Las sociedades grupales y aldeanas consideran que las mujeres son ritualmente impuras durante la menstruación. Consideran la sangre menstrual como contaminante. Pero en los rituales utilizan semen con el propósito de mejorar la salud y el bienestar del grupo. A lo largo y a lo ancho del mundo, los hombres amenazan a las mujeres y a los niños con «matracas» (objetos resonantes sostenidos de una cuerda), máscaras y otros objetos cuya naturaleza se mantiene oculta a las mujeres. Los casinos de hombres, en los cuales se almacenan estos objetos y de los cuales las mujeres están excluidas, también forman parte del mismo conjunto institucional. Por otro lado, las mujeres rara vez amenazan ritualmente a los hombres y no conozco ninguna aldea que cuente con un casino donde las mujeres se reúnan para protegerse de la contaminación producida por sus maridos.
Por último, en la mayoría de las sociedades grupales y aldeanas el dominio masculino se evidencia en la división del trabajo. Las mujeres realizan tareas pesadas como desherbar, moler y machacar semillas, recoger agua y leña, llevar de una parte a otra los hijos pequeños y los enseres de la casa y cocinar rutinariamente.
Mi argumento consiste en que todas estas instituciones sexualmente asimétricas se originaron como consecuencia de la guerra y del monopolio masculino sobre las armas militares. La guerra exigía la organización de comunidades en torno a un núcleo residente de padres, hermanos y sus hijos.
Tal proceder condujo al control de los recursos por los grupos de intereses paternos-fraternos y al intercambio de hermanas e hijas entre esos grupos (patrilinealidad, patrilocalidad y precio de la novia), a la asignación de mujeres como recompensa por la agresividad masculina y de ahí a la poligamia. La asignación de las tareas pesadas a las mujeres y su subordinación y devaluación rituales surge automáticamente de la necesidad de recompensar a los hombres a costa de las mujeres y de ofrecer justificaciones sobrenaturales de todo el contexto de supremacía masculina.
¿Qué ha impedido que otros vieran la relación causal entre la guerra y todas estas instituciones que privilegian al hombre? El obstáculo siempre ha sido que algunas de las sociedades aldeanas más combativas parecen haber tenido tendencias muy débiles o nulas de supremacía masculina. Los iroqueses, por ejemplo, son conocidos por su lucha incesante y por el entrenamiento de los varones para que logren hacerse inmunes al dolor. También son famosos por el implacable trato que daban a los prisioneros de guerra. Los cautivos eran obligados a correr baquetas, les arrancaban las uñas de los dedos y les cortaban los miembros y, finalmente, eran decapitados o cocinados vivos en la hoguera… después de lo cual consumían sus restos en festines de canibalismo. Pero los iraqueses eran matrilineales, matrilocales, no pagaban el precio de la novia, eran más o menos monógamos y carecían de un elaborado complejo religioso para intimidar o aislar a las mujeres. Muchas sociedades muestran una pauta similar de militarismo intenso combinado con una descendencia más matrilineal que patrilineal y con instituciones de supremacías masculina más débiles que fuertes. Sin embargo, no olvidemos que las sociedades matrilineales constituyen algo menos del 15 por ciento de todos los casos.
A decir verdad, la asociación entre instituciones matrilineales y una forma feroz de militarismo es demasiado constante para que sea producto del azar. Si uno no estuviera convencido de que la guerra fue responsable de los complejos patrilineales-patrilocales, una conclusión lógica consistiría en que, de algún modo, también fue responsable de los complejos matrilineales-matrilocales. Obviamente, la solución de este problema radica en que existen diversos tipos de guerra. Las sociedades aldeanas matrilineales suelen practicar un tipo de guerra distinto al practicado por las sociedades aldeanas patrilineales, como los yanomamo. William Divale fue el primero en demostrar que las sociedades matrilineales practican típicamente una «guerra externa», es decir, la penetración de grandes bandas incursoras en los territorios de enemigos lejanos que son, lingüística y etnológicamente, distintos de los atacantes. La guerra entre los grupos y las aldeas patrilineales como los yanomamo, por otro lado, se denomina «guerra interna» porque implica ataques de pequeños grupos de incursores en las aldeas cercanas, en las que los enemigos hablan el mismo idioma y, probablemente, comparten un antepasado común bastante reciente, de ahí la denominación de «guerra interna».
La lógica que sustenta la relación entre matrilinealidad y guerra externa es la siguiente: los hombres casados que se mudan a una casa comunal matrilocal iroquesa provienen de familias y aldeas distintas. El cambio de residencia les impide ver sus intereses exclusivamente en términos de lo que es bueno para sus padres, hermanos e hijos y, al mismo tiempo, los pone en contacto cotidiano con los hombres de las aldeas cercanas. Esto promueve la paz entre las aldeas vecinas y establece las bases para que los hombres cooperen en la formación de grandes bandas guerreras capaces de atacar a enemigos situados a cientos de kilómetros de distancia. (Los ejércitos iroqueses que se componían de más de 500 guerreros organizaron, desde Nueva York, ataques contra blancos situados en sitios tan lejanos como Illinois). Divale ha ampliado el número de casos a los que se aplica esta lógica al sugerir que los pueblos patrilineales atacados por grupos matrilineales y organizados, también tenían que adoptar una organización semejante en poco tiempo para no ser destruidos.
Pero quiero hacer una advertencia contra la conclusión de que todos los casos de organización matrilineal están relacionados con la práctica de la guerra externa. La ausencia prolongada de los hombres por cualquier motivo puede centrar la atención en las mujeres como portadoras de títulos y guardianas de los intereses masculinos. Las expediciones de caza y de pesca y el comercio a larga distancia son dos actividades centradas en torno al hombre, actividades que también se asocian con la matrilinealidad. La lógica es semejante a la que se aplica a la guerra: los hombres deben unirse para empresas peligrosas que exigirán que estén lejos de sus casas, de sus tierras y otras propiedades durante semanas o meses. Esas ausencias tan prolongadas determinan que las mujeres asuman la responsabilidad de tomar las decisiones sobre las pautas del trabajo cotidiano y sobre la atención y educación de los hijos, además de cargar con la producción agrícola de los huertos y los campos. Los cambios de las organizaciones patrilineales a matrilineales surgen como un intento por parte de los hombres ausentes de transferir a sus hermanas el cuidado de las casas, las tierras y las propiedades de posesión conjunta. Los hombres ausentes confían en sus hermanas más que en sus esposas porque éstas provienen del grupo de interés paterno de otra persona y sus lealtades están divididas. Sin embargo, las hermanas que permanecen en casa tienen los mismos intereses de propiedad que los hermanos. En consecuencia, los hermanos ausentes desaprueban los matrimonios que alejarían a las hermanas de la casa en que crecieron juntos. Las hermanas se muestran muy felices de obedecer, ya que el matrimonio patrilocal las expone a malos tratos a manos de maridos con supremacía masculina y de suegros y suegras poco compasivos.
No es necesario que la transición real de la patrilocalidad a la matrilocalidad implique un cambio institucional súbito y traumático. Puede tener lugar mediante el simple recurso de cambiar el precio de la novia por el servicio de la novia. En síntesis, en lugar de transferir objetos de valor como preludio para separar a la novia de sus familiares, el marido se instala transitoriamente con éstos, caza para ellos y los ayuda a despejar sus campos. A partir de esta situación, sólo bastará un pequeño paso para llegar a los tipos de matrimonio característicos de los sistemas matrilineales y matrilocales. Esos matrimonios son enlaces fáciles de romper en los que los maridos son considerados, en realidad, como transeúntes temporarios con privilegios sexuales, a los que puede pedirse que se marchen en cuanto su presencia provoca el más leve inconveniente. Por ejemplo, entre los matrilocales indios pueblo de Atizona y Nuevo México, los maridos molestos eran despedidos mediante el simple recurso de colocar sus mocasines en el lado exterior de la puerta. Las mujeres iroquesas en cualquier momento deciden ordenar a un hombre que recoja su manta y se marche a otra parte; Lewis Henry Morgan comentó acerca del matrimonio iroqués: «Los motivos más frívolos o el capricho del momento bastaban para romper el vínculo matrimonial». Entre los nayars, una casta matrilineal militarista de la Costa de Malabar, en la India, la insignificancia de los maridos llegó al punto en que la residencia conjunta estaba limitada a las visitas nocturnas.
Las familias que se componen de un núcleo residente de madres, hermanas e hijas, en las que los hombres están lejos en acciones de guerra, otras expediciones o transitoriamente instalados con la familia de su esposa, son incompatibles con la ideología y la práctica de la descendencia y la herencia patrilineales. Ya no es en sus propios hijos —dispersados entre las diversas casas en las que residió durante sus enlaces ambulantes— en los que un hombre puede buscar la continuidad de su hogar y sus tierras; más bien es en los hijos de su hermana, que crecerán donde él mismo creció. O, para analizar la misma situación desde la perspectiva de los hijos, no es a su padre hacia el cual pueden volverse en busca de seguridad y herencia sino hacia el hermano de su madre.
Enfrentemos otra complicación. No todas las sociedades preestatales expansionistas que practican la guerra externa están organizadas matrilinealmente. En África, por ejemplo, sociedades de pastores como los nuer y los massai se abocaban a la guerra externa pero eran patrilineales-patrilocales.
Estos grupos exigen un análisis separado. La mayoría de las sociedades pre-estatales de pastores nómadas o seminómadas son expansionistas y sumamente militaristas, además de poderosamente patrilineales o patrilocales más que matrilineales o matrilocales. El motivo reside en que la fuente principal de subsistencia y riqueza de los pastores son los animales más que los cultivos en el campo. Cuando los pastores pre-estatales intensifican la producción y a raíz de la presión demográfica invaden los territorios de sus vecinos, los combatientes masculinos no necesitan preocuparse por lo que ocurre en el hogar. Como los pastores generalmente van a la guerra con el fin de llevar a su ganado a mejores pasturas, el «hogar» los sigue. Por ello la guerra expansionista de los pueblos pastores pre-estatales no se caracteriza por las incursiones estacionales a larga distancia desde una base-hogar, como ocurre entre muchas sociedades matrilineales agrícolas, sino por la migración de comunidades enteras: hombres, mujeres, niños y ganado.
El descubrimiento de la relación entre la guerra externa y el desarrollo de las instituciones matrilineales aclara muchos enigmas que durante más de un siglo han importunado a los antropólogos. Ahora podemos ver por qué el matriarcado jamás reemplazó al patriarcado, la poliandria a la poligamia o el precio del novio al precio de la novia. El matriarcado permanecerá excluido mientras los hombres sigan monopolizando las técnicas y la tecnología de la violencia física. El motivo por el cual la residencia con los hermanos de la madre —avúnculocalidad— es tan común en las sociedades matrilineales consiste en que los hombres se niegan a permitir que sus hermanas dominen el reparto de la propiedad materna conjunta. El motivo por el cual la amitalocalidad no existe consiste en que las mujeres —las hermanas del padre— nunca pueden ejercitar sobre la propiedad paterna un grado de control mayor al ejercitado por sus hermanos. El motivo por el cual el precio del novio virtualmente no se produce reside en que en los sistemas matrilineales los maridos nunca ocupan una posición semejante a la de las esposas en los sistemas patrilineales. No se los incorpora como dependientes en el grupo interno de la esposa ni entregan a sus hermanas el control de sus asuntos internos; en consecuencia, las esposas no pagan el precio del novio a las hermanas de su marido en compensación por la perdida de los servicios productivos y reproductores del hombre. Y el motivo por el cual las sociedades matrilineales no son poliándricas con la misma frecuencia que son poligámicas reside en que el sexo sigue utilizándose como recompensa del valor masculino. Ningún cazador de cabezas o arrancador de cabelleras endurecido por la batalla se asentará en la felicidad conyugal en compañía de cuatro o cinco de sus compañeros inseparables bajo la tutela de una sola mujer (aunque el hecho de compartir concubinas y la violación en pandilla se resuelve fácilmente).
Todo esto no niega que el desarrollo de las instituciones matrilineales ejerce una influencia moderadora en la severidad del complejo de supremacía masculina. Por motivos asociados a la explicación del cambio a la guerra externa, que analizaré más tarde, la matrilinealidad conduce a una disminución de la preferencia por el infanticidio femenino e, incluso, a un cambio de preferencia con respecto al sexo del primogénito. Por ejemplo, un hombre iroqués quería que sus hermanas tuvieran hijas para que su matrilinaje no se acabara y en los lugares en los que se respeta estrictamente la matrilocalidad, un hombre que desea tener varias esposas deberá restringirse a mujeres que sean hermanas. (Como en el caso de los iroqueses, la poligamia formal fue frecuentemente abandonada en las sociedades matrilineales). Como ya he dicho, las mujeres rompen fácilmente los matrimonios en las sociedades matrilineales. Cuando un hombre es un huésped en la casa de su esposa, no puede maltratarla y esperar que ella lo acepte sin rebelarse. Pero esta moderación de la jerarquía sexista no debe confundirse con su anulación. En su deseo de subvertir los estereotipos comunes de la supremacía masculina, algunos antropólogos citan el efecto moderador de las instituciones matrilineales en el grado de control masculino como si se tratara de una prueba de igualdad sexual. No debemos dar demasiada importancia al hecho de que las mujeres iroquesas «se ofendían terriblemente al ser golpeadas por sus maridos». Y el hecho de que las mujeres «podían suicidarse para vengarse de los malos tratos» no es indicio de su igualdad con los hombres, como un investigador ha dado a entender recientemente. Lo importante es que ninguna mujer iroquesa se atrevería a golpear a su marido. Y si tal agresión alguna vez ocurriera, sin duda alguna el marido se «vengaría» de un modo más convincente que recurriendo al suicidio. No veo motivos para dudar de que Lewis Henry Morgan sabía a qué se refería cuando escribió que el hombre iroqués «consideraba a la mujer como inferior, dependiente y criada del hombre y, a causa de la educación y la costumbre, ella misma se consideraba realmente así». Los primeros observadores que expresaron opiniones contrarias a la de Morgan estaban totalmente anublados por la diferencia entre descendencia matrilineal y supremacía femenina.