Casa desolada (141 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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Resulta muy agradable ver a la anciana ama de llaves (que ya está más sorda) cuando va a la iglesia del brazo de su hijo, y observar (cosa que hacen pocos, porque ahora viene poca gente a la casa) las relaciones de ambos con Sir Leicester, y las de él con ellos. Tienen visitantes en pleno verano, cuando se ven entre las hojas una capa y un paraguas grises, desconocidos en Chesney Wold en otras épocas; cuando a veces se ve jugueteando a dos damiselas entre pozos escondidos y otros rincones del parque, y cuando el humo de dos pipas sube haciendo volutas por el aire fragante de la tarde, desde la puerta del soldado. Entonces se oye cómo trina una flauta desde dentro del pabellón, que toca el aire melodioso de los Granaderos Británicos y, al caer la tarde, una voz inflexible y estentórea dice, mientras los dos hombres se dan un paseo: «Pero es algo que nunca le digo a la viejita. Hay que mantener la disciplina».

Casi toda la casa está cerrada y ya no se enseña a los visitantes; pero Sir Leicester sigue manteniendo su corte reducida en el salón largo, pese a todo, y descansa en su sitio de siempre frente al retrato de Milady. El salón queda cerrado por la noche con amplias cortinas e iluminado sólo en esa parte, y la luz parece irse contrayendo y disminuyendo gradualmente hasta que desaparece. La verdad es que en muy poco tiempo más habrá desaparecido del todo para Sir Leicester, cuando la húmeda puerta del mausoleo, que tan herméticamente se cierra y que parece tan impenetrable, se haya abierto para darle acogida.

Volumnia, a la que con el paso del tiempo se le va poniendo más sonrosado el colorete de la cara, y más amarillo el blanco, lee a Sir Leicester en las largas veladas y se ve impulsada a diversos artificios para ocultar sus bostezos, el principal y más eficaz de cuyos artificios consiste en insertar el collar de perlas entre sus labios sonrosados. La base de sus lecturas la forman enormes tratados sobre la cuestión Buffy-Boodle, en los cuales se demuestra que Buffy es intachable y Boodle un villano, y cómo el país va a su perdición si es todo de Boodle y nada de Buffy, o a su salvación si es todo de Buffy y nada de Boodle (ha de ser una de las dos cosas, y ninguna otra). A Sir Leicester no le preocupa de qué se trate, y no parece que lo siga con mucha atención; aparte de eso, siempre parece despertarse cuando Volumnia se interrumpe, y repitiendo sonoramente las últimas palabras dichas por ella, le pregunta con un cierto desagrado si se siente fatigada. Sin embargo, Volumnia, en el transcurso de su revoloteo y su picoteo entre papeles, ha caído sobre un memorando relativo a ella en caso de que le pase algo a su pariente, que constituye una compensación generosa por un largo curso de lecturas, y mantiene a raya incluso al dragón del Aburrimiento.

Los primos eluden por lo general Chesney Wold en sus momentos aburridos, pero vuelven a él en la temporada de caza, cuando se oyen escopetas en las plantaciones y unos cuantos batidores y ojeadores dispersos esperan en los apostaderos antiguos a que lleguen las parejas y los tríos de primos desanimados. El primo debilitado, más debilitado todavía por lo apagada que está la casa, cae en un estado terrible de depresión, gime bajo almohadones penitenciales en las horas que no pasa con la escopeta y protesta que esto es como una cárcel, ¿no?… bastaría para, como diría yo, no volver nunca jamás, ¿verdad?

Las únicas grandes ocasiones para Volumnia, en este nuevo aspecto de la casa de Lincolnshire, son las ocasiones, escasas y muy esporádicas, en las que hay algo que hacer por el condado o por el país en forma de aparecer en un baile público. Entonces sí que la sílfide marchita aparece en forma de hada y marcha alegre escoltada por un primo a la fatigada sala de reuniones que se halla a catorce agotadoras millas de distancia, que en trescientos sesenta y cuatro días y noches del año ordinario es una especie de depósito de madera de las Antípodas, llena de viejas sillas y mesas puestas del revés. Entonces sí que cautiva todos los corazones con su condescendencia, su juvenil vivacidad y sus saltitos como en la época en que a aquel horrible general con la boca llena de dientes todavía no le había salido ni uno de ellos (a dos guineas la pieza). Entonces gira y se contonea, cual ninfa pastoral de buena familia, por el laberinto de la danza. Entonces aparecen los galanes con té, con limonada, con sandwiches, con homenajes. Entonces se muestra amable y cruel, majestuosa y sencilla, diversa, hermosamente voluntariosa. Entonces se advierte un singular paralelismo entre ella y los pequeños candelabros de cristal de otra época que adornan la sala de reuniones, que con sus flacos tallos, sus escasas lágrimas, sus desalentadores bultos donde no hay lágrimas, sus tallitos desnudos de los que han desaparecido bultos y lágrimas, y con su leve resplandor prismático, todos parecen Volumnias.

Por lo demás, para Volumnia la vida en Lincolnshire es un inmenso vacío de casa demasiado grande que contempla unos árboles que suspiran, se retuercen las manos, menean las cabezas y derraman sus lágrimas sobre las ventanas en monótonas depresiones. Un laberinto de grandeza que parece menos la propiedad de una familia antigua de seres humanos y sus imágenes fantasmales que una familia de ecos y truenos que salen de sus cien tumbas al menor sonido y siguen resonando por todo el edificio. Un desierto de pasillos y escaleras sin utilizar, en el cual si un peine cae al suelo de un dormitorio por la noche, su eco recorre toda la casa como una pisada sigilosa. Un lugar por el que a poca gente le gusta desplazarse sola, donde una doncella rompe a gritar si cae un ascua del fuego, se aficiona a llorar en todo momento y en toda ocasión, cae víctima de desórdenes espirituales, se despide y se marcha.

Así va Chesney Wold. Con una parte tan grande abandonada a la oscuridad y la desocupación, con tan pocos cambios bajo la luz del verano o las sombras del invierno, siempre tan sombrío y tan silencioso, sin que ondeen banderas sobre él durante el día, ni brillen en él luces durante la noche, sin familia que vaya y venga, sin visitantes que den alma a las formas frías y pálidas de los aposentos, sin un gesto de vida; incluso a ojos de un extraño han muerto la pasión y la vida en esa casa de Lincolnshire, y se han rendido a un reposo inerte.

67. El final de la narración de Esther

Desde hace nada menos que siete años de felicidad soy la señora de Casa Desolada. Las pocas palabras que me quedan por escribir se redactan en seguida, y entonces yo y el amigo desconocido al que escribo nos separaremos para siempre. No sin recuerdos llenos de cariño por mi parte. Y espero que tampoco por la suya.

Me dejaron a mi niña en mis brazos y no me separé de ella en muchas semanas. El bebé que iba a haber logrado tantas cosas nació antes de que se plantara la hierba en la tumba de su padre. Fue un niño, y yo, mi marido y mi Tutor le dimos el nombre de su padre.

La ayuda con la que contaba mi niña le llegó, aunque llegó, en su Sabiduría Eterna, con otro fin. Aunque el ayudar y reanimar a su madre, y no a su padre, fue el objetivo del bebé, su capacidad para lograrlo era muy grande. Cuando vi la fuerza de aquella manita tan débil, y cómo bastaba su contacto para sanar el corazón de mi niña y hacerle concebir esperanzas, tuve una nueva sensación de la bondad y la ternura de Dios.

Fueron prosperando, y poco a poco vi a mi niña ir saliendo a mi jardín del campo y pasearse, por él con su hijo en brazos. Entonces me casé. Me sentía la mujer más feliz del mundo.

Fue entonces cuando vino a vernos mi Tutor y preguntó a Ada cuándo quería ir a casa.

—Las dos son tus casas, hija mía —le dijo—, pero la Casa Desolada más antigua reivindica la prioridad. Cuando tú y el muchacho estéis lo bastante fuertes, venid a tomar posesión de vuestra casa.

Ada le contestó:

—Eres muy bueno, primo John.

Pero él le dijo:

—No, ahora debo ser tu Tutor.

Y a partir de entonces fue su Tutor y el del niño, y él estaba ya acostumbrado a ese nombre. De manera que ella lo llamó Tutor y se lo ha seguido llamando desde entonces. Los niños no lo conocen por otro nombre, y digo los niños porque yo ya tengo dos hijas.

Resulta difícil creer que Charley (que sigue teniendo los ojos igual de redondos y cometiendo errores de gramática) está casada con un molinero de los alrededores, pero así es, y ahora mismo, cuando levanto la vista de la mesa a la que estoy escribiendo, veo que empieza a dar vueltas el molino. Espero que el molinero no mime demasiado a Charley, pero la quiere mucho, y Charley está bastante orgullosa de su boda, pues es hombre acomodado y estaba muy solicitado. Por lo que respecta a mi criadita, podría suponer que el tiempo se ha detenido durante siete años igual que lo estaba el molino hasta hace media hora, pues Emma, la hermana menor de Charley, es exactamente igual que era ésta. En cuanto a Tom, el hermano de Charley, no sé lo que hizo en la escuela en aritmética, pero creo que llegó hasta los decimales. En todo caso, ahora es el aprendiz del molinero, y es un muchacho bueno y tímido, que se pasa el tiempo enamorándose de alguien y luego sintiéndose avergonzado de ello.

Caddy Jellyby pasó sus últimas vacaciones con nosotros, y estuvo más cariñosa que nunca, siempre entrando y saliendo de la casa y bailando con los niños, como si nunca hubiera dado una lección de baile en su vida. Caddy ya tiene su propio pequeño carruaje, en lugar de alquilarlo, y vive nada menos que a dos millas al oeste de Newman Street. Trabaja mucho, pues su marido (que es una persona excelente) se ha quedado cojo y puede hacer muy poco. Pero ella se siente feliz y hace todo lo que tiene que hacer con el mejor de los ánimos. El señor Jellyby va a pasar las veladas a su nueva casa con la cabeza apoyada en la pared, como hacía en la antigua. Me han dicho que la señora Jellyby se había sentido muy mortificada por el matrimonio y las actividades innobles de su hija, pero espero que se haya recuperado con el tiempo. Ha sufrido un gran desencanto con Borríobula-Gha, que al final resultó un fracaso debido a que el rey de Borríobula quiso vender a todos los que habían sobrevivido al clima a cambio de barricas de ron, pero ahora se ocupa del derecho a las mujeres a ser diputadas, y según me dice Caddy, es una misión que requiere más correspondencia que la misión anterior. Casi me había olvidado de la pobre hija de Caddy. Ya no es un bebé, pero es sordomuda. Creo que jamás ha habido una madre mejor que Caddy, que en sus escasos ratos de ocio se dedica a aprender todas las artes de los sordomudos para aliviar la enfermedad de su hija.

Como si nunca pudiera terminar con Caddy, me acuerdo ahora de Peepy y del señor Turveydrop, padre. Peepy está en Aduanas, y le va muy bien. El señor Turveydrop padre, muy apoplégico, sigue exhibiendo su Porte en la capital y disfrutando como siempre. Sigue protegiendo a Peepy, y según tengo entendido le ha dejado en su testamento su reloj francés favorito, el del vestidor, que no es suyo.

Con el primer dinero que ahorramos en casa ampliamos ésta con objeto de añadirle un Gruñidero expresamente para mi Tutor, que inauguramos con gran esplendor la primera vez que vino a vernos. Trato de escribir todo esto con levedad, pues se me desborda el corazón al llegar al final, pero cuando hablo de él triunfan las lágrimas.

Cuando lo miro, siempre recuerdo a Richard diciéndole que era un hombre bueno. Es el mejor de los padres para Ada y el hijo de ésta; para conmigo es lo que ha sido siempre, y, ¿qué calificativos puedo utilizar para describir eso? Es el mejor y más querido amigo de mi marido, el favorito de nuestras hijas, el objeto de nuestro mayor amor y veneración. Sin embargo, aunque lo considero un ser superior, me siento tan próxima de él, y tan a gusto con él, que casi me maravillo. Nunca he perdido mis antiguos nombres, ni él el suyo, y cuando está con nosotros nunca me siento más que igual que antes, en mi vieja silla a su lado. «¡Señora Trot, señora Durden, Mujercita! Todo igual que siempre», y yo respondo: «¡Sí, querido Tutor! Igual que siempre».

Nunca he oído hablar de que el viento sea de Levante ni una sola vez desde que me llevó al porche a leer el nombre. Una vez le dije que ahora nunca parecía soplar viento de Levante y me dijo que era verdad, que por fin había desaparecido de allí a partir de aquel día. Creo que mi niña está más bella que nunca. La pena que expresaba su rostro (y que ya no expresa) parece haber purificado incluso su inocente expresión, y haberle dado una calidad más divina. A veces, cuando levanto la vista y la veo, con el vestido negro que sigue llevando, mientras enseña algo a mi Richard, me siento…, me resulta difícil expresarlo…, me siento como si fuera magnífico saber que recuerda a su querida Esther en sus oraciones.

¡Lo llamo mi Richard! Pero él dice que tiene dos mamás y que yo soy una de ellas.

No somos ricos en dinero, pero siempre nos ha ido bien, y tenemos más que suficiente. Cuando salgo con mi marido nunca dejo de oír a gente que lo bendice. En todas las casas de cualquier condición a las que voy, oigo sus elogios o veo sus miradas de agradecimiento. Todas las noches, al acostarme sé que en el curso del día ha aliviado dolores y ayudado a algún pobre en momentos de necesidad. Sé que desde los lechos de los que ya no pueden curar muchas veces se le han dado las gracias, en el último momento, por sus cuidados hasta entonces. ¿No es eso ser ricos?

La gente incluso me elogia a mí como la mujer del doctor. La gente incluso me quiere y me da tanta importancia que me siento avergonzada. ¡Todo se lo debo a él, a mi amor, a mi orgullo! Les gusto por él, igual que yo lo hago todo en la vida pensando en él.

Hace una o dos noches, cuando estaba ocupada preparando las cosas para mi niña, mi Tutor y el pequeño Richard, que van a venir mañana, estaba yo sentada nada menos que en el porche, aquel querido y memorable porche, cuando llegó Allan y me dijo:

—Mujercita mía, ¿qué haces aquí?

Y yo contesté:

—Brilla tanto la luna, Allan, y la noche es tan deliciosa que estaba aquí, pensando.

—Y, ¿en qué estabas pensando, cariño? —me preguntó entonces Allan.

—¡Qué curioso eres! —contesté—. Casi me da vergüenza decírtelo, pero te lo diré. Estaba pensando en mi cara de antes…, aunque no fuera gran cosa.

—Y, ¿qué pensabas de ella, abejita? —dijo Allan.

—Estaba pensando que me parecía imposible que
pudieras
amarme más de lo que me amas aunque la hubiera conservado.

—¿Aunque no era gran cosa? —rió Allan.

—Claro, aunque no era gran cosa.

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