiar aunque la descendencia corresponda a la línea femenina. Cabe señalar que la pauta opuesta no existe, aunque su ausencia no ha impedido que los antropólogos utilizaran la palabra «amitalocalidad» para identificarla. Si la amitalocalidad existiera, en una sociedad con descendencia patrilineal un hombre casado estaría obligado a acompañar a su esposa a la residencia de la hermana del padre de ella. Esto implicaría que, a pesar de la cuenta de la descendencia en la línea masculina, sería la hermana del padre la que controlaría los hijos y la propiedad del grupo familiar.
Los tipos de matrimonio también dan fe del dominio de los hombres en los asuntos internos. La poligamia (un marido, varias esposas) tiene lugar con una frecuencia 100 veces mayor que la poliandria (una esposa, varios maridos) y es la forma matrimonial funcionalmente mejor adaptada para utilizar el sexo y las mujeres como recompensas de la conducta «masculina» agresiva. Por otro lado, la poliandria es la forma que mejor se adaptaría a una sociedad dominada por mujeres y en la cual los maridos serviles serían las recompensas de una feminidad feroz y competitiva. Dichas sociedades tendrían pocas posibilidades de éxito en una guerra contra enemigos, entre los cuales los especialistas militares fueran hombres robustos y agresivos. Esto sugiere por qué tan pocas sociedades grupales y aldeanas alientan a las mujeres para que coleccionen maridos, del mismo modo que tantas alientan a los hombres para que coleccionen esposas.
Otra institución común relacionada con el matrimonio ofrece aún más pruebas de la supremacía masculina culturalmente inducida en relación con la guerra y, en última instancia, con las presiones ecológicas y reproductoras. En el matrimonio, es sumamente común una transferencia de objetos de valor por parte de la familia del novio a la de la novia. Esta transferencia, conocida con el nombre de «precio de la novia», compensa a la familia de la novia por la pérdida de sus valiosos servicios productivos y reproductores. Es sorprendente que el opuesto lógico del precio de la novia —el precio del novio—, prácticamente no exista. (Un solo caso, del que Jill Nash me informó recientemente, es el de los nagovisi de Bougainville, entre los que las hermanas y la madre de la novia dan una compensación económica a las hermanas y la madre del novio por la pérdida de sus valiosos servicios productivos y reproductores). El término «precio del novio» no debe confundirse con la «dote», que es otra forma de intercambio de riquezas durante el matrimonio. La dote tiene lugar en las sociedades patrilineales y es entregada por el padre y el hermano de la novia al novio o a su padre. Pero no se la considera una compensación por la pérdida de los servicios productivos y reproductores del novio. Más bien está destinada a ayudar a cubrir los costes de mantener a una mujer económicamente onerosa, o como pago para el establecimiento de alianzas políticas, económicas, de casta, o étnicas, valiosas para el padre y los hermanos de la novia.
Estas relaciones matrimoniales que privilegian al hombre apoyan la teoría del antropólogo francés Claude Lévi-Strauss de que el matrimonio es un «don» de mujeres intercambiado entre los hombres. «Los hombres intercambian mujeres; las mujeres nunca intercambian hombres», insiste Lévi-Strauss. No obstante, Lévi-Strauss nunca ha ofrecido una explicación de por qué esto es así.
Las instituciones políticas de las sociedades grupales y aldeanas también suelen estar dominadas por los hombres. Las sociedades patrilineales siempre tienen caciques aldeanos más que mujeres caciques y el liderazgo religioso en la mayoría de las sociedades grupales y aldeanas también se centra alrededor del hombre; existen algunas chamanes —las adeptas a enfrentar las fuerzas sobrenaturales—, pero casi siempre son menos numerosas y destacan en menor medida que sus equivalentes masculinos.