Durante la pelea, la herida no me había dolido en absoluto. En aquel momento, en cambio, palpitaba provocando con cada latido un terrible dolor punzante que me atravesaba el pecho. Cada vez que giraba el torso tenía que reprimir un grito. Me sangraba el costado derecho, y la sangre goteaba por encima de mi cinturón y bajaba en regueros por la pierna.
Me volví a mirar atrás. Blanco avanzaba con todas sus fuerzas por la ceniza, persiguiéndome, a pesar de tener el ojo reventado y la ropa chamuscada por el fuego. Vio que le miraba y gritó algo referente a lo que pensaba hacer con el muñón de mi cuello cuando me hubiera cortado la cabeza.
La granja había sido construida en lo alto de una gran loma suave. Dirigí los esquís ladera abajo, hacia una línea de árboles muertos que había en el valle a mis pies.
La pendiente era lo bastante empinada como para permitir que mis esquís se deslizaran por la ceniza. Fui acelerando, y al cabo de poco dejé atrás a Blanco.
—Te encontraré, Alex —oí apenas que chillaba detrás de mí, cuando me deslicé entre los árboles—. Asaré tu corazón. Te reventaré las pelotas y… —Encontré un arroyo entre los árboles, y el ruido de la corriente ahogó las amenazas vociferadas.
Quitarme la mochila me hizo tanto daño que se me saltaron las lágrimas. Me levanté la camisa para ver la herida. Un gran colgajo de piel pendía del corte. No dejaba de salir mucha sangre que me empapaba el costado. Saqué de la mochila uno de los trapos que usaba para la cara y lo presioné contra la herida. Para entonces ya estaba llorando. No podía evitarlo, me dolía un montón. Me até una camiseta tan apretada como pude encima del trapo y alrededor del torso. Eso pareció mejorar las cosas; seguía saliendo sangre, pero con más lentitud.
Me colgué la mochila del hombro izquierdo y pasé el brazo derecho por la otra correa, apretando los ojos por el dolor. Crucé lentamente el riachuelo arrastrando el culo por encima de un tronco caído, y subí tambaleándome por la otra orilla. Tenía que poner un poco de distancia entre Blanco y yo y buscar un sitio en el que esconderme y descansar. Pensé que ojalá hubiera sido lo bastante previsor como para llevarme de casa pomada antibiótica y una venda elástica autoadhesiva. Si la herida se me infectaba, moriría.
Cuando salí de entre los árboles del otro lado del riachuelo, miré a mi alrededor. Nada me sugirió una dirección en concreto, así que trepé por la colina como pude, dejando la parte más brillante del cielo a la espalda esperando así ir hacia el este.
Los minutos se transformaron en horas en una eterna pesadilla gris. Subía con lentitud una colina no muy alta: un paso, respirar, otro paso, respirar. Descansaba al deslizarme hacia abajo por la otra vertiente. Otra subida a pasos vacilantes en perpendicular a la pendiente hasta lo alto de la siguiente colina. Cada vez que llegaba a la cima, miraba a mi alrededor con la esperanza de encontrar un buen lugar donde parar. A cada vez veía sólo pendientes cubiertas de ceniza y unos pocos árboles pelados. Me sentía cada vez más y más cansado, hasta que llegó un momento en que sólo el punzante dolor en el costado me mantenía despierto. Y también estaba sediento; me bebí toda el agua que me quedaba, pero cinco minutos después volvía a tener sed.
La facilidad con que me deslizaba colina abajo me impulsaba a seguir bajando de las cumbres. La esperanza de encontrar refugio me convencía para subir con esfuerzo desde los valles. Cada ascenso era más lento que el anterior. A medida que mis piernas se ralentizaban mi corazón se aceleraba hasta que podía sentirlo palpitar dentro del pecho. Tenía los brazos y las piernas entumecidos. Al cabo de un rato ya ni era consciente de su presencia, como si sólo fueran apéndices mecánicos que pudiera manipular pero no sentir.
Y así crucé cuatro, tal vez cinco colinas. Cuando me acercaba a la cima de la última, pensé que era imposible subir una sola colina más. Tenía que encontrar el mejor refugio posible, acurrucarme cerca de un árbol en uno de los valles, tal vez. Cuando encontrara refugio, descansaría y esperaría… hasta curarme o morir.
Al llegar a la cima, vi una granja más adelante, a sólo dos o tres kilómetros de distancia, en la cima de otra colina. Comencé el largo y fácil descenso e intenté mentalizarme para enfrentarme a una nueva pendiente. Podía hacerlo. Lo haría.
La granja era pequeña y sencilla, sólo una casa y un granero con tejado a dos aguas. Casi la mitad de los árboles que la rodeaban habían caído, pero los dos edificios estaban intactos. Me preocupaba que los dueños pudieran ahuyentarme. Tal vez podría ocultarme en el granero durante un tiempo, sin que se dieran cuenta.
Hacía ya horas que la tela que me cubría la boca y la nariz se había secado. La ceniza que caía era escasa y fina, pero mis pasos hacían que se levantara polvo. Cada pocos pasos tenía que detenerme a descansar y toser, unos espasmos tremendos que me hacían expulsar gotas de sangre por lo seca que tenía la garganta.
Al acercarme al granero oí un sonido extraño y fuerte como el de dos rocas que se frotaran una contra otra. Me tambaleé y estuve a punto de caerme. Me sujeté a la parte de atrás del granero y me apoyé en él durante unos minutos, intentando recuperar el aliento. El sonido chirriante siguió sin parar.
Reuní fuerzas y seguí esquiando alrededor del granero. Mirando a la casa había unas gigantescas puertas correderas sobre raíles. Alguien había retirado la ceniza de las puertas con una pala, y las había abierto de par en par para que entrara luz dentro del granero.
La escena del interior era extraña. Había una bicicleta sin ruedas atornillada a un enorme banco de trabajo. En ella estaba montada una chica, pedaleando y sudando por el esfuerzo. Parecía tener más o menos mi edad. Habían sustituido la rueda trasera de la bicicleta por un gran engranaje que conectaba con otro engranaje y con una correa que hacía girar un pedazo de hormigón en forma de cono. Una mujer de más edad estaba inclinada sobre el cono y le echaba algo dentro del agujero que tenía en el centro.
Ninguna de las dos hizo señales de haberme visto. Me impulsé para deslizarme por la pequeña pendiente que se había formado al retirar la ceniza de las puertas del granero. Se me atascaron en el suelo de tierra de la entrada y me hicieron caer hacia delante. Estaba demasiado cansado y débil como para evitar la caída. Mi cabeza golpeó el suelo. Y todo se oscureció.
DESPERTÉ porque alguien me estaba sacudiendo. Supuse que lo hacía con suavidad, pero tenía un dolor de cabeza tan descomunal que me sentí como si me estuvieran batiendo el cerebro dentro del cráneo.
—Incorpórate —dijo la voz de una chica.
Abrí un poco los ojos y extendí un brazo, intentando encontrar el bastón. En cambio, encontré un muslo de la chica. Me apartó la mano.
—Tómatelo con calma, no estás muy bien que digamos. Pero necesito que te incorpores.
Dejé caer la mano y miré alrededor, moviendo la cabeza con lentitud. Estaba en un sillón, ante una chimenea. Habían encendido un gran fuego, lo sentía en el lado de la cara y el brazo que estaban más cerca, pero seguía congelado, como cuando sales a la calle sin abrigarte en un soleado día de invierno. Alguien me había echado una gruesa manta de lana encima, debajo estaba desnudo. No recordaba haberme quitado la ropa.
La chica estaba de pie a mi lado. Un extraño ángel, pensó mi cerebro confundido. Estaba seguro de que los ángeles no llevaban camiseta y pantalón de peto. Nunca había oído decir que un ángel pudiera transpirar, y mucho menos sudar tanto como aquella chica.
Me incorporé poco a poco, intentando no hacer movimientos bruscos con mi dolorida cabeza. Ella me puso una almohada detrás de la espalda para que quedara derecho. Me acercó a los labios una enorme taza de café. Saqué una mano de debajo de la manta, sujeté la taza y bebí cuanto pude. Era agua tibia pero tenía tanta sed que la ambrosía pura no hubiera sabido mejor.
El agua me provocó un ataque de tos. Cada violenta tos era una terrible descarga de dolor entre las sienes. Cuando me aparté el brazo de la boca estaba salpicado de flema gris y gotas de sangre.
La muchacha se llevó la taza de agua. Volvió con un trapo que usé para limpiarme la boca y el brazo. Cuando acabé, me puso cuatro pastillas de color rojo oscuro en una mano.
—¿Qué son? —le pregunté.
—Es sólo Ibuprofeno.
Me tomé las pastillas con otra taza de agua. Entonces entró en la habitación la mujer más mayor, con una pequeña botella de Jim Beam. Echó un chorro en la taza.
—¡Mamá! —protestó la chica—. Eso lo necesitamos. Como desinfectante, no como bebida.
—Lo sé, Darla, pero tiene que estar dolorido. Esto hará que se le calme un poco. —Me acercó la taza a los labios.
—Ya le he dado ibuprofeno. ¿Es que vamos a tener que malgastar todas nuestras reservas médicas en este crío?
Bebí un sorbo de bourbon y volví a escupirlo. Sabía fatal.
—Te taparé la nariz —dijo la mujer—. Bébetelo todo de golpe.
Me quemó la garganta mientras bajaba y cuando me soltó la nariz, los vapores me quemaron también las fosas nasales. Tuve que darle la razón a Darla: el bourbon era mejor desinfectante que bebida, aunque no me gustó nada saber que pensaba que gastar su reserva de medicinas en mí fuera un desperdicio.
Empecé a toser otra vez. La mujer me tendió un trapo y lo usé para limpiarme la boca y el brazo.
—Gracias. Muchas…
—No hay de qué —dijo la mujer—. Soy Gloria Edmunds, por cierto.
—Alex.
Darla había estado haciendo algo junto al fuego. En aquel momento volvió y me quitó la manta. Conseguí agarrarla antes de que me destapara la entrepierna y pude conservar el pudor.
—Suéltala. Ahí no tienes nada que no haya visto ya. ¿Quién piensas que te ha desnudado? Y, la verdad, he visto machos cabríos mejor dotados.
—¡Darla! —dijo la señora Edmunds—. Controla esa lengua con nuestro invitado.
—Vaya un invitado. Está usando nuestras medicinas, bebiendo nuestra agua, y seguro que en seguida se comerá nuestra comida. ¿Por qué habrá tenido que encontrar nuestro granero?
—Porque Nuestro Señor lo condujo hasta allí, por eso, jovencita. Y lo tratarás exactamente como querrías que te trataran si cayeras dentro del granero de alguien, medio desangrada.
—Sí, mamá —dijo Darla—. Pero yo no soy tan idiota como para andar vagabundeando entre toda esa porquería — añadió, murmurando.
Solté la manta. Darla la apartó y la dejó a un lado. Estaba claro que mis atributos no tenían muy buen aspecto. Supongo que desangrarme por todo el nordeste de Iowa no le había hecho mucho bien a mi virilidad. El corte que tenía en el costado ya estaba casi completamente cubierto por una costra. De un borde salía un poco de sangre.
—Ponte sobre el lado izquierdo para que pueda ver bien a esa herida. Pero ¿qué te pasó?
—Un hacha de mano —repliqué.
—Jesús, qué torpe.
Decidí no intentar explicárselo en ese preciso momento. Estaba demasiado cansado. Necesitaba todas mis fuerzas para observar a Darla y a su madre. En la mesilla rinconera que quedaba detrás de mi cabeza colocaron un cuenco de agua, un montón de paños prácticamente limpios de ceniza, una navaja, una aguja de coser y un hilo grueso y negro.
—Esto va a dolerte —dijo Darla—. Intenta no moverte.
—Eh… ¿sabes lo que haces?
Se encogió de hombros.
—Gané un premio en el programa de veterinaria de cuarto en el instituto.
—¿Eso no es para animales?
—Sí, ¿y qué? Todos somos animales.
—Todo irá bien, cariño —dijo la señora Edmunds—. Darla tiene mejores manos que yo para el trabajo fino. El tío Arturo ha venido a verme antes de tiempo.
—¿Qué? —pregunté, confundido.
Darla se inclinó para susurrarme al oído.
—Artritis, gilipollas. Ahora estate quieto.
Todo fue bien mientras lavó el exterior de la herida con agua. Dolió, pero pude soportarlo. Cuando empezó a lavarla con bourbon, apreté los dientes y sentí que se me caían lágrimas. Cuando despegó el colgajo de piel con la navaja, grité y me desmayé.
CUANDO me desperté, estaba desesperado tanto por beber agua como por un sitio en el que mear. Era raro que mi cuerpo ansiara agua al mismo tiempo que necesitaba evacuarla.
Levanté la cabeza para mirar alrededor. Grave error, porque me produjo un descomunal dolor de cabeza peor, si cabe, que el que tenía antes de desmayarme. Cerré los ojos y apoyé la cabeza, esperando a que aflojara.
Cuando se me pasó un poco, volví a abrir los ojos. Aún había encendido un pequeño fuego: o yo no había estado desmayado durante mucho tiempo, o alguien lo había alimentado. Aparté la manta de mi torso y bajé la mirada, seguía desnudo. La zona limpia de la herida era un gran óvalo de piel rosada que destacaba sobre el resto de mi cuerpo de color gris ceniza. Me habían puesto una venda autoadhesiva que daba unas cuantas vueltas en torno a mi pecho y sujetaba un paño blanco doblado y puesto sobre la herida.
Deslicé con cuidado los dedos por debajo del paño. Quería echarle un vistazo a la herida. Lo levanté con tanta suavidad como pude. Pero estaba pegado. Me dolió una barbaridad cuando lo separé. La venda autoadhesiva se estiró lo suficiente como para que pudiera mirar debajo.
Tenía un corte enorme en el costado, más o menos del mismo tamaño y forma que una herradura. Darla la había cerrado con una pulcra hilera de al menos treinta puntos… No tenía fuerzas para contarlos.
No podía aguantar más las ganas de hacer pis. No tenía ni idea de dónde estaba yo, dónde estaba el baño o de si el lavabo funcionaba o no. Pensé en mear fuera pero tampoco sabía dónde estaba la puerta principal.
Bajé los pies descalzos del sofá y me senté. Fue una mala idea. Aún debía de faltarme sangre, porque la poca que tenía abandonó mi cabeza a toda pastilla. El mundo empezó a dar vueltas y me caí de cara sobre el suelo de madera. El dolor del costado y de la cabeza empeoró y solté un grito involuntario.
Darla entró en la habitación a pocos segundos. Me encontró acurrucado en el suelo, delante del sofá, intentando reunir fuerzas suficientes para levantarme. Ella llevaba puesta una camiseta que le llegaba casi hasta las rodillas.
—¿Qué demonios…? ¿Estás intentando despertar a toda la casa? —dijo.
—No. Sólo quería ir a buscar el lavabo. ¿Podrías decirme dónde está?
—¡Jesús! Voy a buscar algo que puedas usar de orinal.