Por fin, Darla declaró que habíamos terminado. Nos enjuagamos las manos por turnos, mientras el otro echaba el agua. Darla apoyó el marco contra la pared y apagó la antorcha, lo que nos dejó a oscuras. Me quedé quieto y estaba esperando a que mis ojos se adaptaran cuando sentí la mano de Darla sobre una de las mías. Primero la apretó y luego tiró de ella para sacarme del granero.
La calidez de su mano hizo que un irónico escalofrío me recorriera el brazo. Sabía que yo no le gustaba mucho, que me consideraba un gorrón. Sabía que tenía que mantenerme indiferente y distante. Pero no pude evitarlo. Por mucho que me decía a mí mismo que tenía que enfriarme, no lo conseguía. Pensé que ojalá nos hubiéramos conocido antes de la erupción, cuando las cosas eran normales. Tal vez entonces me hubiese visto como algo más que un niño indefenso.
Darla me soltó la mano y yo le abrí la puerta de la cocina para que entrara. El olor de dentro era embriagador. La señora Edmunds sirvió enormes cuencos de sopa (lo llamó potaje de maíz con conejo), que sacó con un cucharón de una olla que borboteaba en la cocina. Darla empezó a meterse cucharadas de sopa en la boca en cuanto su cuenco tocó la mesa.
—¡Darla! —exclamó la señora Edmunds—. Esos modales.
—Hummm —replicó Darla, con la boca llena de sopa. Pero dejó de comer.
La señora Edmunds colocó una servilleta de tela y un vaso de agua junto a cada cubierto, y ocupó su lugar presidiendo la mesa.
—Oremos. —Entrelazó las manos sobre el regazo y bajó la mirada—. Señor, bendice esta comida y a quienes la tomarán. Protégenos con tus afectuosas manos mientras nos esforzamos por superar la prueba que nos has interpuesto. Y recuerda de manera especial a quienes son menos afortunados que nosotros, que no tienen comida suficiente ni el apoyo de familiares y amigos en estos duros momentos. Amén.
Por fin, pude comer. Nunca había comido conejo, y antes de entrar en la cocina no estaba muy seguro de si sería capaz de comerme un animal que había estado moviéndose en mis manos apenas dos horas antes. Pero el embriagador aroma que manaba del cuenco apartó de mi mente cualquier duda. Me puse a comer. Sabía todavía mejor que olía…, un poco como pollo.
Me zampé dos enormes cuencos de potaje. Después de cenar nos quedamos sentados a la mesa durante un rato, hablando, sobre todo de los planes para los días siguientes. Reprimí los primeros bostezos que intentaron salir de mi agotado cuerpo pero al final se me escapó uno. La señora Edmunds me mandó a dormir al sofá del comedor.
Estaba exhausto después del día de trabajo. Me dolía el costado y me había atiborrado de potaje. Me dormí casi antes de tocar la almohada con la cabeza. Recuerdo vagamente que alguien me examinó el vendaje aquella noche, pero tal vez fuera un sueño.
LAS dos semanas siguientes transcurrieron de una forma bastante parecida: trabajo, trabajo y más trabajo. Estaba ansioso por ponerme en camino, seguir buscando mi familia. Pero aún me sentía débil; no podía emprender la marcha antes de haberme recuperado por completo. Sabía que lamentaría dejar a Darla, pero mi familia importaba más que una chica con la que acababa de encontrarme y apenas conocía. Y, en cualquier caso, ella también parecía ansiosa por que me marchara.
Al menos el trabajo variaba un poco. Había cosas que teníamos que hacer cada día, como bombear agua. Cada mañana llenábamos tres cubos de veinte litros: uno para los conejos, otro para la cocina y otro para el baño. Darla me dijo que la bomba que subía el agua del pozo había dejado de funcionar cuando se quedaron sin corriente, antes incluso de que la lluvia de ceniza llegara hasta la granja. Había adaptado una caña de bambú que sobresalía del agujero de la bomba. Para conseguir que saliera agua por el tubo de PVC, tuve que agarrar la caña y hacerla subir y bajar muy rápido.
También cada día había que llevar al salón la leña para alimentar la chimenea, la íbamos a buscar a un montón enorme que había detrás de la casa. Pasamos un día cortando más con una sierra de mano y un hacha. Bueno, más bien era Darla quien cortaba y transportaba la leña, mientras que yo la apilaba; aún tenía la herida demasiado reciente y no podía hacer la mayor parte de las tareas pesadas. Había mucha leña en los alrededores: justo detrás de la casa crecía un puñado de árboles, y había más junto al arroyo del valle. Darla examinaba cada árbol antes de que lo cortáramos y le doblaba unas cuantas ramitas. Si estaban verdes y eran flexibles, dejábamos el árbol en paz. Pero la mayoría estaban secos.
Pasábamos casi todo el tiempo desenterrando maíz. Avanzábamos a lo largo de la cima, donde la capa de ceniza era más fina, y bajábamos por la ladera con un saco de maíz tras otro. Pero ni siquiera entonces se acababa el trabajo. Había que pelar las mazorcas, desgranarlas y moler los granos para hacer harina. Darla había construido un molino propulsado por una bicicleta, que era lo que yo había visto el día en que llegué a la granja. Ya podía moler maíz, que parecía no acabarse, ya fuera pedaleando en la bicicleta o echándolo en el molino. Empezaba a sentirme más fuerte, pero Darla podía pedalear durante al menos el doble de tiempo que yo.
A los doces días desde mi llegada, Darla me quitó los puntos. Al retirar el hilo de la piel salieron algunas gotas de sangre. En general, la herida no tenía muy mal aspecto. Pero me iba a quedar una señora cicatriz.
Los conejos se empeoraron. sacrificamos y despellejamos ocho más, los que Darla pensó que estaban tan enfermos que no podrían sobrevivir mucho más. Era demasiada carne como para comérsela en seguida, así que la ayudé a construir un ahumadero. Ayudar a Darla consistía en aguantar las herramientas, buscar clavos y cortar tablas por donde ella me indicaba, por no mencionar que tenía que tolerar sus insultos cuando no sabía a qué herramienta se refería o no cortaba las tablas con la suficiente rectitud para su ojo de alta precisión.
Arranqué tablas de una zona del suelo del pajar para usarlas en la construcción del ahumadero. Darla dijo que no tenía importancia porque no habría heno en muchos años. Tardamos casi todo un día en montar una estructura maltrecha del tamaño aproximado de un cobertizo bajo; parecía mucho tiempo hasta que pensé que habíamos tenido que recuperar todos los materiales y hacer el trabajo sin tener las herramientas adecuadas. A partir de ese momento tuvimos dos fuegos que atender: uno en el salón, del que dependíamos para calentar la casa, y otro más pequeño en el ahumadero.
Colgamos la carne de conejo de travesaños situados en lo alto de la estructura, donde se acumularía el humo.
—¿Y durante cuánto tiempo tenemos que mantener encendido este fuego? —le pregunté a Darla, cuando estábamos colocando la leña en la base del ahumadero.
—No lo sé seguro. Nunca he hecho esto antes.
—¿Unas cuantas horas, crees?
—No, por lo menos varios días, quizá una semana. Probablemente dejaré la carne aquí hasta que la comamos; hace bastante frío como para que no se estropee aunque no haya humo.
—¿Por qué sabías construir esto si nunca habías ahumado carne?
—Una vez vi un ahumadero. El tío lo usaba para curar jamones. ¿Y qué dificultad puede tener? Fuego abajo, carne arriba donde se acumula todo el humo.
—Supongo.
—No sé cómo funcionará para el conejo. No tienen mucha grasa. Es probable que la carne quede bastante seca y dura cuando acabemos de ahumarla.
—Es mejor que nada.
—Sí, es mejor que no comer.
Como había pasado dos días sin comer antes de llegar allí, no podía estar más de acuerdo con ella. Casi cualquier cosa es mejor que pasar hambre.
A la hora del almuerzo del día siguiente, Darla propuso desenterrar más maíz. La señora Edmunds dijo que ni hablar.
—¿Alguno de los dos le ha echado un vistazo al montón de ropa sucia? Si le echamos algo más encima se hundirá el suelo, y tendremos que mudarnos al granero.
Cuando Darla y yo acabamos de darle de comer a los conejos y de alimentar los fuegos del ahumadero y el salón, acarreamos agua. Innumerables cubos de agua para llenar la bañera. Cuando la tuvimos casi llena, la señora Edmunds echó dentro la ropa y nos pusimos a frotar. Nuestra ropa estaba tan sucia que en un momento había convertido el agua en un fanguillo grisáceo tan espeso que Darla temió que pudiera embozar el desagüe.
Luego tuvimos que escurrir la ropa, enjuagar la bañera y volver a llenarla. Cada vez que la llenábamos teníamos que bombear seis cubos de agua, acarrearlos a través del patio y la cocina hasta el baño, y echar el agua en la bañera. Llenamos la estúpida bañera hasta cinco veces antes de que la señora Edmunds quedara satisfecha y dijera que la ropa estaba bastante limpia. Luego, por supuesto, tuvimos que escurrir la ropa y colgarla en cuerdas extendidas delante de la chimenea del salón, el salón en el que yo había estado durmiendo. La ropa mojada goteaba sobre el sofá, mi cama. Esperaba que se secara antes de acostarme aquella noche.
Después de comer, la señora Edmunds decretó una tarde de descanso. Dijo que tenía intención de leer un poco y tal vez echar una siesta. Darla frunció el ceño pero no replicó. A mí lo de la siesta me parecía bien.
Pero no iba a ser posible. En cuando la señora Edmunds se instaló en el sillón con su libro, Darla dijo:
—Ven a echarme una mano. Tengo un proyecto que es perfecto para esta tarde. —Suspiré y la seguí hasta el patio.
Como siempre, ayudar a Darla significaba, sobre todo, pasarle las herramientas. Y, al igual que cuando construimos el ahumadero, me gritaba cada vez que no sabía exactamente qué me estaba pidiendo, o cuando no encontraba lo que me pedía, lo que estropeó totalmente la parte buena del proyecto: observarla inclinada sobre el motor de una vieja camioneta F250 que había aparcada en el exterior del granero. La camioneta estaba medio enterrada en ceniza acumulada por el viento.
—¿La estamos arreglando? —pregunté.
—No, no creo que pueda hacerlo. La conduje muchísimo antes de que la capa de ceniza creciera tanto. El filtro de aire está completamente obstruido y no tengo ninguno de recambio. Es probable que la ceniza también haya fastidiado el motor. Podría necesitar un cambio de válvulas.
No sabía que era eso del «cambio de válvulas», y no estaba dispuesto a preguntarlo. Lo más probable era que la respuesta tampoco tuviera sentido para mí, de todos modos.
—¿Por qué estamos trabajando en él, entonces?
—Necesito el alternador. Dame la llave de carraca mediana con cabeza hexagonal de media pulgada.
Encontré la llave, pero no veía la medida con tan poca luz. Le puse una que quedaba bien en la llave, y se la di.
Ella la miró.
—Eso es una 15/32. Dios, es la del tamaño siguiente.
La cambié y se la devolví.
—¿Cómo puedes leer las medidas?
—No lo necesito. Cualquier idiota habría podido ver que eso no era media pulgada.
—Bueno, pues yo no he podido. —Levanté un poco la voz y separé mucho las palabras—. Y no soy idiota. Y esto se está poniendo pesado. Seguramente se te haya metido ceniza en las bragas, pero ¿tienes que pagarlo conmigo?
Salió de debajo del capó.
—¿Eh? ¿Qué has…?
—Ceniza dentro de las… bueno, es que pareces estar siempre tan enfadada conmigo…
—Ceniza dentro de las… —Rió—. Sí, es verdad. Y sí que es irritante. ¿Y qué haces tú pensando en mis bragas, por cierto?
Me sonrojé, y abrigué la esperanza de que la capa de ceniza que me cubría la cara lo ocultara.
—Eh… lo siento. Pero de verdad que no es culpa mía haber acabado aquí. Y pronto me marcharé. Ya me encuentro mucho mejor.
—Genial. Tal vez he sido gruñona pero tenerte por aquí no ha sido precisamente fácil para mí. Mi madre piensa que podemos acoger a todos los que se pierden por el mundo, pero ¿quién sabe cuánto va a durar esto? Puede que todavía estemos comiendo harina de maíz dentro de un año… o de tres.
—Sí, lo entiendo. No me quedaré mucho más. Necesito encontrar a mi familia.
—Y cuando te marches no te lleves todas nuestras provisiones. Conozco a mi madre, intentará convencerte de que te quedes, y si no lo consigue, te cargará con más comida de la que puedas llevar.
—No lo haré.
—Supongo que tienes derecho a una parte… Has estado trabajando mucho, teniendo en cuenta tu agujero en el costado. —Darla volvió a meter la cabeza debajo del capó de la camioneta—. Dame un destornillador plano grande.
Encontré uno y se lo puse en la mano que me tendía. Tal vez fueran imaginaciones mías, pero me pareció que sus dedos se perdían entre los míos un poco más de lo necesario para coger el destornillador. ¿Era posible que la muralla de hielo que mantenía levantada entre nosotros estuviera fundiéndose un poco?
Sacamos el alternador de la camioneta y lo llevamos al granero. Darla lo atornilló a un banco de trabajo. Luego soldó un engranaje de bicicleta sobre el disco del alternador, en uno de los lados. Tenía un equipo de soldadura que funcionaba a partir de dos cilindros de metal que parecían tanques de helio. Cuando acabó, desconectó la bicicleta que habíamos estado usando para mover el molino y la unió al alternador mediante una cadena larga. Conectó los cables del alternador a un cargador de pilas de los que caben hasta ocho pilas recargables.
Mientras tanto, yo no hacía nada útil. Le daba una herramienta de vez en cuando pero sobre todo la miraba trabajar. Comprobó la tensión de la cadena e hizo algunos ajustes.
—Te toca a ti hacer algo —dijo entonces—. Monta en la bici y pedalea. —Darla sonrió—. Creo que acabo de citar a un grupo musical que le gusta a mi madre.
Me monté y empecé a darle a los pedales. Era más fácil que mover el molino de grano, hacía mucha menos resistencia. Cuando aumenté la velocidad, se encendió una luz roja en el cargador de pilas, muy brillante en la penumbra del granero.
—Cuando la luz se ponga verde, habremos terminado — dijo Darla.
Continué pedaleando en silencio, escuchando cómo el sonido de mi respiración se hacía más fuerte y más trabajoso a medida que pasaba el tiempo.
—¡Más rápido! —me espetaba Darla cada vez que bajaba el ritmo—. ¡Pedalea con más fuerza!
Continué durante un largo rato, tal vez una hora, más o menos, antes de que ella se ofreciera, por fin, a relevarme. Habría podido irritarme que fuera tan mandona, pero estaba demasiado cansado como para que me importara.
Me desplomé sobre la paja sucia del suelo del granero, completamente agotado, mientras Darla montaba en la bicicleta y empezaba a darle a los pedales. Nos turnamos dos veces más, pedaleando durante al menos tres horas antes de que la estúpida luz se pusiera verde.