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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (39 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Cuando llegué allí, una muchacha tomó el vino de mis manos.

Me empujaron sin contemplaciones al centro de la arena. Noté que una mano tiraba del pequeño pedazo de seda que yo llevaba puesto. Grité avergonzada y me cubrí el rostro con las manos.

—¡Embustera!

—¡Ladrona! ¡Traidora!

Los músicos comenzaron a tocar.

Me puse de rodillas.

Las muchachas comenzaron a abuchearme. Los hombres gritaban enfadados.

—¡Traed el látigo!

—Danza para tus amos, esclava —oí decir a Verna.

Tendí mis manos hacia Rask de Treve, implorando su piedad. De pronto me di cuenta de que detrás mío había un guerrero de pie. De su mano derecha colgaban las tiras de cuero. Volví a tender mis manos hacia Rask de Treve implorándole con los ojos. ¡Tenía que mostrar su piedad por Elinor Brinton!

Pero no fue así.

—Danza, esclava —dijo.

Me puse en pie, con las manos sobre la cabeza. Los músicos volvieron a empezar.

Y Elinor Brinton bailó delante de unos guerreros primitivos.

La música era melodiosa y profundamente sensual.

De repente descubrí, sin comprender muy bien, la expectación en sus ojos. Estaban callados y sus fieros ojos brillaban. Vi cómo se tensaban sus manos y sus hombros apuntaban hacia delante.

Comprendí de pronto, bailando, que yo tenía poder con mi cuerpo, con mi belleza, un poder increíble para golpear a los hombres y derrotarles, para asombrarlos a la luz de la hoguera, para, si yo quería, volverles locos de deseo por mí.

—¡Es soberbia! —oí decir.

Bailé hacia el que lo había dicho y él se adelantó hacia mí, pero dos de sus compañeros lo sujetaron y lo sentaron de nuevo. Bailé hacia atrás con las manos tendidas hacia él, como si nos hubiesen desgarrado, separado el uno del otro.

Se oyeron gritos de satisfacción.

Vi que las muchachas también miraban, con los ojos muy abiertos y con placer.

Eché la cabeza hacia atrás y los cascabeles resonaron en mis tobillos y muñecas, y en mi cuerpo la música, con sus llameantes tonos, quemaba.

¡Los volvería locos a todos de deseo por mí!

A medida que cambiaba la música, también lo hacía yo, y me fundí en una con la música, como una muchacha asustada, que desconocía lo que era aquel collar, una muchacha tímida, delicada y sumisa, una esclava solitaria, que suspiraba por su amo, una ramera borracha, alguien que rechazaba su esclavitud, una muchacha orgullosa, determinada a ser desafiante, una avezada esclava de seda roja locamente deseosa de sentirse entre los brazos de un amo.

Y así, mientras bailaba, en ocasiones lo hacía como si fuese para un guerrero en particular, a veces como suplicándole que me mirara, otras como buscando en él consuelo para mi sufrimiento, o en algún momento como si no pudiese evitar sentirme atraída por él, de manera irremediable, con la vulnerabilidad de la esclava; otras veces, cuando me apetecía, los provocaba con mi belleza, mi inaccesibilidad, mi atractivo, y lo hacía de forma deliberada, abierta y cruel.

Más de uno gritó de rabia y alargó la mano hacia mí, o me increpó con el puño cerrado, pero yo me reía y me alejaba de ellos bailando.

Entonces, cuando la música comenzó a acelerar su ritmo y a alcanzar una velocidad casi vertiginosa, en un gesto audaz que ni yo misma alcanzaba a comprender, me volví hacia Rask de Treve, y ante él, mi amo, bailé. Sus ojos no revelaban qué sentía. Parecía estar bebiendo su vino tranquilamente, tomando pausados sorbos. Bailando, expresé mi odio, todo el desprecio que por él sentía. Bailé para excitarle, para hacerle enloquecer de deseo por mí, puesto que aquel deseo yo podía frustrarlo; tenía que conseguir que me desease porque así podría, usando la fuerza que me hacía diferente a las demás mujeres, la fuerza por la que yo no tenía sus debilidades, negármele. ¡Sabía que podía hacerle daño y estaba dispuesta a hacerlo! ¡Él me había convertido en una esclava! ¡Él me había azotado con el látigo y me había marcado! ¡Él me había enviado a la caja de las esclavas! Le despreciaba. Le odiaba. ¡Le haría sufrir! ¡Con qué desesperación traté de encender su ardor! Y sin embargo, sus ojos permanecían indiferentes. De vez en cuando, observándome con el ceño algo fruncido, tomaba un sorbo de su copa. Más tarde noté que mi cuerpo estaba bailando algo para él que yo no podía entender, algo que me daba miedo. Fue algo extraño. Fue como si mi propio cuerpo, por su cuenta, quisiera dirigirse a él, comunicarse con él. Luego conseguí volver a bailar como antes, para expresar mi odio y mi desprecio hacia él. Rask de Treve parecía divertido. Yo estaba furiosa.

Al cesar la música caí de rodillas, insolentemente, ante él, con la cabeza sobre el suelo.

Hubo muchos gritos y aclamaciones de placer de los hombres e incluso de las muchachas, que golpeaban su hombro izquierdo con la palma de la mano.

—¿Deseas que la azote? —le preguntó un hombre a Rask de Treve.

—No.

Me indicó con un gesto que debía abandonar la arena.

—Que traigan más muchachas para las danzas —dijo.

Recogí la prenda que me habían arrancado y abandoné la arena mientras me la ponía. Estaba sudando y casi sin aliento. Inge y Rena fueron empujadas sobre la arena por Raf y Pron, para que complaciesen a los guerreros.

Se oyeron gritos nuevamente.

Anduve en la oscuridad. Me encontré a Ute en el límite de la luz de la hoguera y la oscuridad.

—¡Eres hermosa, El-in-or! —me dijo.

La seguí hasta el cobertizo de la cocina. Una vez allí, con agua, aceites y toallas, me ordenó lavar y refrescar mi cuerpo. Hice lo que me decía y me preparé para ir al cobertizo de las esclavas de trabajo.

—No —dijo Ute.

La miré.

—Prepárate como antes —dijo.

—¿Por qué?

—Hazlo.

Así pues, volví a prepararme tal y como había hecho anteriormente aquella misma noche; me puse los cascabeles, la seda y me pinté como una esclava.

—Ahora, espera.

Estuvimos sentadas en el cobertizo de la cocina durante más de dos horas. Luego la fiesta comenzó a decaer y los guerreros, tomando aquellas muchachas que les apetecieron, se retiraron a sus tiendas.

Ute se me acercó y, con un ligero toque, me perfumó detrás de las orejas.

La miré, confundida. Luego sacudí la cabeza.

—No —exclamé—, no.

La expresión de sus ojos no admitía réplica.

—Ve a la tienda de Rask de Treve —me dijo—.

—Entra. Baja los faldones de la tienda y ciérralos.

Me di la vuelta y cerré los faldones con cinco cordeles, encerrándome a mí misma con él.

Me volví para mirarle, pues era suya.

—Acércate —me dijo.

Me quedé frente a él.

—Levanta la cabeza, muchacha.

Le miré a los ojos. Llevaba puesto el collar. Bajé la cabeza al instante.

Sentí como sus enormes manos separaban de mi cuerpo la seda que lo cubría y la dejaban caer alrededor de mis tobillos.

Se alejó algo de mí y fue a sentarse, con las piernas cruzadas, cerca del brasero.

Y nos miramos el uno al otro.

—Sírveme vino —dijo.

Me volví y, entre los muebles de la tienda, encontré una botella de Ka-la-na. Tomé el vino junto con un pequeño bol de cobre y una copa con un ribete rojo en el borde. Vertí Ka-la-na en el pequeño bol de cobre, y lo puse sobre el trípode para que se calentase sobre el fuego.

Al cabo de un rato, tomé el bol de cobre del fuego y lo sostuve junto a mi mejilla. Lo devolví al trípode y esperamos de nuevo.

Comencé a temblar.

—No tengas miedo, esclava.

—¡Amo!

—No te he dado permiso para hablar.

Permanecí en silencio.

Volví a tomar el bol del fuego. No era agradable sostenerlo en la mano, pero no resultaba tampoco insoportable. Pasé el vino a la copa negra de borde rojo. Hice girar lentamente el vino en la copa. Me vi reflejada en ella, con mi cabello rubio y mi collar y mis cascabeles alrededor de la garganta.

Volví a colocar la copa contra mi mejilla, al estilo de una esclava de Treve. Sentí la calidez del vino a través de la copa.

—¿Está listo? —preguntó él.

Un amo de Treve no desea que su esclava le diga que le parece que sí. Desea saber si lo está, o no.

—Sí —susurré.

En realidad, yo no sabía cómo le gustaba el vino, pues algunos guerreros lo deseaban templado y otros ardiendo. ¡Podía pasar cualquier cosa si el vino no estaba como él lo quería!

—Sírveme vino.

Sosteniendo la copa, me puse de pie y me acerqué. Me arrodillé entonces delante suyo, con un tintineo de cascabeles, en la posición de la esclava de placer. Bajé la cabeza, y, con las dos manos, tendiendo mis brazos hacia él, le presenté la copa.

—Te ofrezco vino, amo.

La tomó y yo me quedé mirando, preocupada. Lo probó y sonrió. Casi me desmayé. No iban a azotarme.

Seguí allí de rodillas, mientras él acababa su vino cómodamente.

Cuando le quedaba poco, me atrajo hacia sí y corrí a arrodillarme a su lado. Colocó su mano sobre mi cabello y tiró mi cabeza hacia atrás.

—Abre la boca —ordenó.

Eso hice. Dejó caer un hilo de vino desde la copa sobre mi mejilla y de ahí a mi boca y mi garganta. Era algo amargo, por los posos del fondo de la copa, y para mi gusto demasiado caliente. Con los ojos cerrados, la garganta irritada y la cabeza dolorosamente inclinada hacia atrás, apuré el vino. Cuando el líquido se acabó, colocó la copa en mis manos.

—Corre, El-in-or —dijo—, déjalo en su sitio y regresa junto a mí.

Corrí hacia el lugar de donde había cogido la copa, la dejé allí y volví corriendo junto a él.

—Quédate de pie.

Lo hice, aunque me costó algo mantenerme erguida.

La cabeza me daba vueltas. Repentinamente, como un latigazo, noté el efecto del vino en todo el cuerpo. Me había hecho correr para que el efecto fuera incluso más rápido.

Le miré enfadada.

—¡Te odio! —exclamé. Luego me quedé aterrada por lo que había dicho. Era el vino. No pareció enfadarse, sino que siguió sentado, mirándome.

Me acordé de pronto de los pendientes que llevaba puestos, porque él los estaba mirando.

—¡Tú me capturaste! —lloré—. ¡Tú me pusiste un collar! —Rompí a llorar. Así el collar y traté de arrancármelo, pero siguió en su sitio, señalándome como esclava. Tan sólo se habían oído los cascabeles que Ute había atado en él.

Tampoco dijo nada.

—¡Tú me marcaste! —lloré—. ¡Tú me azotaste con el látigo y me pusiste en la caja de las esclavas!

No se dignó dirigirme la palabra.

—No lo entiendes —exclamé—, ni tan siquiera soy de este mundo. Yo no soy una mujer goreana con la que puedas hacer lo que te apetezca. ¡No soy algo de lo que te puedas servir! ¡No soy un animal bonito que se compra y se vende! Yo soy Elinor Brinton. Soy del planeta Tierra. Soy de la ciudad de Nueva York. Vivo en Park Avenue en un gran edificio. Soy rica y he tenido una educación esmerada. En mi mundo soy una persona importante. ¡No puedes tratarme como a una simple esclava!

Me llevé las manos a la cabeza. ¡Qué podía saber él, un guerrero ignorante, de cosas como aquéllas! Debía pensar que estaba loca. Lloré desconsoladamente.

Me di cuenta, llena de miedo, de que estaba de pie junto a mí. Era tan grande... Me sentí tan pequeña, débil...

—Soy de la casta de los guerreros —me dijo—, que es una casta alta. Fui educado en el segundo conocimiento, así que sé de la existencia de tu mundo. Además, tu acento denotaba que no eras de aquí.

Le miré.

—Sé que eres del mundo al que llamáis Tierra.

Le miré sorprendida.

—Las mujeres de la Tierra —dijo—, sólo valen para ser las esclavas de los hombres de Gor.

Sus manos sujetaron mis hombros. Le miré aterrorizada.

—Eres mi esclava —afirmó.

Yo no podía hablar.

De pronto, me arrojó lejos de sí, violentamente. Tropecé y caí sobre las alfombras. Levanté los ojos hacia él desde el suelo, horrorizada.

—Tú llevas sobre el muslo la marca de la traición, de la mentira y del latrocinio.

—¡Por favor!

—Y agujeros en las orejas —dijo con menosprecio.

Sin querer, me llevé las manos a los pendientes. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

Vi horrorizada cómo desenrollaba unas pesadas pieles y las tendía junto al fuego, al tiempo que señalaba hacia ellas.

—¡Por favor! —lloré.

Su dedo seguía inexorable señalando las pieles.

Me puse en pie y con el tintineo de los cascabeles me acerqué a él.

Sentí que ponía sus manos sobre mis brazos. Acercó su rostro al mío.

—¿Conoces el perfume que llevas? —preguntó.

Yo negué con la cabeza.

—Es el perfume de una esclava —dijo.

Su mano tiró de la cinta de seda banca que había enrollada en mi collar. Me sentí desfallecer. La arrojó a un lado.

—¡No! —le supliqué.

—Vas a ser tratada como lo que eres, como la más baja y miserable de las esclavas de Gor.

Con un tintineo de cascabeles y un grito de angustia, fui obligada a echarme sobre las pieles.

16. ENCADENADA BAJO LAS LUNAS DE GOR

—Que la encadenen bajo las lunas de Gor —dijo Verna.

Rask de Treve se echó a reír.

Tiré de la cadena que rodeaba mi tobillo izquierdo. Estaba atada a la argolla en la pesada piedra clavada firmemente en la hierba del montículo. Había visto aquel lugar durante mi inspección del campamento. Se hallaba en una parte algo aislada. Me encontraba sola sobre el montículo, encadenada cerca de su parte superior. Distinguí, a algunos metros de distancia, la parte posterior de las tiendas. Podía ver, igualmente, las puntas de la doble empalizada. Las lunas no habían salido aún.

Estaba enfadada, sentada desnuda sobre la hierba. Alcé el tobillo y sentí el enorme peso de la argolla que lo rodeaba.

Después de acabar las tareas que tenía asignadas para aquel día, había estado esperando, conteniendo la respiración, ser enviada de nuevo a la tienda de Rask de Treve. Había hecho bien mi trabajo y al acabar, ayudé a las demás con sus tareas. Me acordé de que había cantado mucho durante el día y de que me había sentido feliz durante las horas de trabajo. También había reído mucho y, por primera vez desde hacía semanas, participado en los juegos de mis hermanas de cautiverio. Eli-nor Brinton, la esclava goreana, era diferente de como había sido antes. Las demás chicas lo notaban y, encantadas, me aceptaron entre ellas, como una esclava más, ni mejor ni peor que ellas mismas. Cuando Ute y yo nos quedamos solas en un determinado momento aquella mañana, me postré ante ella y, con lágrimas en los ojos, le rogué que me perdonase por como la había tratado tiempo atrás. Ute sonrió y me ayudó a ponerme de pie.

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