Donny volvió al sofá mientras todos aguardaban, un poco inquietos porque conocían a James. Dakota se levantó para ir a buscar a su padre pero volvió a sentarse cuando la bisabuela movió rápidamente la cabeza para decirle que no lo hiciera. Al cabo de varios minutos regresó un James con los ojos enrojecidos.
—Podríais haber seguido sin mí —dijo—. Lo lamento.
—Lo siento, papá —le dijo Dakota.
—No, no —repuso él, que se puso el jersey encima de su camisa oxford—. Es el regalo perfecto. Es un recuerdo en sí mismo.
La bisabuela abandonó el salón de repente y volvió enseguida con cinco cajas grandes y planas de color
beige
, ninguna de ellas envuelta. Las repartió, una a cada uno: a Dakota, James, Donny, Bess y Tom.
—Ya está bien de esconder la cabeza —determinó, juntando las manos—. Tenía intención de dároslo mañana. Pero creo que es mejor hacerlo ahora. Vamos a mantenernos erguidos y a no tener miedo. Vamos a celebrar.
Se acercó a toda prisa al sofá y se apretujó entre James y Dakota, destapó la caja que le había dado a su bisnieta y sacó un marco grueso de caoba al que le dio la vuelta y sostuvo en alto para que todo el mundo pudiera ver la fotografía que había en su interior. Los brazos le temblaron ligeramente con el esfuerzo.
—Es el trío terrible —dijo la abuela dando unos golpecitos con el dedo en el cristal del marco que apoyó luego en su regazo—. Esta es Georgia Walker con su abuela y su hija Dakota al inicio de su adolescencia, sonriendo en la calle principal de Thornhill. Parecemos tontas. Y relajadas. Si no recuerdo mal, la foto la sacó Cat, la amiga de tu madre, el día en que pusimos en su sitio a unas viejas interesadas en el salón de té.
—¿Pegasteis a una panda de ancianas? —preguntó James.
—Con palabras, querido James —explicó la abuela—. Glenda Walker nunca ha recurrido a los puños.
—Lamento no estar de acuerdo —terció Tom—. Me parece recordar una o dos zurras cuando era pequeño.
Dakota se rio, Donny sonrió y entonces incluso James asintió con la cabeza.
—¡Abridlas, abridlas! —pidió la abuela, dando unos leves botes en su asiento—. Busqué entre todas las fotografías que hice o que recibí para encontrar los momentos en los que Georgia fue más feliz. —Le devolvió la fotografía enmarcada a Dakota y se levantó del sofá con cierto esfuerzo para ir a echar un vistazo a cada una de las fotos que había elegido para cada miembro de la familia. Estaba James con Georgia la noche que él voló a Escocia para decirle que siempre la había amado. Donny con Georgia cuando iban a dar un paseo en coche la tarde en que aprobó el examen de conducir, él en el asiento del conductor con los pulgares hacia arriba y su hermana en el del copiloto rodeándolo con el brazo. Y estaba Tom, un joven de cabello oscuro, haciendo brincar sobre su hombro a una niña de cabello castaño con las coletas agitándose y las manos de su madre visibles en el borde del marco, revoloteando en actitud protectora pero sin llegar a tocar a su hija.
—Colocadlas en el vestidor, en el vestíbulo o en la mesa de la cocina —declaró preparándose para recorrer la sala si lograba esquivar la montaña de papel de regalo—. He vivido lo suficiente para saber que son momentos que debéis recordar. No solamente fiestas y cumpleaños. Todos los momentos cotidianos. Puede que lloremos todas las navidades, pero no nos olvidaremos de reír.
Hubo gestos de asentimiento en la habitación y Bess, que había esperado su turno, abrió por fin la caja para mirar su fotografía. Por el rubor de sus mejillas, Dakota supo que su abuela estaba agitada.
Sin embargo, en vez de sonreír en reconocimiento por la fotografía como habían hecho los demás, Bess dejó caer la tapa de la caja en el suelo alfombrado de la sala de estar.
—¡Ay, Glenda, por qué! —exclamó, y empezó a respirar de forma entrecortada—. Y precisamente hoy. ¿Cómo has podido?
Dentro de la caja había una imagen de su hija Georgia en camisón, su cabellera rizada empapada de sudor y apelmazada, flanqueada por Bess y Tom, uno a cada lado de la cama del hospital vestidos con sus trajes de paseo azul marino.
—¡Oh, mamá! —dijo Tom, que pasó por encima de las tapas de las cajas y el papel de regalo para consolar a su esposa—, ¿En qué estabas pensando? Esta foto fue tomada poco antes de que Georgia falleciera.
La abuela, con la espalda recta como un palo, avanzó unos pasos hacia Bess.
—Quiero que vuelvas a mirar la foto, con más detenimiento —le dijo, señalando con el dedo. Aguardó y entonces, como no obtuvo más respuesta que las lágrimas, despejó el sofá de los pedazos de papel y del lazo y se sentó pegada a Bess, que se puso tensa ante la proximidad de su suegra.
—No quiero verla —declaró Bess, estirando el cuello hacia Tom, que se inclinó al borde del sofá.
—En tal caso te la describiré —dijo la bisabuela, acariciando el cristal del marco con cariño. Le hizo señas a Dakota para que se sentara con ellas.
—Mira aquí —empezó a explicar— y fíjate en la expresión radiante de Georgia. Sé que está pálida. Está cansada. Pero su rostro está del todo resplandeciente.
—Es duro ver así a mamá, abuela —se aventuró a decir Dakota, que se vio atrapada entre su inquebrantable lealtad hacia su bisabuela cuando aún saboreaba un nuevo sentimiento de conexión con Bess desde la víspera.
—Sí —admitió la anciana—, pero todos estos chismes de hospital pueden hacer que no veamos la belleza que hay aquí. ¡Se la ve tan contenta! Diría que incluso feliz.
Bess no pudo contenerse y se dio la vuelta rápidamente para echar un vistazo. ¿Podía ser cierto?
—Sé que las dos tuvisteis vuestras diferencias —continuó diciendo en voz baja—. A veces, cuando la vida pasa deprisa, los buenos momentos quedan eclipsados.
—Fue uno de los peores días de mi vida —declaró Bess con voz aguda y aire remilgado.
—Pero también uno de los mejores —afirmó la abuela—. No quiero que olvides este momento. Puede que no seamos amigas del alma, o como se diga, Bess Walker, pero ambas queríamos a nuestra Georgia con locura y ya va siendo hora de que te perdones. Hoy, este es mi regalo para ti. Para recordarte lo que tú has olvidado.
—Lo recuerdo todo —replicó Bess con el rostro colorado y surcado de lágrimas—. Demasiado bien.
La bisabuela se inclinó hacia Bess, le puso el dedo debajo de la barbilla y le hizo levantar la cabeza.
—Bien, entonces mírala con mis ojos —dijo con total naturalidad—. Porque yo veo una madre y una hija por fin reunidas. Y mira, ¿ves esto justo aquí? Estáis cogidas de la mano —dijo—, ¡Cogidas de la mano, Bess!
—¿Ah, sí? —Bess tomó la fotografía enmarcada con ambas manos—, ¡Oh, sí, Glenda, sí lo estamos! —dijo, mirando a la familia para hacérselo saber—. Georgia me coge de la mano.
—Ya no hace falta que te sientas culpable —susurró la anciana para que solo pudiera oírlo su nuera, y Bess asintió con la cabeza mientras se secaba los ojos con el pañuelo limpio y doblado que la bisabuela se había sacado de la manga—. Esta, querida Bess, es la prueba de que al final tu Georgia supo lo mucho que la querías.
La cocina era un revoltijo de fuentes de horno y de platos apilados en el fregadero mientras los Walker y sus primos engullían la comida de Navidad más espléndida que había hecho la bisabuela hasta entonces. En la pequeña mesa de madera de la cocina estaba el último plato, que consistía en los pasteles de frutas de Dakota, el pudin de Navidad con pasas y cerezas, un bizcocho al jerez con capas de fruta y crema y múltiples bandejas de porcelana y de plata de ley con mantecadas, hombrecillos de jengibre, tartaletas de mantequilla y bolitas de ron.
La extensa familia al completo atacó la comida con avidez, repitiendo dos y tres veces con deleite la salsa, el pavo, el relleno de nabo, patata y salvia, los bollos caseros bien untados con mantequilla, sin dejar de pensar en ningún momento en las delicias que aún les esperaban.
—No hay nada más típico de la Navidad que las coles de Bruselas —anunció Tom al tiempo que se servía otra ración en el plato.
—Haz un poco de hueco —se rio Bess—. No querrás perderte el pastel de Dakota.
La bisabuela tomó un último bocado, se secó la boca con su servilleta limpia y colocó cuidadosamente el cuchillo y el tenedor sobre su plato. Carraspeó con autoridad, con lo que consiguió una atención inmediata, aunque la corona de papel violeta que llevaba en la cabeza se torcía sobre su suave permanente.
—Me gustaría decir algo —dijo, mirando con afecto a todos los presentes: sus sobrinas nietas, sobrinos nietos, todos los primos, así como a Dakota y los demás.
—Andrew, me gustaría darte mi lavadora —dijo la abuela al nieto de su sobrina Susan—. Estás empezando y tal vez te resulte útil.
—Me parece que es de los setenta —susurró Dakota, y su padre le dio un suave codazo por debajo de la mesa.
Se oyeron algunas risas ahogadas en el comedor. La expresión divertida que tenían todos parecía decir: «Para la abuela el hecho de tenernos a todos reunidos debe de haber sido demasiado bueno para creerlo. Ahora va a ponerse tierna con nosotros».
—Y la lavadora todavía funciona, querida —anunció con orgullo—. Mi oído es excelente, ¿o no lo habías notado? Bueno, ¿dónde está mi lista? —Metió la mano en la manga izquierda de su chaqueta verde con copos de nieve, sacó un pañuelo de papel y entonces probó en el otro brazo.
—Aquí está —dijo, agitando en el aire una hoja de papel plegada—. Susan, pensé que tal vez te gustaría mi horno tostador. Y a ti, Felix, la carretilla.
—Trabajo en un crucero, tía —dijo un anciano caballero de cabello entrecano—. No tengo jardín.
—Tienes razón —repuso la anciana—. Es que me acordé de cómo Tom y tú jugabais en el jardín cuando erais colegiales. No importa, la dejaremos aquí.
—¿No necesitas estas cosas, abuela? —preguntó Dakota, que paseó la mirada por las personas que había en la mesa, parientes a los que conocía bien y otros a los que acababa de conocer, en tanto que, uno a uno, todos fueron dejando los tenedores y se inclinaron para atender.
—Allí a donde voy a ir no —respondió, provocando un grito ahogado en torno a la mesa.
—¿Estás enferma?
—¿Va todo bien?
—¿Por qué no nos lo has dicho?
Las preguntas flotaban por el comedor porque todos hablaban al mismo tiempo.
—¡Oh, vamos! —exclamó la anciana, que golpeó la mesa para hacer ruido y volver a captar la atención de sus invitados—. A pesar de la comida de hoy, hace unos cuantos meses decidí que ya he terminado con la comida.
—¿Cómo dices?
—Me refiero a hacerla —aclaró con ojos centelleantes—. Todavía tengo intención de comer todo lo que pueda, de manera que podéis borrar esos gestos horrorizados de vuestras caras. No me voy a morir pronto.
—¿Vas a contratar a una cocinera, abuela? —se aventuró a decir Dakota.
—Mejor que eso —contestó la mujer—. Voy a mudarme a un pequeño estudio en una residencia de lujo para personas activas de la tercera edad. Un lugar donde te sirven la comida y te traen el té a la sala común todas las tardes. Todo muy elegante.
—¿Te mudas? ¿A una residencia de ancianos? —A Dakota se le salían los ojos de las órbitas.
—No es para ancianos —explicó—. Solo las personas mayores
activas
pueden ir a vivir allí. Es decir, que puedes hacer hasta aérobic, ¿sabes?
—No va a haber nada más que
bridge
y petanca, abuela —imploró Dakota—. No te va a gustar. Allí no estarás bien.
—Vamos, vamos —dijo la anciana—. Creo que me gustaría unirme a una liga de petanca. Tal vez me nombren capitana.
Dakota le lanzó una mirada a su tío, rogándole con los ojos que hiciera algo. Donny alzó la palma de la mano y le dijo moviendo únicamente los labios: «Espera. No pasa nada».
—El hecho de que las cosas cambien siempre asusta —prosiguió la bisabuela, que volvió a recostarse en la silla, disfrutando al ser el centro de atención en la mesa de Navidad—, pero no me voy muy lejos, solo a Dumfries. Y voy a vivir por mi cuenta. No me voy a un asilo. Por fin voy a ceder a mi pereza interior. Ahora me toca a mí que me mimen, ¿no os parece?
—¿Por qué no nos dijiste nada? —preguntó Dakota.
—¿Para que todo el mundo fuera gimiendo por ahí y quejándose constantemente de que sería nuestra última Navidad en la vieja casa? ¡No, gracias! —respondió—. Por una vez, quería tener mi mejor Navidad y así lo he hecho.
—Y ¿qué pasa con la granja? —inquirió James, considerando el aspecto práctico de las cosas—, ¿La vas a vender?
—No exactamente —explicó la anciana—. He acordado con el nuevo propietario que voy a poder mantener mi habitación tal y como está y si quiero podré venir de visita los fines de semana.
Un completo silencio reinó en la habitación. Todo el mundo se acercó un poco más para oír mejor.
—Soy yo —admitió Donny, que se alzó levemente de su asiento—. He accedido a venir a vivir a Escocia y hacerme cargo de la granja de la abuela. Hay un montón de cosas que quiero probar con los productos orgánicos y tiene la medida justa.
—Y ¿qué pasa con todo lo de Pensilvania? —preguntó Dakota, que todavía se sentía un poco desconcertada. Aunque tuvo la tranquilidad de saber que la granja seguiría estando allí, que podría seguir conociendo aquel lugar especial un poco más de tiempo, aun así sabía que debería adaptarse. Abrazar el hecho de que todas las circunstancias estaban cambiando. Que la vida era un continuo estado de cambio. Que justo cuando se acostumbrara a una cosa, vendría otra. Tal como decía siempre la abuela.