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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (9 page)

BOOK: Causa de muerte
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Recordé la manguera de aire enredada y me pregunté si Eddings estaría cerca de la hélice del
Exploiter
cuando de repente inhaló el gas de cianuro a través del regulador. Eso tal vez explicaría la postura en que lo había encontrado.

—¿Podrás comprobar la presencia del veneno en el aparato?

—Por lo menos lo intentaré —respondí—. Pero no espero encontrar nada, a menos que esa tableta de cianuro se colocara directamente en el filtro de la válvula. Y en este caso incluso cabe la posibilidad de que ya se hubieran manipulado las pruebas cuando me presenté allí. Quizá tengamos más suerte con la sección de manguera que quedaba más próxima al cuerpo. Empezaré las pruebas toxicológicas mañana si consigo que alguien acuda al laboratorio en un día festivo.

Mi sobrina se acercó a una ventana y miró el cielo.

—Sigue nevando fuerte. Es asombroso cómo los copos iluminan la noche. Distingo el océano. Es esa pared negra —añadió en tono pensativo.

—Eso que ves es una pared de verdad —intervino Marino—. Es el muro de ladrillos del fondo del jardín.

Lucy no dijo nada durante un rato. Yo pensé en cuánto la echaba en falta. Aunque no la había visto mucho durante sus años de universitaria, ahora nos veíamos menos aún porque nunca tenía la seguridad de disponer de un momento para visitarla, incluso cuando algún caso me llevaba a Quantico. Me apenaba que la infancia de Lucy hubiera quedado atrás, y una parte de mí deseaba que mi sobrina hubiera escogido una vida y una profesión menos duras de lo que posiblemente eran las suyas.

Entonces, con la mirada perdida todavía al otro lado del cristal, murmuró en tono pensativo:

—Así que tenemos un periodista experto en el armamento de los supervivencialistas que de algún modo ha sido envenado con gas de cianuro mientras buceaba entre barcos decomisados, de noche y en una zona de acceso restringido...

—Todo eso sólo es una posibilidad —le recordé—. El caso está pendiente de investigación. Debemos ser escrupulosos y no olvidarlo.

Lucy se volvió.

—Si una quisiera envenenar a alguien, ¿dónde podría conseguir cianuro? ¿Sería muy difícil hacerse con él?

—Se puede conseguir en muchas instalaciones industriales —respondí.

—¿Por ejemplo?

—Pues por ejemplo se utiliza para separar el oro de la mena. También se emplea para el chapado de metales y como fumigante. Y para preparar ácido fosfórico a partir de huesos. En otras palabras, cualquiera podría tener acceso a ese veneno, desde un joyero a un obrero de una fábrica o a un exterminador de alimañas. Además, en cualquier laboratorio químico encontrarás cianuro y ácido clorhídrico.

—Bien —intervino Marino—, si Eddings murió envenenado, quien lo hizo tenía que saber dónde y cuándo iba a salir en la barca.

—Sí, alguien tenía que conocer muchas cosas —asentí—. Por ejemplo, tenía que saber qué clase de aparato respirador se proponía usar Eddings porque si hubiera utilizado otra modalidad de escafandra, el
modus operandi
habría tenido que ser completamente distinto.

—Ojalá supiéramos por lo menos qué cono hacía allí abajo. —Marino apartó la pantalla protectora para avivar el fuego.

—Fuera lo que fuese —apunté—, parece que tenía que ver con la fotografía. Y a juzgar por el equipo para la cámara que seguramente llevaba consigo, iba muy en serio.

—Pero no se ha encontrado ninguna cámara submarina —indicó Lucy.

—No —respondí—. La corriente podría haberla llevado a cualquier parte, o quizá todavía esté enterrada en el limo. Por desgracia, el equipo que supuestamente llevaba no flota.

—Me encantaría conseguir el carrete.

Lucy seguía contemplando la noche nevada y me pregunté si estaría pensando en Aspen.

—De una cosa podemos estar seguros: no se dedicaba a tomar fotos de peces. —Marino colocó en la chimenea un grueso tronco que aún estaba un poco verde—. Eso sólo deja los barcos. Para mí que estaba preparando un reportaje que alguien no quería que hiciese.

—Tal vez sea cierto lo del reportaje —concedí—, pero eso no significa que tenga relación con la muerte. Puede que alguien aprovechara la oportunidad de que estuviera buceando para matarlo por otras razones.

Pete se dio por vencido con el fuego.

—¿Dónde tienes la leña menuda?

—Fuera, bajo una lona —respondí—. Mant no quiere guardarla en la casa. Tiene miedo de las termitas.

—Más miedo debiera tener de los incendios y los destrozos del viento en esta casucha.

—Ahí atrás, junto al porche —le indiqué—. Gracias, Marino.

Salió con guantes pero sin abrigo mientras el fuego se empeñaba en humear y el viento lanzaba espeluznantes gemidos en la inclinada chimenea de ladrillo. Me volví hacia mi sobrina, que aún seguía junto a la ventana.

—Deberíamos ocuparnos de la cena, ¿no te parece? —le dije.

—¿Qué hace? —preguntó ella, de espaldas a mí.

—¿Marino?

—Sí. Ese idiota se ha perdido. Mira, ha llegado hasta la pared del fondo. Espera un momento. Ahora no lo veo. Ha apagado la linterna. ¡Qué raro!

Se me puso la carne de gallina y me levanté al instante. Corrí al dormitorio y cogí la pistola de la mesilla de noche. Lucy me pisaba los talones.

—¿Qué pasa? —exclamó.

—¡Pete no lleva linterna! —dije, y eché a correr.

4

A
brí de par en par la puerta de la cocina que conducía al porche y casi me di de bruces con Marino.

—¿Qué cono...? —exclamó detrás de una carga de leña.

—Hay un tipo merodeando —le dije con urgencia contenida.

La leña se desparramó por el suelo con un sonoro estruendo y Pete salió de nuevo al patio a toda prisa, empuñando su pistola. Lucy había sacado la suya y también estaba fuera. Entre los tres, hubiéramos podido hacer frente a una algarada.

—Comprobad los alrededores de la casa —ordenó Marino—. Yo inspeccionaré el patio.

Volví a la casa en busca de linternas y después Lucy y yo rodeamos la vivienda. Aguzamos el oído y la vista, pero sólo captamos el crujido de la nieve bajo nuestros zapatos y las huellas que íbamos dejando a nuestro paso. Cuando reaparecimos entre las densas sombras junto al porche, oí cómo Marino desamartillaba su arma.

—Hay huellas junto al muro del fondo —explicó. Su aliento era una nube blanca—. Es muy extraño. Las pisadas conducen a la playa y desaparecen junto al agua. —Miró a su alrededor y preguntó—: ¿No podría ser que alguno de tus vecinos saliera a estirar las piernas?

—No conozco a los vecinos de Mant —respondí—, pero no deberían pasar por su patio. ¿Y quién en su sano juicio saldría a pasear por la playa con este tiempo?

—¿Y las huellas del patio? ¿Hasta dónde van? —preguntó Lucy.

—Según parece, saltó el muro y penetró un par de metros en la propiedad antes de marcharse —contestó Marino.

Pensé en Lucy, de pie ante la ventana y perfectamente iluminada por detrás por las lámparas y el fuego. Tal vez el merodeador la había visto y se había asustado.

Después se me ocurrió otra cosa:

—¿Cómo sabemos que el merodeador era un hombre?

—Si no lo era, sentiría pena por una mujer con unos pies como los suyos —dijo Marino—. Las huellas de su calzado miden lo mismo que las del mío.

—¿Zapatos o botas? —pregunté mientras me encaminaba hacia la pared.

—No lo sé. La suela tiene una especie de rayado con líneas que se entrecruzan —explicó mientras seguía mis pasos.

Las huellas que encontré me dieron más motivo de alarma. No eran las de una típica bota o las del calzado deportivo.

—Dios mío —dije—, creo que el intruso llevaba botas de buceo o algo en forma de mocasín muy parecido al calzado para submarinismo. Mirad.

Señalé el dibujo a Lucy y Marino, que se habían agachado a mi lado, e iluminé oblicuamente las marcas con la linterna.

—No hay arco —indicó Lucy—. En efecto, yo también diría que son huellas de botas de buceo o de zapatos de agua, pero es muy raro.

Me asomé por encima del muro y contemplé las aguas oscuras y agitadas. Resultaba inconcebible que alguien hubiera llegado por el mar.

—¿Puedes sacar fotos de las huellas? —pregunté a Marino.

—Claro, aunque no tengo nada para sacar moldes.

Volvimos a la casa. Pete recogió la leña y la llevó al salón mientras Lucy y yo centrábamos nuevamente nuestra atención en la cena, de la que ya no estaba muy segura de poder disfrutar debido a lo tensa que me sentía. Me serví otra copa de vino e intenté considerar la aparición del merodeador como una mera coincidencia, una peregrinación inocente de algún amante de los paseos bajo la nieve, o tal vez de las inmersiones nocturnas.

Pero como no se trataba de eso, conservé la pistola a mano y eché frecuentes miradas por la ventana. Cuando introduje la lasaña en el horno, mi ánimo estaba cargado de malos presagios. Encontré el queso parmesano en el frigorífico y esparcí una capa sobre la fuente, que puse a gratinar. Mientras se doraba, repartí unos higos y unas tajadas de melón en platos y añadí bastante jamón en el que sería para Marino. Lucy preparó una ensalada y nos pusimos a trabajar en silencio durante un rato.

Cuando por fin abrió la boca, no estaba muy contenta.

—Tú andas metida en algo, tía Kay, es evidente. ¿Por qué te sucede siempre a ti? Estás aquí, sola en mitad de la nada, sin alarma contra ladrones y con unas cerraduras de pacotilla.

—¿Has puesto el champán a enfriar? —la interrumpí—. Pronto va ser medianoche. La lasaña sólo tardará diez minutos, quince como máximo, a menos que el horno del doctor Mant funcione como todo lo demás de la casa. En tal caso tendremos que esperar hasta el año que viene por esta fecha. Nunca he entendido a la gente que hornea la lasaña durante horas. ¡Luego se sorprenden de que todo esté tan correoso!

Lucy me miraba, con un cuchillo apoyado en el borde del cuenco de la ensalada. Había cortado apio y zanahorias para toda una banda de música.

—Un día te haré una auténtica
lasagna coi carciofi.
Lleva alcachofas, pero se pone besamel en lugar de salsa de tomate...

—Tía Kay —me interrumpió, impaciente—, cuando te pones así te detesto. Y no permitiré que lo hagas. En este momento la lasaña me tiene sin cuidado. Lo que me importa es que esta mañana has recibido una llamada extraña. Luego ha habido una muerte nada común y la gente de la escena del suceso te ha tratado de forma sospechosa. Y ahora aparece un tipo merodeando, a lo mejor vestido con un traje de buceo. ¡Joder, esto es demasiado!

—No es probable que vuelva el intruso, sea quien sea, a menos que quiera enfrentarse con los tres.

—Tía Kay, no puedes quedarte aquí-insistió Lucy.

—Tengo que cubrir el distrito del doctor Mant y no puedo hacerlo desde Richmond —respondí mientras echaba una nueva mirada por la ventana situada sobre el fregadero—. ¿Dónde está Marino? ¿Todavía anda ahí fuera haciendo fotos?

—Ya hace rato que ha entrado.

La frustración de Lucy era tan palpable como una tormenta a punto de estallar. Me dirigí al salón y encontré a Pete dormido en el sofá. El fuego de la chimenea se había reavivado. Volví los ojos hacia la ventana por la que miraba Lucy cuando vio al intruso y me acerqué a ella. Tras el frío cristal, el patio nevado resplandecía débilmente como una luna pálida, salpicado de nuestras pisadas, sombras elípticas como marcas de viruelas. La pared de ladrillo estaba oscura y no alcancé a ver nada más allá, donde la arena áspera se encontraba con el mar.

—Lucy tiene razón —dijo a mi espalda Marino con voz soñolienta.

Me volví.

—Creía que estabas dormido.

—Lo veo y lo oigo todo, aunque esté transpuesto —respondió. No pude evitar una sonrisa.

—Lárgate de aquí. —Se incorporó trabajosamente hasta quedar sentado—. Yo no me quedaría bajo ningún concepto en esta casucha en mitad de la nada. Si sucede algo, nadie oirá tus gritos. —Me miró a los ojos y añadió—: Cuando alguien dé contigo, tu cuerpo ya estará deshidratado por congelación. Eso en el caso de que un huracán no te haya arrojado antes al mar.

—Ya basta.

Pete recuperó su pistola de la mesilla auxiliar, se puso en pie y guardó el arma en la parte de atrás de los pantalones.

—Puedes hacer que otro de tus médicos venga aquí y se ocupe de Tidewater.

—Soy la única sin familia. Para mí es más fácil desplazarme, sobre todo en esta época del año.

—¡Bobadas! No tienes que disculparte por estar divorciada y no tener hijos.

—¡No me estoy disculpando!

—Y tampoco hablamos de pedirle a alguien que se traslade de ciudad durante medio año. Además eres la jefa, cono. Deberías haber enviado a un subalterno, con familia o sin ella. ¡Y tú deberías estar en tu casa!

—En realidad no había previsto que resultara tan incómodo venir aquí —tuve que reconocer—. Hay gente que paga mucho dinero para alojarse en una casa rural junto al mar.

Marino se desperezó.

—¿Tienes por aquí algo norteamericano para beber?

—Leche.

—Pensaba más bien en unas cervezas Miller.

—Me gustaría saber por qué has llamado a Benton. Personalmente opino que es demasiado pronto para alertar al FBI.

—Y yo personalmente opino que no estás en situación de ser objetiva con él.

—No me provoques —le previne—. Es demasiado tarde y estoy demasiado cansada.

—Soy sincero contigo, simplemente. —Con un golpe enérgico hizo saltar un Marlboro del paquete y lo sujetó entre los labios—. Y Benton vendrá a Richmond, de eso no tengo ninguna duda. Su mujer y él no han ido a ninguna parte estas vacaciones y supongo que a estas alturas ya está a punto para un corto desplazamiento de trabajo. Y éste le va a venir de perlas.

No fui capaz de sostener su mirada, y me irritó que él supiera por qué.

—Además —prosiguió—, de momento no es Chesapeake quien le pide nada al FBI. Soy yo, y tengo derecho a hacerlo. Por si lo has olvidado, soy comandante de la zona donde Eddings tenía su apartamento. Por lo que a mí concierne, en este momento ésta es una investigación multijurisdiccional.

—El caso corresponde a Chesapeake, no a Richmond —sostuve—. El cuerpo se ha encontrado en Chesapeake. No puedes intervenir en la jurisdicción de otros y lo sabes muy bien. No puedes invitar al FBI en nombre de ellos.

—Mira —insistió él—, después de registrar el apartamento de Eddings y descubrir...

—¿Pero qué es lo que has encontrado? —lo interrumpí—.

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