Cenizas (32 page)

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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: Cenizas
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El cabo salió con
Roger
a través de una solapa que había en la pared de la tienda.

—¡Espere! —chilló Darla—. ¿Qué está haciendo?

Oí el ruido de un disparo. Darla corrió hacia la salida y el otro guardia intentó atraparla, sin éxito. Fui detrás de ella.

En el exterior, la nieve pisoteada se había convertido en un revoltijo helado y compacto. Había manchas de sangre; algunas eran frescas, otras viejas y congeladas. El cabo enfundó la pistola. Darla se inclinó sobre un gran cubo de madera.

Miré dentro. Allí estaba
Roger
, estremeciéndose y sangrando por un enorme e irregular agujero producido por un balazo en la cabeza. Estaba junto a un golden retriever y un pastor alemán cuyas extremidades se entrelazaban, frías y rígidas. También a ellos les habían disparado en la cabeza.

—¿Por qué ha hecho eso? —gritó Darla.

—Órdenes. No se permiten mascotas.

—¡Asesinos! —Darla corrió hacia él, agitando los puños como una loca. Avancé medio paso, dispuesto a atizarle al guardia en la cara con una patada circular número dos. Pero por el rabillo del ojo vi que otros tres soldados corrían a por nosotros. Además, toda la zona estaba vallada; no había escapatoria posible. Luchar era inútil, así que me contuve.

El cabo le dio a Darla un fuerte revés en la cara que la derribó. Se inclinó sobre ella y echó atrás el puño para darle otro golpe. Me lancé encima de Darla. El tipo me dio en la espalda, pero puesto que bloqueé el puñetazo cerca del objetivo, no tenía mucha fuerza.

Darla se debatía debajo de mí mientras intentaba sujetarla y mantener su cabeza y cuerpo protegidos. Alguien me agarró la mano derecha y me retorció el brazo a la espalda. Sentí que me rodeaban la muñeca con un lazo de plástico que se me clavó en la carne cuando me lo ciñeron. Luego me forzó la izquierda hasta la derecha, y la ató con la otra mitad de las esposas.

Alguien me cogió por debajo de un brazo para levantarme de encima de Darla y ponerme de pie. También la esposaron, y nos llevaron de vuelta a la tienda.

El capitán continuaba sentado ante el escritorio. Mientras luchaba contra el tío que la inmovilizaba, y Darla empezó a chillar:

—¿Qué de…?

—¡Basta! —rugió el capitán Jameson—. Pasaré por alto este comportamiento porque sois nuevos aquí, pero una palabra más y empezaréis vuestra estancia en el campamento Galena metidos en una barraca de castigo.

Observé a Darla. Contrajo la cara para reanudar los gritos. Le pateé un tobillo. Me gruñó, con el ceño tan fruncido que le arrugaba todo el rostro. Negué con la cabeza.

Dio resultado, ya que no dijo nada más y no averiguamos qué era una barraca de castigo. Al menos no en ese preciso momento. Los guardias nos llevaron hasta una puerta que había en la valla, y cortaron las esposas para quitárnoslas. Luego lanzaron las mochilas con brusquedad a nuestros brazos y nos empujaron a través de la puerta.

Capítulo 43

LOS guardias no fueron nada delicados cuando nos arrojaron por la puerta. Caí de cara sobre la nieve compacta. Me levanté empujándome con los brazos, que aún temblaban a causa de la lucha, me quité el hielo de las mejillas y observé a mi alrededor.

Lo primero en lo que reparé fue en la cantidad de gente que había. El lugar estaba abarrotado. Viejos, jóvenes, familias, personas solas, blancos, hispanos, negros… Lo único que tenían en común era que todos iban vestidos con ropa sucia y andrajosa. No había visto tanta gente junta desde la erupción; de hecho, ni siquiera antes de lo del volcán había visto una muchedumbre como aquella.

Lo segundo que me llamó la atención fue el tamaño del campamento. Nos encontrábamos en lo alto de una cresta relativamente llana. La valla se extendía unos trescientos o cuatrocientos metros de esquina a esquina. Era una cerca de malla, como todas las que habíamos visto por allí, de tres metros y medio de altura y rematada con el alambre de espino.

Un tipo flaco con una barba gris y sucia tendió las manos hacia mi mochila. Se las aparté de un empujón y sujeté nuestro equipaje con firmeza. El hombre se escabulló de vuelta al interior del gentío.

Dentro de la valla, la nieve pisoteada por miles de pies se había transformado en un sucio fango congelado. En el exterior vimos una zona vallada más pequeña en la que habían plantado cuatro tiendas grandes de lona blanca: era el área de recepción por la que habíamos entrado. Al otro lado vi la autopista.

En el campamento había tiendas de lona verde formando filas no muy rectas. Unas cuantas las habían clavado sobre plataformas de madera elevadas, pero la mayoría se apoyaban directamente sobre el suelo frío; casi todas estaban cerradas, con las solapas atadas con firmeza para que no entrara el viento. Las que no estaban cerradas se encontraban llenas, abarrotadas por doce personas o más.

Un altavoz que había montado sobre un poste cercano del vallado despertó con un crepitar. El sonido estaba distorsionado y tenía el volumen demasiado alto.

«Mabel Hawkins, preséntese de inmediato en la puerta C. Mabel Hawkins, puerta C.»

La gente se mantenía a más o menos metro y medio de la valla. Darla entró en esa área despejada.

—¿Estás segura de que no hay peligro? —le pregunté—. ¿Y si está electrificada?

—No pasa nada —contestó—. No se puede electrificar directamente una cerca de malla…, descargaría en el suelo. Si esto estuviera electrificado, habría aislantes, y más cables. —Le dio una palmada para demostrar lo que decía. Luego se agachó y se puso a registrar el contenido de mi mochila para hacer inventario.

Nos lo habían quitado casi todo: los esquís, la comida, la cuerda, el cuchillo y el hacha de mano habían desaparecido. Lo único que nos quedaba era la ropa, las mantas, el plástico de pintor, las botellas de agua, la sartén y algunas cerillas.

Darla cogió la sartén con enojo y la lanzó contra la base del vallado. Impactó con un golpe sordo y cayó a poca distancia.

—¡Cielo santo! —chilló ella—. Nos lo han quitado todo, joder.

Un feo cardenal morado se estaba extendiendo por un lado del rostro de Darla. Se lo toqué con tanta suavidad como pude, intentando averiguar si le habían roto algún hueso.

—¿Te duele? —pregunté.

—La carne de cerdo, el trigo, nuestro cuchillo y el hacha de mano… ¿Para qué mierda necesitan eso los guardias, si se puede saber?

—No lo sé. —Continué palpándole el pómulo. No parecía roto, aunque tenía mis dudas.

Darla me apartó la mano de un guantazo.

—Deja de toquetearme la cara, está bien. Y
Roger
… ¿Qué sentido tenía matarlo? Sobrevivió a la silicosis, a un granero incendiado, a una ventisca y a un largo viaje en una mochila, ¿para que luego venga un guardia gilipollas y lo mate de un tiro? ¿Por qué? No lo entiendo.

—No lo sé. —Intenté abrazarla, pero me apartó y se puso a meter otra vez las cosas dentro de mi bolsa. Al menos ahora nuestras mochilas tenían espacio libre de sobras. Darla metió la suya dentro de la mía.

Me senté sobre los tobillos con la espalda apoyada en la valla, y Darla se acuclilló junto a mí. Tenía agarrada una correa de la mochila, y la arrugaba con ambas manos hasta formar una bola que luego volvía a soltar, una y otra vez, sin apenas contener su furia.

—Hallaremos el modo de salir de aquí —dije—. ¿Qué es para nosotros una valla de tres metros y medio y un rollo de alambre de espino, después de todo lo que hemos pasado?

—¿Por qué nos encierran? Me siento como un animal camino del matadero.

—No lo sé —dije de nuevo—. Encontraremos una manera de escapar.

—Sí, y lamentarán el día en que nos retuvieron aquí. — Darla entrecerró los ojos con expresión dura, frunciendo el ceño fruncido.

Un par de guardias que patrullaban por el exterior de la cerca se aproximaron.

—¡Eh, vosotros! —gritó uno—. No os apoyéis en la verja.

No le hice caso. Cuando se acercó lo bastante, me pateó la espalda a través de la cerca de malla. Había visto venir la patada y me aparté con rapidez, aunque no la suficiente. La punta de la bota me dio en la zona lumbar.

—Gilipollas —dijo Darla, en voz alta.

Los guardias se rieron.

Se estaba haciendo tarde y ninguno de los dos tenía la más remota idea de dónde íbamos a dormir. No obstante, lo que más nos urgía era ir al baño, ya que no habíamos ido desde que nos habían recogido en la autopista, hacía horas. Darla detuvo a un niño que pasaba a toda prisa y le preguntó dónde estaban los aseos. Él señaló con un dedo, luego se libró de la mano que lo había retenido y se marchó corriendo.

Caminamos durante un buen rato en la dirección indicada por el crío, sin vislumbrar nada que se pareciera a una letrina. Avanzábamos a paso lento, dando rodeos en torno a grupos de gente. Algunas personas se apiñaban, charlando o simplemente temblando juntas. Otras estaban tumbadas en el suelo, envueltas en mantas y apretadas contra sus familiares o amigos para darse calor mutuamente. De vez en cuando pasábamos al lado de alguien que andaba solo. La mayoría de los solitarios parecía que estaban muertos, congelados, tirados en el suelo; pero uno de ellos abrió los ojos de golpe cuando me acerqué demasiado y me fulminó con la mirada para advertirme que me alejara.

Olimos la letrina antes de verla, aunque llamar letrina a aquello era ser demasiado generoso. Junto a la valla del extremo más alejado habían excavado una zanja de unos sesenta centímetros de ancho por unos veinte de profundidad. Diez o doce personas estaban de cuclillas a lo largo de ella, haciendo sus necesidades delante de Dios y de todos los presentes.

Otro problema, además de la total falta de privacidad, era la inexistencia de papel higiénico, lavamanos o jabón. Es cierto que no habíamos sido muy exigentes con esas cosas cuando durante el viaje, pero allí era diferente: miles de personas usaban esa zona como retrete público. Recorrí la hilera con la mirada. Un par de personas habían llevado su propio papel higiénico, mientras que otras usaban papel de periódico o puñados de nieve para limpiarse. Darla se dio la vuelta y apoyó las manos en las rodillas.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí. Me han dado arcadas. Se me pasará.

Me encogí de hombros y me acerqué a la zanja. No me gusta hacer mis necesidades en público (incluso las hileras de urinarios sin separaciones del colegio me fastidiaban); así que tardé un poco. Cuando me cerré la cremallera y me aparté del hedor, Darla aún no se había movido.

—¿Seguro que estás bien?

—No, necesito mear.

—¿Y? —Me encogí de hombros.

—No puedo agacharme sobre esa cosa sin bajarme los pantalones. Y no hay donde apoyarse.

Entendí lo que quería decir. Cuando había necesitado orinar por el camino, había buscado un árbol en el que descansar la espalda, y se había bajado a medias los pantalones. Nunca había observado, ejem, todo el proceso, claro; no soy tan pervertido. Pero había visto lo bastante como para formarme una idea general de cómo lo hacía.

—Vamos. Te haré de árbol.

Así pues, me situé a un lado del hoyo y Darla al otro. Apoyó la espalda en mí y se bajó los pantalones lo indispensable para poder hacer sus necesidades. Intenté no mirar, aunque no tenía mucho sentido: había cientos de personas al alcance de la vista, y Darla no era la única mujer en cuclillas.

—Vale, ha sido de lo más humillante… y repugnante — dijo mientras se subía los pantalones.

—La verdad es que nadie miraba.

—Eso no me consuela.

—Y a ti no te han salpicado.

—Uy. Lo siento.

—No pasa nada. Ha sido sólo un poquitín en las botas. Es lo que pasa cuando te ofreces para hacer de árbol.

Estaba oscureciendo. Tenía hambre, pero no habíamos visto ni rastro de comida desde que nos habían arrojado dentro del campamento. Me preocupaba más encontrar un sitio seguro donde dormir. Si no podíamos cobijarnos en alguna parte, pasaríamos una noche fría.

Al principio deambulamos de tienda en tienda. Sin embargo, estaban todas llenas y el simple hecho de tocar las solapas solía provocar que los de dentro nos gritaran, maldiciéndonos y amenazándonos. En algunos casos incluso había gente apostada en el exterior montando guardia. Otros refugiados se apiñaban a sotavento de las lonas para protegerse de las corrientes de aire. Podríamos haber hecho lo mismo, pero todos los sitios buenos ya estaban ocupados.

—Tengo una idea —dijo Darla—. Sígueme.

Me guió directamente a través del viento, que había arreciado al oscurecer y hacía que fuera más y más difícil ver. Comenzó a nevar: bolitas duras y heladas que escocían cuando chocaban contra mi piel con cada de golpe de aire. Me estremecí al recordar cómo había estado a punto de morir congelado debajo del puente, apenas una semana antes. En varias ocasiones tropezamos con personas que estaban tumbadas en el suelo y a las que la nieve y la oscuridad habían vuelto invisibles.

Darla me llevó hasta el otro lado del campamento. El viento allí era feroz, ya que lo único que le cerraba el paso era la verja. En aquel lado había unas cuantas tiendas dispersas, todas llenas, por supuesto. Darla avanzó con esfuerzo hasta una que estaba levantada sobre una plataforma baja de madera. El lado de sotavento estaba abarrotado, todos prácticamente tumbados los unos sobre los otros en una gran forma de V, intentando escapar del frío y los aullidos del viento.

Fuimos hasta el lado de barlovento de la tienda. Era la primera vez desde que llegamos que nos encontrábamos a solas. Todos evitaban aquel lugar, el punto más desprotegido de todo el campamento. No vi ningún sitio razonable donde dormir, así que guardaba la esperanza de que Darla supiera lo que se hacía.

La nieve se había acumulado en la plataforma de madera. Darla cavó un hoyo en la nieve que se apoyaba en la tienda. Tenía menos de sesenta centímetros de ancho, y treinta de profundidad, pero bastaba para los dos. Cubrió el agujero con el plástico de pintor y las mantas y luego nos tendimos dentro y los usamos para envolvernos nosotros.

Al principio hacía un frío terrible. Pero mientras estábamos allí tumbados, temblando y abrazándonos para darnos calor el uno al otro, los copos arrastrados por el viento comenzaron a caer sobre nosotros y a cubrirnos. Al cabo de más o menos una hora, estábamos completamente enterrados y muy calentitos. Me quedé dormido.

Me desperté una vez durante la noche, sudoroso y como con claustrofobia. Extendí un brazo por encima de la cabeza y abrí un agujero en el ventisquero. El aire helado olía a limpio y me alivió la sensación de encierro. Darla murmuró algo en sueños y se estrechó más a mí.

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